Narrativa

Tachas 601 • La rebelión de los negros • Javier Raya

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Javier Raya

 

Ya no sabía cuál, de entre la multitud de escritores que lo conformaban, era el verdadero redactor de La rebelión de los negros. No sabía si se trataba de Sergio Ventura, el detective, o de Kosterlinszky, el judío ruso emigrado a la Argentina en el mismo barco que Gombrowicz, al inicio de la Segunda Gran Guerra. Incluso pensaba que era él mismo a ratos, Rafael Zamudio, en su pequeña ratonera sin ventanas, un colchón (de segunda mano) en el suelo, las sábanas hechas nudo, el escritorio en la esquina y un disco duro portátil donde cabía una inmensa biblioteca de libros electrónicos en diversos formatos (Zamudio prefería descargar libros que andar de mudanza en mudanza con toneladas de papel a cuestas: no le parecía mejor, sólo más práctico), además de la discografía en shuffle de John Zorn que sonaba siempre de fondo como el soundtrack de su vida: él, sólo él, jugando a comenzar otra novela —o la misma novela desde una nueva voz, desde la voz de un desconocido— que bien podía ser La rebelión de los negros, unas cuartillas de nada: un buen libro, un libro que a él y a sus amigos les hubiera gustado leer y comentar; un libro que contara las aventuras de un grupo de redactores medio muertos de hambre a principios del siglo, un libro duro, como un clavo de concreto incrustado hasta el tope en el cráneo de la civilización. 

Se sentía valiente en tardes como ésta, con el rumor de los autos lejanos y de la lluvia entrando por la minúscula ventana del baño, una abertura donde asomaba un pedazo de cielo manchado del color de las buganvilias secas y las tuberías. Era perfectamente posible comenzar la novela una vez más: imitar el gesto del gran Macedonio Fernández y negar toda la tradición precedente. ¿Pero quién de ellos lo negaba? Tiraba la colilla del cigarro al inodoro y sentía que la novela se iba también con esa brasa y esos papeles embarrados de su marca humana: papel y fuego y podredumbre. Esa era su vida desde que llegó a esta puerca ciudad. Luego caía la noche y se asomaba irremediablemente a las carpetas electrónicas con el trabajo pendiente: alquilaba su magro talento igual que todos  los demás para “producir contenido”, firmar con nombre ajeno columnas propias, pegar frases gastadas, argumentos predecibles, fragmentos de un discurso antiguo en un orden diferente para simular la prestigiosa irrupción de lo nuevo. Bajaba por la escalera casi vertical del edificio ruinoso y escuchaba follar a la pareja que vivía en el piso de abajo mientras ponía la cafetera de hierro macizo sobre el fuego. Sentado en el comedor, escuchando caer sobre las láminas herrumbrosas del patio las percusiones sincopadas de la lluvia, fumaba un par de cigarrillos más e imaginaba cómo meter en la novela esas embestidas brutales que sus compañeros de casa practicaban apenas unos metros detrás de él, detrás de la pared, pero como en otro mundo. Planeaba la escena con todo detalle sin escribir una palabra. Entonces la cafetera emitía su única y gradual nota cada vez con más fuerza, y regresaba con su taza y su cenicero vacío y sus 120 kilos de novelas por terminar hasta la habitación. 

Cuando tenía plata extra compraba algo de marihuana, pero sentía cada vez con mayor convicción que estar pacheco se parecía a ser escritor sin serlo: tienes el gozo de la imaginación, pero nada de sus resultados. La novela moderna se trataba del proceso más que de los resultados, eso lo sabía bien, pero igual fantaseaba con poderla publicar algún día. Esa, la nueva novela moderna. La que marcaba una nueva forma de leer las tradiciones que la precedieron y la hicieron posible. Drogarse era divertido, claro, pero también una pérdida de tiempo. Aunque le gustaba recibir visitas de Raya o de Sebas, charlar a veces era tan predecible como revisar las redes sociales o leer el periódico: pero a veces no, y ésa era la maravilla de tener amigos y de escribir con ellos, sobre ellos. Sentía que eso, que “escribir con ellos” era algo literal, como si pudiera sintetizarlos y crear una nueva droga a partir de los componentes individuales de todos ellos. A lo mejor Raya era un precursor, Khonde era un alcaloide y Sebas un reactivo. ¿Y qué era él? Por lo pronto, un Negro a sueldo que tomaba café y había tenido la puntada de nombrar a un tumor maligno que crecía en su cabeza La rebelión de los negros. 

Ese libro imposible había comenzado a manchar cualquier papel que le caía entre manos: todo lo volvía mapa, blueprint, rastro de sí mismo, y Kosterlinszky o Ventura o él mismo le seguían la pista como un cazador al animal herido. Pero a su paso también dejaba hermosas promesas: la posibilidad de entender, así, a secas, algo sobre la naturaleza de lo literario, de vivir su proceso al sobreactuar el libro, al imaginarse viviendo en su interior, o en transformar en libro (no en literatura) la vida misma. Y de la emoción desaforada llegaba también la incertidumbre sobre si existía vida fuera de la escritura, incluso fuera de la escritura de ese libro que había conquistado y seducido a todos los que se cruzaban en su camino. Aunque no lo contaba, sabía que sus propias novelas eran borradores creciendo a la sombra de La rebelión…, y que la acumulación de archivos no hacía sino postergar “el verdadero comienzo” de la novela, como si el polvo sobre los objetos no fuera polvo sino un precursor del polvo, del verdadero polvo que iba a terminar sepultándolos a todos. Pero por ahora esa y todas sus novelas se dejaban leer como un catálogo de abortos.

Cada noche se soñaba caminando por las calles del centro, paseando por el callejón de los libros que lo esperaban ahí, ordenados en planchas horizontales según sus tamaños, colores y precios, como pescados. Se veía tomar alguno y dejarlo en su lugar, devolviéndolo al mar del mercado.Ningún tendero se acercaba a ayudarle. Entonces se daba cuenta de que soñaba y le preguntaba a todos por La rebelión de los negros, y la respuesta siempre era distinta y esquiva. Se prometía intentarlo al despertar, pero se le olvidaba al visitar las librerías reales de la vigilia, que igual tienen algo de imaginarias como cualquier librería. ¿Qué hubiera podido preguntar? Fuera de la travesura, no le veía sentido. ¿Y qué si alguno dijera que sí, como los libreros de sus sueños: que no sólo había oído hablar de La rebelión de los negros, sino que incluso lo hubiera leído? ¿Que recordaba los colores de la portada, el nombre de la editorial? ¿Que trataba de tal y tal cosa, que es lectura prescindible pero entretenida, que había hablado alguna vez con alguien a quien ese libro le había salvado la vida? ¿Que incluso puede que tuviera un ejemplar arrumbado por ahí, que no sabe dónde, que vuelva mañana, que vuelva en dos semanas, que deje un anticipo, que le pregunte al tipo del sombrero raro de más allá, su nombre es Edgar Khonde, el que consigue siempre los libros más raros? Dormido o despierto, en el sueño perenne del Samsara, escuchaba en el fondo de sí la voz de Kosterlinszky o de Ventura diciéndole que era demasiado literario entregar sus poderes a un dogma de nada, a una religión de nada, a un trabajo de nada que consistía en oficiar un libro que no existía, leyéndolo en voz alta a un auditorio de ausentes. Sin embargo, más de una vez creyó en su propia existencia cuando, apresurado por cumplir un trabajo o simplemente vagando por la calle, se sentaba en un parque a garabatear una escena de La rebelión…: un episodio bien trazado, un nuevo personaje descrito con los brochazos toscos que tienen las notas de viaje, pero también con la precisión del verdadero artesano del carácter: 

sabe si una cerradura está abierta o cerrada con sólo mirarla

cortó durante varias pacientes noches las espadas de las 

estatuas de Reforma

una mujer que ya no existe pero que no lo sabe

una mujer que ya no aturde a R. con su inteligencia demoniaca

una mujer que cocina arroz frito como los chinos de Ensenada

una mujer que se creyó la reencarnación de Fata Morgana y 

Patti Smith (aunque Patti Smith no haya muerto. ps: Patti Smith 

nunca muere)

la novela no avanza porque no hay novela —hay 

percepción atropellada y fantasmas de imágenes —hay mundos 

atropellándose como trenes supersónicos que impactan contra la 

misma pared invisible e indestructible—

la novela que leería Godot habría que escribirla en un 

submarino

la novela que quiero escribir se lee en una vieja estación de 

trenes con rumbo a Kamchatka —todo lo que hay a la vista 

es Godot y dragones— hay lo irreparable de querer regresar a 

un sueño ajeno —de robar un sueño desde adentro, como el 

durmiente desarmando las tramoyas de la percepción

lo que no tiene forma no puede morir

una obsesión es una forma de vida

mi arte es el arte de la obsesión —y no cambiaría mi arte 

ni por todas las novelas del mundo— 

 

 

 

dgi

 El coxis es el miembro fantasma de los dinosaurios 

 la rebelión de los negros es también llamable la rebelión de los 

fantasmas porque quieren corporizarse 

a través de la escritura, la escritura escribiéndose sola

11:12 PM 

raya 

jum 

sí, sí 

11:15 PM 

dgi

que quiere salirse del libro

11:15 PM

raya

la escritura emancipándose del sujeto

11:16 PM

dgi

o el sujeto emancipado 

“desempollado” del libro

11:18 PM

raya

imagínate, dos que se conocen “en” el libro, 

y se escriben, se transmutan ahí, 

11:18 PM

dgi

se escriben a la vez que escriben algo 

más, la historia donde puedan habitar, 

pero una historia que sea la vida

11:18 PM

raya

la escritura como rebelión del libro 

como un ir hacia la vida es como lo que te decía 

del hecho de leer yo lo de Dante como si Francesca 

y Paolo se estuvieran leyendo en el libro 

11:19 PM

 dgi

con Raya/Diana en el libro que te decía, 

Francesca/Paolo /Lanzarote y la morra, no 

recuerdo quién era... todas esas paralelas 

usarlas como simulaciones de simulaciones

11:21 PM

raya

Guiniver. Personajes que quieren salir del libro 

11:21 PM

dgi

y que haya como glitches, glitches-kisses. 

Los escritores como el error del libro

11:21 PM

 

 

 





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Javier Raya (CDMX. 1985). Poeta, traductor y tallerista mexicano. Hizo estudios de Letras Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México unam. Fue miembro del consejo editorial en Proyecto Literal y miembro del equipo de redacción de Pijama Surf. Impartió talleres de escritura. Parte de su trabajo ha sido traducido al inglés, portugués, árabe y a la variante dialectal spanglish. Ha publicado en Tierra AdentroEl Jolgorio, Trifulca, Periódico de Poesía y Yagular, entre otros medios impresos y electrónicos. Mantuvo el blog cuadernoderaya.blogspot.com que cuenta con un repositorio gratuito de todos sus trabajos.







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