jueves. 16.01.2025
El Tiempo
Es lo Cotidiano

NARRATIVA

Tachas 599 • Las hijas de don Pantaleón • Guillermo Prieto

Guillermo Prieto

Imagen generada por IA
Imagen generada por IA
Tachas 599 • Las hijas de don Pantaleón • Guillermo Prieto

No vive don Pantaleón Chascarraz sino para bien y progreso de sus hijas, y como por beneficio de Dios las tres le han salido de talento y bonitas, porque no se puede negar, la casa entera está consagrada a la educación: agreguen ustedes a esto la aptitud de doña Apolonia y su sindéresis para secundar las miras del esposo, los aplausos de sus amigos y la cooperación de cuantos tienen relaciones en la casa, y verán que ella es una academia, un conservatorio y un semillero de donde tienen que salir por fuerza personas que honren a la familia y den lustre a toda nuestra sociedad. 

Es, por otra parte, el terno de muchachas bien inclinado, porque las inclinaciones Dios las da, y las tres parecen unas matronas como las condesas y las grandes señoras de las novelas. 

Y para que nadie diga que pongo de mi cabeza, y que pinto al caer la pluma, vayan ustedes haciendo conocimiento con mis tres perlas, y juro que me van a conceder la razón. 

Adela es alta e imponente, de tez pálida y gravedad natural: un imperceptible bozo sombrea su labio y corteja su limpia dentadura. Habla poco, ríe como forzada, y la anemia, que no su carácter, hace que se le acuse de imprudente, soberbia y caprichosa. Sobre todo, es fina y delicada por instinto, y la martiriza la gente ordinaria; vamos, se le despega, no la puede pasar... 

Por consiguiente, tormento de Adela es Ruperta, que finge mucha inclinación al señorío y gobierno de la casa; ella, por más que se le prohíbe, hace su mansión de la cocina, está pendiente cuando se confeccionan dulces exquisitos, y se pavonea, dándose por autora, ya de una cocada o de unos cubiletes de almendra, o de cualquiera de las pastas que hacían las monjas de Jesús María, y de las que sólo ellas conservan la receta. 

Fresca de carnes, ancha de cara, de boca grande y risueña, y muy popular, porque tiene sus pobres favoritos, y reconoce a todos sus parientes, aun a los que no pueden entrar a la sala cuando hay visitas y tienen sus confidencias con doña Apolonia en el cuarto de las criadas. 

Carolina es otra cosa; abovedada frente, ojos verdes, busto ancho y fornido, andar teatral, con el cuerpo inclinado hacia adelante, manos perfectas y una voz que revela los tesoros que derrama cuando levanta el vuelo para atravesar ufana las regiones melódicas. No es precisamente un modelo de hermosura, Carolina; pero ¡qué alma, santo Dios, qué alma!, vale por tres, es un alma que tiene remuda. 

Don Pantaleón, si bien no es rico, tiene sus medianas proporciones. Un ranchito cercano a Ixtlahuaca mantiene con decencia la casa: posee un baño por Santa Ana que le deja pingües rendimientos, y aunque muy a la sordina, y valiéndose de manos postizas, hace sus compras en el montepío los días de remate de alhajas, y eso le deja sus muy buenos pesos sin que lo sienta la tierra. 

Tiene don Pantaleón, como decimos, sus algos para pasar la vida; pero mucho más merecía, porque es una hormiga arriera; todos sus afanes son por su familia, Apolonia es su adoración y las niñas su recreo. 

Con estas proporciones, y con las miras que tenían tan buenos padres, de hacer de sus hijas verdaderas joyas de la sociedad, ¿cómo quieren mis lectores que se pensara en la rancia educación antigua? Ni por un pienso, no señor, cada cosa a su tiempo, dice el refrán, y los nabos en adviento. 

“¿Cómo dejar sombra siquiera de aquella educación de nuestros tiempos?”, decía don Pantaleón a Apolonia, cuando discutían en diálogos profundos sobre la educación de las hijas. 

La niña estaba abandonada a la educación de la nana, india retobada, ladina y de pésimo carácter, afecta al pulque, con una parentela desastrada que le infundía todo género de malas crianzas, inclusive el hablar desvergonzado y las ocultaciones de los paseos, los novios y los solaces de las criadas. 

La niña era el querer del confesor de la mamá, con quien solía tener su parentesco, espiritual por supuesto, y sus ojitos eran de tata padre, siendo una de sus gracias repeler huraña a todos los que no tenían adjudicación especial de un lote de su interesante persona. 

La niña, antes que todo, debía ser honesta, honestidad que consistía en tener el tuniquito de camballa o carranclán como una funda, en usar zapatones, y en no descubrir ni el cuello por el mascadón cruzado que la cubría. 

Una casa de muñecas valiosísima, con su señora de la casa y su negrita, frente a la que, sentada en el suelo, pasaba las horas enteras con sus primos y primas, haciendo comiditas, esto es, atracándose de bizcochos, dulces y frutas, era el principal entretenimiento para enseñarse a mujer de gobierno. 

En esas tertulias tenían sus pesadeces los primos; pero eran muy divertidos, había sus casamientos y sus bautismos. 

La nana, o la criada de confianza, peinaba a la niña, peinado de dos trenzas para que no se arruinara el pelo; le ajustaba el túnico y le abrochaba los zapatones. En eso de medias había su escasez notoria; en cuanto crecía la niña, ponerle calzones hubiera sido una indecencia; el limpiarse los dientes, hubiera hecho aparecer afectada a una señorita; usar pomadas, se quedaba para las que tenían muchas proporciones, o para la gente ordinaria, que la fabricaba en casa con unto y esencia de clavo o toronjil de la botica. 

Los juegos favoritos de la niña eran jugar a monja, y con sábanas y sillas se fingían “rejas”, se ordenaban profesiones y aun saraos, haciendo en la azotehuela o los corredores “chongos” y “fritangas”.

En cuanto a la educación intelectual, había por supuesto distinción marcada entre leer en libro y leer en carta, siendo más seguro y más cristiano no afrontar esta segunda dificultad, que al cabo no servía a las niñas para nada bueno. 

Respecto a la escritura, dividíanse y mucho los pareceres: unos querían que escribiese la niña, los otros lo rehusaban, porque era abrir los ojos a las jóvenes y ayudar al demonio a perder las almas; de ahí que muchas señoras escribían lírico, y era objeto de risa que pusieran quicio por juicio, gavan por jabón, y que se soltaran una andanada de mayúsculas donde menos se esperaba. 

Era, por supuesto, grado muy alto en la educación, y patrimonio de gente despreocupada y curiosa que una niña presentase un dechado. Esto es, un lienzo en que aparecían bordados con hilos de colores rechinantes, ya un venado con su gran cornamenta; ya dos corazones atravesados con una flecha, ya llaves y cadenas, ya, por último, en deshilados simétricos, randas de arquitos y estrellitas, diente de ratón, retozo de fraile, relindos y otras curiosidades de aguja. 

Por último, llegaba a haber hasta quien trabajara el alfeñique, lo que sí requería talentos superiores. 

Recuerdo que decía yo a doña Esculapia, maestra en eso de trabajar el alfeñique: 

—¿Pues cómo hace usted los perros? 

—Muy fácil es eso, Fidel: se hace una como tortillita de la masa y se le alzan cinco bodoquitos; claro, cuatro son las patitas y del otro sale el pescuezo y la carita. 

—¿Y un borrego?.... 

—Pues lo propio, porque bien averiguado un borrego no es sino un perro con lana y con cuernos. 

Con mucha razón era, como ven mis lectores, tan recomendable la fabricación del alfeñique. 

Por este tiempo, o mejor dicho a esta altura, ya la niña sabía muchas novenas de memoria, tenía en la punta de los dedos el Flos Sanctorum, el padre Parra, el Temporal y eterno, aunque como decía la nana, no era de lo mejor, porque hace la salvación muy trabajosa. 

La niña entraba en años: se hacía forzoso para ella otros modos y otra retentiva, y no había sino entregarla a cargo y carga a su confesor, que pronto cobraba el título retumbante de director de conciencia. 

Aunque a primera vista confesor y director parecen a muchos lo mismo, uno es confesor, es decir, oír y callar, y otra cosa es dirigir. 

Entonces sólo la gente muy encopetada y de cierta mala nota visitaba teatros y concurría a paseos; los ejercicios, los retiros, la vela del Santísimo, llenaban el tiempo y floreaban y entretenían los ingenios, anécdotas sin números de sermones, confesiones y travesurillas de la gente de iglesia. 

Una señora muy ocurrente contaba, que visitándose con cierta etiqueta la Virgen de Guadalupe, siempre retirada en su santuario, y la Virgen de los Remedios, objeto de frecuentes agasajos en la ciudad, decía la primera a la segunda: “La dicha de la fea, la bonita la desea”, aludiendo a lo maltratado del rostro de la Virgen española; esto dio origen a que no se volvieran a saludar las dos vírgenes. 

Otra anciana, detractando a los ricos, clamaba: “Dicen bien las Sagradas Escrituras, es más fácil que entre el ojo de un rico por un camello que una aguja en el reino de los cielos”. 

Quién, dándosela de chistosa, remedaba la tartamudez del padre Pérez, que pedía limosna para una pobrecilla, interpretando la gente que era socorro para una desgraciada, y era el pedido para una silla de montar... 

Qué anciana más despreocupada contaba que estaba predicando un sacerdote cuando un chico se soltó dando gritos desaforados. 

—Que saquen a esa criatura —dijo el padre. 

El sacristán le hizo notar que era Pepito, su sobrino. 

—Pues siendo Pepe, que chille —clamó el reverendo y continuó el sermón. 

Por último, en la misma puerta del templo, contaba, aunque muy en voz baja una hermana de la vela perpetua: 

Éste era un predicador famoso, sordo como una tapia, y procurando causar sensación, en uno de sus sermones en que se celebraba la paz con motivo de la libertad de Fernando VII después del percance de Valancey, se puso de acuerdo con un insensato limosnero, a quien le dijo: 

—Yo te preguntaré desde el púlpito: “¿Qué quieres, Ferrer?” Tú me contestas: “Quiero la paz...”, y me dejas seguir... 

Unos traviesos colegiales tuvieron conocimiento del ardid del padre predicador, fuéronse en busca del idiota Ferrer, y le dijeron: 

—Toma este dinerito, cuando hayas hecho lo que te vamos a decir, te daremos otro tanto. Tal día te ha de preguntar el padre desde el púlpito: “¿Qué quieres, Ferrer?”, tú has de contestar: “Quiero la paz”. Pues no contestes eso; cuando te pregunten: “¿Qué quieres Ferrer?”, tú di: “Quiero mujer”, y eso te vale estos tecolines y más que te daremos. 

Llegose el día de la función; veíase la iglesia de bote en bote, estaban en las bancas distinguidos próceres, en el presbiterio asistían altas dignidades eclesiásticas. 

Era una ascua el altar; en el coro se oía música del cielo. 

Llegó la hora del sermón: aquello fue un portento, como que duró mucho tiempo, y se mencionaron a todas las grandezas de España. 

En un momento de exaltación exclamó el orador: 

—Y no en los palacios, no en los campos, no los sabios... sino los últimos, los más rudos, hasta aquellos entre quienes menos alumbra la razón... como ese infeliz que tengo al frente, punto intermedio entre el hombre y el bruto, opina lo mismo; si no, hijo del pueblo, hombre desheredado de la fortuna y de la ciencia, ¿qué quieres Ferrer? 

Y Ferrer contestó con voz sonora: 

—Quiero mujer... 

El fervoroso sacerdote sordo... siguió entusiasta... 

—Pues eso quiero yo, por eso se desvelan los próceres, eso tiene ardiendo en regocijo... al señor arzobispo. 

La gresca, las carcajadas, el alboroto de la iglesia dieron fin al sermón, cuya interrupción supo corrido el ingenioso sacerdote. 

Con esa educación y con esa literatura, una niña ya podía disponerse a desempeñar los deberes de madre de familia. 

Tal educación, que llamaban don Pantaleón y doña Apolonia a la antigua, era la que detestaban; y por lo mismo se habían entregado con ahínco a cultivar los talentos de sus hijas conforme a la educación. 

Sería faltar a todas las consideraciones que la justicia merece, callar que Adela ejerció poderoso influjo en robustecer y fecundizar las propensiones de sus bondadosos padres. 

Apenas desflorando la aritmética y recorriendo las primeras hojas de la gramática, ya se juntaba con una joven de gran reputación de talento, que en dos palabras la persuadió de su vocación por la literatura. 

Su primer paso fue concertarse para componer a dúo una novela que se titulara “Las dos víctimas”: eran dos niñas apasionadas de dos poetas, de cuyos dos poetas uno resultó ordenado de Evangelio, y el otro mató al padre de la víctima, porque lo quiso meter a San Hipólito. 

Las dos víctimas huyeron a la exposición de París después de tomar su respectivo bebedizo y fingirse muertas, como Julieta la de Shakespeare. 

El éxito fue brillante; atinó a ver la “composición” un joven pasante, de los que prometen mucho y debe venir de diputado en la última hornada, y dijo que aquello era verdaderamente prodigioso, deslizando el juicio crítico un amigo en la gacetilla de su periódico. 

Adela, con tales antecedentes, no concluyó gramática a derechas: dio de mano a las cátedras de mi querido doctor Peredo; se hizo de varios librillos escogidos al acaso, y cátela usted autora, y con álbum, lo que no es poco decir, ni deja de dar cierta respetabilidad por lo que toca al talento. 

La correspondencia con poetas, con librepensadores, novelistas y demás gente de pluma, fue muy tirada, y halló al fin modo con sus padres, absortos de tener en casa, y como quien dice, una Santa Teresa o una George Sand, o una doctora de ésas, a su hija de su corazón, halló modo de tener su maestro de poesía, joven entusiasta que lee muy bonito y se sabe toda la prosodia. Por supuesto sin dos camisas. 

A Adela fue necesario dejarle sus inclinaciones, y que todo le hiciera, porque el genio es genio, y Dios no hizo a los seres privilegiados para que remienden y cuiden del puchero. 

Por lo demás, la casa toda se resintió del influjo de la falange civilizadora que se había entrado por las puertas de la casa. 

Además de quitarse de la sala los santos y los cuadros de la Escritura, sustituyéndolos con episodios de Goethe y Margarita, como aquellos literatos que todo sabían, el uno había explicado en disertación luminosísima los grados de digestión del huevo, según lo más o menos cocido del gluten o la clara, por la condensación de la parte azufrosa; otro había dado reglas para el tueste y la concentración del café, y un filósofo dispéptico e hipocondriaco tomó a su cargo a Apolonia, víctima de los agrios y desvanecimientos, y la atestó de elíxires de coca, de agua de Cuasia, sub-bismutos y toda la falange de medicinas de patente, al punto de no leer de los periódicos más que los avisos de las droguerías. 

¿Qué más? Hasta en el lenguaje hubo sus innovaciones; Adela tenía cuidado de que no pasase ningún desacato contra el idioma. 

Decía don Pantaleón: 

—Pabilo. 

Pero Adela replicaba: 

—Pábilo... es esdrújulo... no diga usted así. 

Pronunciaba la criada chilacayote, Adela exclamaba: 

—Vean ustedes lo renuente de la gente ordinaria. Cidracayote se dice, que no me dejará mentir el diccionario. 

Y como era natural, en todas las cosas de talento se recurría a Adela, y era decisivo su voto. 

—¿Cómo pondremos la mesa, ahora que vienen visitas? 

Adela aleccionaba a don Pantaleón sobre la colocación de los asientos, las entrées, o sea el modo de servirse los manjares, y recomendaba al criado el manejo del cepillo antes de servirse los postres. 

En las cartas a las personas de respeto, en el envío de obsequios con recados escritos, en la recepción de personas de importancia, Adela gobernaba, siendo muy notable que a una voz don Pantaleón y doña Apolonia dijeran a sus amigos, señalando a su hija: “¡Oh!, ella tiene mucho de aquí (con la mano en la frente), mucho, nada se le escapa, y en ella hemos descargado el peso de la casa”. ¡Bonito engorro en realidad se habían echado los viejos con aquella madame Staël: favorecía y despedía criados, vestía de fantasía a don Pantaleón, no dejaba movimiento a doña Apolonia, a quien, acuartelaba en un corsé tirante, ponía unos bucles exagerados y la obligaba a llevar guantes a la calle y a las visitas, lo que la dejaba sin movimiento. 

Adela, entretanto, soltaba cada oda que le remendaba su maestro de poesía, que daba miedo, y cuando sus padres la vieron en la tribuna, la oyeron y la vieron descender entre altos personajes, en medio de los universales aplausos, lloraban de contento, y cien pesos completitos emplearon en ella a otro día, que la llevaron a darle su gala en La Sorpresa. 

Como decíamos, el dominio de Adela fue completo, y ella determinó que las otras niñas aprendieran música, porque ella no estaba organizada para ello. 

Tocó a Carolina la supremacía en la música, y así se lo habían asegurado personas que de niña la oyeron cantar, muy entonada y con mucho despejo, habiendo quien hubiese profetizado que sería una verdadera notabilidad. 

Buscose un maestro de toda recomendación, carilargo y elegante, dulce, pero reservado y frío, para dar garantías a los padres de familia. 

Apenas compraron el método de Gomís y la cartilla, cuando se bebía las escalas Carolina, y no sólo, sino que quería sacar con un dedo las Ondas del Danubio y la polka de Planas, lo que hacía bramar al maestro, quien le tenía prohibido de todo punto que se metiese en aquellas honduras. 

Los inteligentes amigos del maestro llamaban prodigio a la joven Carolina, y no faltaron sus apariciones en la mesa y en los convites íntimos de barítonos, bajos, tenores y sopranos, que según la señora de la casa, poco entendida en arpegios, dosillos y tresillos, devoraban según su apetencia de comer, acreditando aquello de: barriga de músico. 

El favor del maestro con estos adelantos, con poner dúos, y tercetos, con ensayar arias y romanzas, era más creciente; de suerte que le costaba trabajo reprimirse y no dar una guantada a la recamarera, cuando decía: “Ahí está el músico” o cuando le saludaba el portero con su “adiós, maestro”, como si se tratara del maestro aguador y no de todo un artista. 

La fama de Carolina no podía quedar encerrada en las cuatro paredes de la casa, hubo sus reuniones de discípulas en casa del maestro, sobresalió y fue agasajada la niña, a quien se la volvió enfermiza a fuerza de abrigos, de pócimas, ponches, esponjas con agua caliente en la garganta, y pastillas de pino marítimo. 

Yo tenía entendido, pecador de mí, que eso de aprender la música tal y como lo hacía Adela, era como aprender a leer con los dedos, a interpretar y coordinar los signos hasta tener sentido perfecto, y que tocar a primera vista equivalía a leer de corrido. Esto es, a decir fielmente lo escrito en el papel, y no obstante mi rudeza, creía también que entre tal mecanismo y componer un libro, había grandísima distancia... pues no señores, con Adela me convencí de lo contrario, porque a la hora menos pensada ya estaba en “composición”, lo que me persuadió que soy un bruto en el arte divino. 

De todos modos, se viene en conocimiento el importante papel que desempeñaba Carolina en su hogar. Respecto de Ruperta, era forzoso confesar que Dios no la llamaba por el camino literario, pero ni por la música, pero ni por el brasero, pero ni por la costura; no la llamaba por ninguna parte, y emprendía todo: cajitas para curiosidades, y trabajar la cera, saliéndole unas peras como cubetas y unas flores que cualquiera decía que eran arañas; pintura oriental y figuritas de camelote, bordado de cartulina y palomitas de pasta. 

Era distraidísima Ruperta, siempre hallaba un botín y su compañero estaba en huelga, se extraía su trenza postiza de debajo de un sillón, y sus guantes, que se lloraban perdidos, se encontraban después de mucho tiempo llenos de polvo dentro de un jarrón de alabastro. 

En la calle solían advertirle sus hermanas que un desgarrón en el vestido la iba poniendo en ridículo y tenía que entrarse en un zaguán a reparar con alfileres la brecha abierta por el descuido. 

Y si un curioso penetraba en el cajón en que guardaba sus cosas... aquél era un contento, libros con hojas despedazadas, ligas y calcomanías, botones y pomadas, el rosario y el abreguantes, la creosota para las muelas y las fichas de un dominó en dispersión, cabellitos de los hermanos y terrones de azúcar, por supuesto, fotografías a granel. 

Y vean ustedes ¡qué dolor! Ruperta era de un carácter dulcísimo, se sacrificaba por sus hermanas a quienes confesaba su superioridad, amaba con delirio a sus padres, y era desprendida, servicial y dadivosa como no hay palabras para explicarlo. 

Tan pronto reía como una locuela por algún chiste o por alguna travesura, como lloraba por una relación sentimental o ardía en ira porque se le hacía mal a un niño o se ofendía a un anciano. 

Naturaleza franca, alma pura, propensión al bien, pero con los tornillos flojos, buque sin lastre, niña consentida. 

En la próxima charla daremos idea de las amigas de las niñas, objeto especial a que quise dedicar mi “San Lunes”... Pero sobró letra y faltó música. 



 

(Este y otros libros se encuentran en la Biblioteca de México. Colección de títulos en formato ePub de las obras escritas a lo largo de los siglos en México y sobre México, los libros que, desde las perspectivas de la literatura, la historia, las humanidades y el pensamiento, indagan la identidad, la cultura, los modos de ser, los valores y el acontecer de la sociedad mexicana en distintas épocas.)




 

***
Guillermo Prieto. (CDMX, 1818 – 1897) Escritor, periodista y político liberal mexicano que se destacó en distintas ocasiones como diputado federal, ministro de Relaciones Exteriores y de Hacienda. Como escritor utilizó los seudónimos de Don Benedeno y Fidel. Exploró diversos géneros literarios, como la novela, el cuento, la crónica y el ensayo.

[Ir a la portada de Tachas 599]