Narrativa

Tachas 617 • Vampiros reflejados en un espejo convexo • Severo Sarduy

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Severo Sarduy

 

Tres golpes secos, madera contra madera: la nieve es tanta que los árboles se quiebran, caen sobre los troncos que ya flanquean el camino. Las sombras de un azul exagerado, cobalto, malva, manchan esa nieve fresca, vibran con el vuelo de un pájaro entre las ramas o con el paso de un auto. Paisajes, como todos los que laboriosamente compone la naturaleza, que reproducen, escenificados al ex ceso y no desprovistos de facilidades cromáticas, los del impresionismo francés. 

Los cuadros del Jeu de Paume, que repasaba el diario con minuciosa curiosidad, se convirtieron en maquetas para armar: los mismos ríos, nubes, catedrales y molinos, diversamente combinados, componían para él esa realidad reciente, o ese vasto museo apenas remozado, que era Europa. 

La prodigalidad de su padre, o ese resabio persistente en la burguesía sudamericana que estipula que un hijo no alcance el estado de adulto y normal, sino después de un breve paso por la Sorbona, lo habían arrojado, en una mañana de invierno, después de recorrer un boulevard gris, entre dos hileras de árboles secos resueltos con líneas negras, a un hotel para estudiantes más bien acomodados del Barrio Latino. 

Llegar a un país es anularlo en el mundo de los tópicos, liquidar el arsenal de estereotipos que hemos acumulado sobre él. Lo contrario ocurrió con Francia, que su padre, ahora sabía por qué, nunca nombraba sin su atributo: la dulce Francia. 

Dulzona incluso, llegó a pensar, como si ese nicaragüense adicto al exotismo y a los biombos que fue Darío, creyendo describirlo, hubiera inventado ese país de reflejos, sedas espejeantes, buenas maneras, marquesas y arzobispos. Todo era como un vaso de Gallé en el que se desmayaba una flor. Los jardines estaban tan dibujados, eran tan nítidos que no se movía un pelo; no había lugar para el viento. En la universidad, la crítica de un texto consistía en un desmenuzamiento jesuita de una tal agudeza que se convertía en una disección encarnizada; no quedaba lugar para la vida. 

Como todos los estudiantes de su generación, había llegado a París intrigado por la novedad del estructuralismo incipiente, deseoso de recorrer los decorados reales de Rayuela, y de conocer ese amor libre a que los substraía la mojigatería ancestral de su país y que asociaba con los cuentos de Maupassant, los bailongos de Bougival, los órganos desgañitados y los remeros borrachos, y hasta con un olor dulzón y mañanero de encerado en el piso y de crois-sants bien chauds. 

Como los otros, después de agotar los vetustos corredores universitarios — oficinas desvencijadas, ocambos biliosos que se atragantaban con salchichas y col hervida en medio de pirámides de papel, junto a los urinarios—, y sólo por ceder a la facilidad administrativa, se vio enfrascado en la investigación más inverosímil y halógena a sus intereses que podía imaginar. Si otros habían naufragado en arduas pesquisas filatélicas, o en los andamiajes capilares del retrato Flavio, a él los demiurgos cáusticos de la Sorbona le habían atribuido el "análisis de los cuentos de vampiros", lo que aceptó resignado y aún, realzó con el subtítulo "y otras leyendas transilvanas", arriesgando criterios geográficos que barajaba por primera vez. 

El traje hace al monje: unas semanas más tarde, en las frugales sobremesas universitarias, o a la salida de los cursos, entre dos cervezas semiológicas, discutía sobre la pertinencia de aplicar las siete esferas de acción de Propp a su corpus narrativo, si se tenía en cuenta que era un intelectual sudamericano el que analizaba y en un cierto contexto, y se preguntaba si sería útil limitarse a un funcionamiento puramente estructural, soslayando la valorización marxista de ese intercambio — asimilable como tal a todas las leyes del intercambio— que era el vampirismo. 

—¿Contra qué se cambia la sangre? —lanzaba a los comensales, como un desafío. —¿Qué plusvalía representa? ¿Por qué surge, esa perversión o esa manía, en los Cárpatos, y no en otro lugar? — y citaba, con un mohín irónico, los dos o tres nombres de ciudades menores que ya conocía en Francia. ¿Por qué la relación vampírica es casi siempre homosexual? ¿La sangre, no será una metáfora, una simple metáfora de algo? Observemos —y alzaba el índice— que son siempre nobles decadentes y anémicos los que succionan la yugular de robustos campesinos, que su condición obliga a la docilidad. 

Pasaba los días junto al halo amarillo de las estudiosas lámparas, en una biblioteca atestada y estrecha cuyas ventanas de hierro y vidrio golpeaba la lluvia constante; la noche insomne barajando hipótesis y variantes sanguinolentas que explicaran de algún modo el hurto de sangre y dieran una interpretación coherente de esa enfermiza succión. 

Si algún receso se otorgaba, era para reincidir en sus pesquisas, aunque redimidas hasta lo risible por el despilfarro paródico de hemoglobina, en las películas de colores desvaídos y colmillos chorreando sangre verde, que amenizaban las abordables tandas de medianoche. 

Compulsaba con fruición, casi con demencia, códigos ilegibles, crónicas legales, anales de parroquia y minutas de procesos, con tal de que elucidaran —aún si apelaban a tortuosas posesiones demoníacas o si, cediendo a la facilidad, clausuraban el relato con la eficacia milagrosa de un diente de ajo— algún desangramiento aldeano, la reincidencia de una anemia enigmática, o un cuello amoratado descubierto por la brusca ruptura de un encaje. 

Llegó, hay que reconocerlo, a esa ciudad prematura y benigna que endulza al exceso los modales de los grandes especialistas en materias menores, de los iluminados y los solitarios; como ellos aspiró a la concepción de una teoría única, a la solución concisa, como una fórmula que apresara en tres letras todo el devenir del universo, de un enigma milenario, a la clave de la más particular de las relaciones humanas. 

En una manía hermenéutica, no vacilaba en recurrir a los argumentos más alambicados, arcaicos y falaces —explicaciones alquímicas y hasta zodiacales—; cedió también al espejismo de las máquinas electrónicas, cuyas teclas hundía con avidez, casi con saña. 

Superpuso, en una pantalla para tratamiento informático de textos, los dibujos atribuidos en sus confesiones —obtenidas bajo tortura— a varios vampiros: obtuvo así, o al menos rozó de cerca, el secreto absoluto de la sangre transvasada. 

—El líquido que se trasiega —afirmó esa tarde en la pausa de sobremesa— no es más que un simulacro, una diversión, incluso: algo que distrae a la víctima del verdadero robo, de la verdadera extorsión, de eso que se encuentra ailleurs, en otro lugar y a veces en otro tiempo, y que el desangrado apenas sospecha. 

Durmió mal. Se levantó temprano, seguro de que ese día algo importante iba a ocurrirle, aunque —soy intuitivo, se dijo; no adivino— no sabía qué sentido tenía el obscuro evento, ni si era positivo o negativo. 

Fasto o nefasto —modificó su vocabulario, una vez instalado en la biblioteca y en función del lenguaje predictivo en que lo sumergían esas actas que, en pleno Siglo de las Luces, eran como heraldos nocturnos, portadores de convulsiones de posesos y de testimonios apócrifos, desde el fondo de la Edad Media. 

La mañana transcurrió apacible. La misma lluvia. El receso para el café. 

Nada. Nada. O sí. Algo, de tan banal, extraño. Al buscar en el fichero, que ya manejaba como un virtuoso, la tarjeta de un compendio rarísimo, casi secreto, y que quizás nadie había exhumado hasta su llegada — Iconographie des êtres chimétiques et autres oupires, imprimée para le pére dom Augustin Calmet, abibé de Sénone, et raisonnée par F.HC. Wahl—, constató que ya alguien había pedido la obra. Enseguida pensó en un error, pero las tarjetas perforadas estaban en un riguroso orden alfabético. Olvidó esas quimeras succionadoras y húngaras, y también, por cierto, la peregrina intuición matinal. 

El día transcurrió sin que descampara. Luego, celuloides amarillentos, en la Cinemateca. Noche sin noche. 

La ausencia de la misma tarjeta, al día siguiente, lo sobresaltó. Alguien indagaba, alguien hurgaba en su mismo registro, en su coto vedado. Preguntó al agrio y socarrón vigilante de la sala —le había negado, por unos instantes, un bolígrafo, arguyendo que era "para su uso personal" — de quién se trataba, sin darse cuenta de que ofrecía así al viejo avinado la oportunidad, que ansiaba ostensiblemente, de negar algo y mostrarse altivo y grosero sin cortapisas. 

—Ce n'est pas mon boulot! —le respondió sin mirarlo, frunciendo las cejas como si no entendiera nada de su torpe francés. Y siguió, con unas tijeras desmesuradas para ese empleo, recortando unos artículos de prensa. 

Tuvo que apostarse delante del fichero, parado y disimulando con los más disímiles pretextos, para tratar de identificar —a partir de qué criterio, de qué rasgo revelador y secreto— al otro adepto al mundo de los desenterrados sedientos. 

Interrogó a varios de los lectores matutinos: sólo obtuvo respuestas displicentes, o en ese tono a la vez superior y benévolo de quien se dirige a un lunático ligero, a un perturbado o a un orate. Ya convencido de su excelencia en el difícil arte de coleccionar frustraciones, había decidido abandonar la encuesta: el otro también lo buscaba. Se reconocieron como dos animales de la misma jauría que humean una misma pista sanguinolenta. 

Una tosca semiología vestimentaria revelaba el personaje: pantalón de mezclilla muy usado y zapatos tenis, como para dar un toque informal y joven al blazer azul y seguramente firmado por un gran modisto que, con botones dorados cubría una camisa azul claro, con el cuello blanco que remataba, en un vivo, el mismo azul blazer. Corbata inglesa, de rayas. 

Ese mismo día fueron amigos; al siguiente, amigos íntimos; poco después, cómplices. Ese fin de semana —no se había vuelto a separar después del encuentro— decidieron instalar juntos, en el exiguo estudio del sudamericano, el primero gabinete mundial de vampirología. Ya no tenían que pasar enteros los días húmedos del otoño en la biblioteca obscura y cucarachienta: el nuevo goloso de yugulares disponía de todo un arsenal de fotocopia, micro—filmes y otro gadgets miniaturizados que, una vez articulados a las actuales máquinas de tratamiento de textos, permitían saberlo todo y enseguida: hasta cuántas veces aparecía una palabra dada en un requisitorio, o cuántas veces la empleaba un endemoniado en su defensa. 

La panoplia electrónica permitiría, por otra parte, aligerar la documentación exhaustiva, casi maniática, acumulada a fuerza de testarudez por el sudamericano, trabajo de hormiga que ya constaba —o así lo supuso el recién llegado— entre los más importantes del mundo en esa perversa especialidad. 

Había visitado las parroquias y agotado las actas firmadas con sangre seca en los tribunales de la inquisición local: ni siquiera en Hungría —en que esos estudios, hay que reconocerlo, se asimilaban más bien a pasatiempos de ociosos o de jubilados corrompidos por el cine capitalista y su perversión— se disponía hoy de un desorden tan bien ordenado, de un papeleo tal. 

Su pereza para todo lo administrativo, su dejadez, o las amaneradas compaginaciones a que acude la vida, le habían proporcionado, en la lluviosa soledad del exilio, una compañía, un amigo francés, el afecto diario del café mañanero, casi una familia. Pero también —cada día aumentaba la posesividad, primero solapada, luego exigente y mordaz de su partemaire— esa penosa sensación, similar con frecuencia a la de familiaridad, de ser observado constantemente, objeto de petición afectiva o de capricho, de un deseo ambiguo. Sí, había encontrado la palabra: vampirizado. 

Su vida, antes repetitiva y estudiosa hasta el tedio, se había convertido en la presa constante de una inquisición: el otro lo observaba sin cesar, requería su presencia, indagaba hasta sus sueños y el menor de sus recuerdos, lo alejaba del medio de sus amigos como si quisiera incautar su memoria o su idioma. 

Recurría a todos los ardides para quedarse a dormir. 

Decidió entonces, al arisco sudamericano, abandonarlo todo y regresar en secreto a su país natal. Pero antes quiso, como decían los franceses, tener el "corazón neto" saber de una vez por todas qué se quería de él, de qué solicitud o de qué deseo era objeto. Decidió ceder a todo, entregarse sin la menor reticencia con tal de saber. 

—De saber —repitió las dos palabras y se miró en el espejo. Se reflejaba perfectamente. No había dudas: el vampiro no era él. 

Aceptó las invitaciones, los reiterados obsequios del día. No faltó la farsa consabida: un bifteck tártaro, sangrante y crudo, en las Closerie des Lilas; exceso de vino. 

Luego, una ronda de ajenjo, que ya nadie bebía y había que buscar por toda la ciudad, cantina por cantina, un gusto amargo de yerbabuena, pero que —añadió el francés— "brillaba en la noche como una esmeralda y evocaba, en el claroscuro de un cafetucho y en el de la paleta de FantinLanour, la imagen de Rimbaud y de Verlaine". 

Después de esta referencia, que la compulsión de alcohol y sus repeticiones hilarantes o lacrimosas, hizo vulgar de franqueza, lo que iba a seguir —se dijo— era previsible. Al menos en sus grandes líneas —era intuitivo; no adivino. 

Cedió a todo, como se lo había prometido. Sin placer. Casi con asco. 

Constató enseguida cómo se habían atenuado sus rasgos sudamericanos. Cuando se dio cuenta de todo debió de abofetearlo. Pensó en su padre. En las manos tendinosas de su padre. Lo atribuyó todo a una borrachera. Juró no reincidir. 

Estaba solo. El otro, seguramente, lo había abandonado en medio de la noche etílica que ahora rebasaba apenas como quien sale de una marea aceitosa y densa. 

—Era pues eso— se dijo, de nuevo ante el espejo, revisándose el cuello para ver si había alguna marca, comprobando que estaba intacto—. Era eso lo que tanto aguzaba su sed, esa metáfora evidente y blanca de la sangre. 

Hundió al cabeza en el lavabo, lleno de agua fresca. 

El "vampiro" no volvió ese día. Ni al día siguiente. Ni al otro. Nadie respondía en su casa, nadie lo había vuelto a ver en los sitios habituales que ahora la víctima recorría según caía la noche, como un sonámbulo, buscándolo en los espejos; no sabía si para humillarlo con sus reproches o para saldarlo todo con un distraído: "son cosas de borrachos; ya pasó". 

Transcurrió un tiempo que en el burdo cómputo de los almanaques y los relojes podía medirse en unas semanas, pero que para él resultó una planicie pedregosa, sin puntos de referencia —aunque había llegado el invierno la lluvia era la misma de las otras estaciones—, sin límites. 

Decidió volver a la hosca biblioteca, al Jeu de Paume; recomenzarlo todo. 

Cuando entró, temprano en la mañana, reanudando con su costumbre de ser el primer lector y sorprender los libros en los estantes aún rodeados por la gravitación nocturna, se dio cuenta de inmediato de que el agrio conserje, las pupilas ya enturbiadas por el café con Calvados, lo estaba esperando. 

—Finalmente, ¡un muerto que vuelve! —y se le acercó titubeando. 

Blandía en la mano, como un puñal, un volumen grueso, brillante, aún no contaminado por el polvo de la acumulación y el olvido. 

—De seguro va a interesarle —añadió. 

Y contuvo apenas una tos nerviosa. 

Solo recuerda, antes del apagón final, dos imágenes: el nombre del otro en la tapa, sobre el título Una lectura estructural del vampirismo, y la ordenada disposición, sin más arreglo que el tipográfico, de todas sus fichas, notas, textos aclaratorios y documentos inéditos, de todo lo que pacientemente había acumulado por años. 

"El líquido que se trasiega —se escuchó a sí mismo, como en una cámara de econo es más que un simulacro, una diversión, incluso: algo que distrae a la víctima del verdadero robo, de la verdadera extorsión, de eso que se encuentra ailleurs, en otro lugar y a veces en otro tiempo, y que el desangrado apenas sospecha". 

Caía un telón blanco sobre la escena excesivamente arreglada, sobre esa maqueta para armar en la cual, lo debió de haber comprendido desde el principio, no había lugar para un castillo draculesco, con almenas vigilantes y vírgenes desangradas yaciendo en los sótanos que se prolongan bajo la aldea trazando un laberinto entre los pozos góticos. 

Mira bien el mantel del Dejeuner sur l'herbe —se dijo—: no hay dientes de ajo. 

 

 

Aparece en el volumen Historias de vampiros, edición de Obelisco, colección Fantástica de 1986. Vampiros reflejados en un espejo convexo, del autor cubano Severo Sarduy. Sarduy aborda la temática del vampiro desde una perspectiva más moderna. Era un seguidor de las teorías estructuralistas francesas del Tel-Quel y por lo tanto su intención está en desconstruir el mito del vampiro. 




 

 

 

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Severo Sarduy (Camagüey, 1937 - París, 1993). Escritor cubano, uno de los más brillantes narradores cubanos contemporáneos, autor de una narrativa caracterizada por su audacia experimental y por su gusto neobarroco.

Severo Sarduy cursó estudios de medicina, arte y literatura en Cuba. En 1956 se trasladó a La Habana, donde colaboró con la revista Ciclón. Tras el triunfo de la Revolución liderada por el Che Guevara y Fidel Castro, Sarduy escribió en el Diario libre, del que fue director de la página literaria, y en Lunes de la Revolución como crítico literario y de arte. En 1960, gracias a una beca del gobierno cubano, se trasladó a París, donde estudió historia del arte en la École du Louvre. En París se vinculó al grupo de escritores estructuralistas, colaboró en la revista Tel Quel y trabajó para Editions du Sueil y como guionista de la radiotelevisión francesa; nunca regresó a Cuba.

 

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