Tachas 619 • El Caso De Las Coronas De Monjas Del Ex Convento De La Encarnación • Judith Katia Perdigón Castañeda
Judith Katia Perdigón Castañeda
El edificio donde actualmente se encuentra la sede de la Secretaria de Educación Publica (SEP) -antes Convento de la Encarnación-, sufrió graves alteraciones estructurales, por lo que se llevaron a cabo labores de restauración y adecuación en el inmueble; entre ellas la recimentación de la Biblioteca -área donde originalmente se encontraba la iglesia del convento-, por lo que en junio de 1989 la Dirección de Salvamento Arqueológico interviene con un proyecto de investigación.
De las exploraciones, específicamente en el coro bajo, a una profundidad de hasta cuatro metros del nivel del piso original, -bajo el banco de nivel general-, se encontraron restos óseos humanos agrupados de manera irregular, en lo que podrían llamarse entierros secundarios, sin ser precisamente un osario.
Bajo este estrato se detectaron entierros primarios directos, cuyos individuos presentan posición decúbito dorsal extendido -boca arriba- con los brazos cruzados, colocados de oriente a poniente, es decir orientados ritualmente de pies hacia el altar; se encontraban cubiertos con cal, rodeados por restos de madera, y asociados con diversos objetos, tales como: coronas, ramos, anillos, fragmentos de rosarios, restos de escudos, etc.; todos ellos hechos en metal, básicamente plata y cobre. (Salas: comunicación personal. 1992). Estos elementos fueron recuperados, limpiados y almacenados por el equipo de arqueología, mientras que otros, por su estado de deterioro o importancia tecnológica, requirieron trabajos de conservación especializada. Es decir, que no bastaba con la intervención de los restauradores empíricos que se emplean comúnmente para trabajos arqueológicos, quienes generalmente desconocen los tratamientos específicos implicados en el hallazgo de metales, entre otros materiales.
Para estos objetos es evidente la necesidad de realizar las investigaciones históricas, estéticas, sociales, etc., previas a las labores de conservaciónrestauración. Éstas dan cauce y abren el panorama no sólo al conocimiento del tipo de materiales de manufactura, la tecnología y el grado de deterioro, sino que permiten adentrarnos en las tradiciones de la Congregación Concepcionista, así como de la toma de votos y su rito funerario que han prevalecido de alguna forma hasta la actualidad.
Los objetos asociados a los restos óseos como coronas, ramos, anillos, restos de escudos y de rosarios, son conocidos gracias a la costumbre de plasmar en pinturas de caballete la imagen de las profesas con estos elementos durante la toma de hábitos o bien a su muerte. A este tipo de retratos se les conoce como “Monjas Coronadas”, y pueden ser de diferentes épocas y Ordenes conventuales; algunos de estos objetos, específicamente los escudos y rosarios a que nos referimos, también se encuentran exhibidos actualmente en diversos museos de México. Todos estos elementos son descritos en los textos que aluden a los actos de profesión monacal, y nos permiten una interpretación más compleja de los hallazgos arqueológicos dentro del marco religioso católico en la época del Virreinato, así como de su iconología.
La presencia de la Congregación Concepcionista en este Continente se debe a Fray Juan de Zumárraga, quien pide en 1529 al Rey Carlos V y al Consejo de Indias a dichas religiosas provenientes de Toledo, España -convento fundado por la Santa Beatriz de Silva quien fuera de la ilustre y noble casa de los reyes de Castilla y Portugal- con el fin de educar a las niñas indias, mujeres de los conquistadores y sus hijas. El Convento de la Concepción se erigió en 1541, donde las primeras jóvenes que ingresaron eran criollas, hijas legítimas, debían tener conocimientos en cocina, música, matemáticas, saber leer y escribir, y contar con más de doce años entre otros requisitos. Estas religiosas se multiplicaron notablemente teniendo que construir doce monasterios además de fundar nuevas órdenes como la de San Jerónimo en la época del Virreinato. Dejando tras de sí un enorme legado histórico-cultural.
Específicamente, el Convento de la Encarnación es el cuarto monasterio fundado por esta orden en 1594, en la capital del Virreinato, llegando a ocupar un predio extenso. Los historiadores Muriel, Marroquí y Piña entre otros, se han referido a él como uno de los conventos más ricos, donde profesaban jóvenes españolas y criollas bajo el hábito de la congregación que recuerda el lema “pureza, oración, amor y sacrificio”. La ceremonia de la toma de hábitos solemnes se efectuaba como en los demás conventos de la orden Concepcionista. Concluido el año de noviciado, una vez cumplidos los 16 años de edad, la abadesa y un prelado enviado por el arzobispo examinaban lo aprendido en el periodo de enseñanza para decidir si la novicia tenía vocación y era digna de profesar en la orden. García Cubas en “El libro de mis recuerdos” (1945), hace referencia a estas prácticas de profesión que recuerdan las costumbres hebraicas de desposorios, así como las antífonas a ellas referentes, en el Cantar de los Cantares -poema de amor mutuo entre Salomón y la Sulamita-, pero interpretado como la relación de Cristo con la Iglesia, es decir, que se hace alusión a la unión de Dios con las almas por medio del amor. En esta parte del rito de profesión se nombran algunos elementos litúrgicos de la unión mística, y de hecho una parte del poema del Cantar de los Cantares se repite hasta la actualidad en este acto.
El día en que profesaban las religiosas, según García Cubas (idem: 1945), acabada la misa y el sermón alusivo a la ceremonia, el sacerdote oficiante y sus ministros se dirigían a la reja del coro, las demás monjas encendían sus velas en la de la postulante, acompañándola para llevar a cabo la ceremonia de imposición del velo, donde prometía guardar los cuatro votos reglamentarios: obediencia, pobreza, castidad y clausura.
Acto continuo, se entonaba la letanía, para posteriormente retirarse a un aposento interior donde era llamada por el sacerdote a ser coronada por toda la eternidad como esposa de Cristo. Inmediatamente el coro de religiosas entonaba el himno Veni Creator; el celebrante procedía entre tanto a sustituir en la profesa el velo blanco de novicia por el negro, simbolizando así la perpetuidad. Para luego colocarle el anillo conyugal, en nombre del Espíritu Santo, para ser la esposa fiel y pura de Cristo. Se le colocaba entonces una corona de flores, insignia y señal de Cristo. Por último se le daba la palma, sinónimo de la virginidad, y por la que permanecería constante hasta la eternidad. La ceremonia terminaba con los últimos cantos del himno Veni Creator o "Ven espíritu Santo", que alude al amor del Padre, el Hijo y el Espíritu santo que siendo uno solo infunden el amor y la fe, ahuyentando la flaqueza corporal, evitando el pecado y afianzando la eterna virtud en la nueva esposa de Jesucristo.
Terminada la profesión, se cantaba el Te Deum y el sacerdote hacía solemne entrega de la nueva monja, en manos de la abadesa, quien juraba llevar con decoro las reglas concepcionistas. Acto seguido, firmaba la documentación pertinente sobre el libro del monasterio, y era recibida por sus hermanas bajo un nuevo nombre, anteponiéndose el tratamiento de “Sor”. Muriel en su publicación de 1952: p 41 de “Monjas coronadas”, dice:
... los ramos, como las coronas y demás atavíos eran exprofeso para cada monja, porque existe además, el hecho curioso de que todas, aún las del mismo convento y de una misma época, son distintos. La extraordinaria riqueza de algunos hace suponer que su costo quedase a cargo de las familias de las profesas...
La vida de las religiosas enclaustradas transcurría después de haber estado sujeta a las severas reglas de la Orden, dedicada a la oración, los oficios divinos, y a una vida disciplinada. Cuando alguna monja agonizaba, se le administraban los santos óleos, la abadesa entonaba con todas las religiosas del monasterio el Salmo “Miserere” o Salmo 50, en el que se le pide a Dios misericordia para la difunta a fin de limpiar sus pecados, rogando por la salvación de su alma. Acto seguido, una religiosa recorría todo el convento tocando una campanilla consagrada, dando el toque de “credo”, y todas las monjas en la cabecera de la moribunda acudían a esta su última profesión de fe. Al mismo tiempo las aspirantes, criadas y niñas que vivían en el convento entonaban el canto mortuorio, elevando sus oraciones en sus respectivas celdas.
Cuando la agonizante exhalaba su último aliento, el sacerdote o la superiora rezaba el “responso primero” con toda la comunidad. El cuerpo sin ser tocado era velado por las madres enfermeras. Después se le vestía con su hábito de religiosa -del que haremos referencia más adelante-, se le coronaba y decoraba con flores, para luego ser conducida por la comunidad en procesión a la sala de profundis. Donde el cuerpo permanecía un día y una noche, o bien tres días si había sido Prelada -Abadesa-, para ser velada por todas sus hermanas que no cesaban de orar hasta el día del funeral, entonando el Salmo 129 en el que se llama a Dios para que se lleve el alma de su esposa; obteniendo de esa forma el eterno descanso.
El día del funeral -que era celebrado con solemnidad- se permitía la entrada de músicos, capellanes, sacerdotes, acólitos, invitados y a la familia de la difunta, quienes llevaban consigo flores.
Terminadas las vigilias se celebraba una misa y los responsos, para luego conducir al cadáver al coro en hombros de los sacerdotes, donde se terminaba el oficio de difunto. Se depositaba el cuerpo en el piso del coro bajo, custodiado por rejas, en donde recibió en vida el hábito de novicia; y que era el lugar en que profesó, ahí donde sus hermanas seguirían elevando oraciones diarias a su esposo divino y a sus esposas imperiales que ofrendaron por “Él” su cuerpo y espíritu sin mancha alguna, en espera del juicio Final.
Con la información obtenida de la excavación arqueológica, pudimos establecer el empleo de los objetos litúrgicos, de acuerdo con la descripción del rito de enterramiento anteriormente mencionado.
Se observó que las inhumaciones, entre los siglos XVIII y principios del XIX -según fechamientos del equipo de arqueología-, se hacían con cal viva vertida directamente sobre los cuerpos, a fin de evitar que se produjera alguna infección por la descomposición o bien algún contagio derivado de la epidemia. Al haber enterrado a las religiosas de esta manera, sin quererlo se favorecía una conservación óptima e inesperada hasta el presente siglo, de los metales, y osamentas, así como de los restos de textiles y fibras de origen orgánico asociado.
Generalmente los objetos metálicos enterrados sufren una transformación debida a la reacción química con el medio que los rodea; esta alteración puede ser ligera, superficial, intermedia o tan profunda que no queden restos del metal original; esto varía de acuerdo con el tipo de metal de que se trate, la naturaleza del objeto y las sales presentes en la tierra. De acuerdo al estudio efectuado a siete coronas y un ramo procedentes de esta iglesia; realizados en técnica de filigrana, en diferentes metales o mezclas, o bien, con revestimientos de cobre, plata y latón -aleación de cobre y cinc-. El problema esencial que presentaban era la pérdida de forma, causada por el peso del contexto, ya que se encontraban en un estado de conservación duradero, debido a los productos formados a partir de la cal viva y cobre, que se transformaron en carbonatos básicos de cobre, es decir malaquita y azurita, los cuales son químicamente estables frente al medio ambiente, y son productos que no modifican la forma de los objetos.
Las altas temperaturas alcanzadas por la cal viva con la humedad del cuerpo humano, desencadenaron cambios físico-químicos contribuyendo a una degradación biológica que dio como resultado la pérdida de materiales orgánicos como los textiles y el cuerpo mismo; pero se encontraron pequeños restos de fibras adheridas a la corona que suponen, según la bibliografía consultada, adornos de flores. Además de pequeños fragmentos de encajes y escudos manufacturados en hilos de origen orgánico con hilos metálicos -entorchados- que provocaron un recubrimiento estable de los materiales de cobre antes mencionados, y que actuaron como bactericida.
Los elementos empleados en la toma de hábitos, mismos que son usados en el ritual funerario, tienen conjuntamente un significado místico e iconológico, es decir, simbólico-cristiano; la corona no es un elemento aislado, pues unida a la palma, anillo, vela e imagen del niño Jesús son signos eficaces de salvación de Cristo y homenaje a Dios, y son igualmente la representación de las virtudes de la inmaculada Virgen María que son retomadas por las profesas al ser elegidas para estar a la diestra del creador en el juicio final.
Pero estos elementos, a su vez, se asocian con el significado del hábito de la comunidad, que aún persiste, y en él se reafirman sus reglas, por ejemplo: ciñendo su cintura con un cordón, representan la pobreza -aunque no fuera practicada por esta congregación en la época del virreinato, por pertenecer a un status eclesiástico elevado, pues sólo profesaban personas adineradas; el azul del manto, además de representar la bondad, es símbolo del bautizo; el velo negro es símbolo de clausura, ya que una vez tomados los votos perpetuos jamás abandonaban el convento; la palma, el hábito blanco y las flores que llevan en la corona confirman la virginidad hasta su deceso. El amor se ratifica con el uso del escudo con la imagen de la Purísima Concepción, concepto que se fortalece con el empleo de la corona, que a su vez es signo de realeza. El hecho de portar la corona significa que, además de ser reinas y esposas de Cristo, comparten el dolor que sufrió su esposo al ser crucificado, imitándole en su penitencia.
Los materiales encontrados en el contexto, así como una pequeña parte del lote analizado y restaurado, se encuentran expuestos en el museo de sitio, lamentablemente descontextualizados por no encontrarse en el lugar donde se hallaron y por estar separados de los elementos cercanos a cada entierro. Algunas osamentas y otros objetos están siendo estudiados actualmente por el equipo de arqueología. Respecto a las monjas que habitaban el convento de la Encarnación, diremos que fueron desalojadas en 1859, a raíz de las leyes de reforma, por lo que tuvieron que repartirse en otras casas, junto con otras hermanas de la Orden dentro de la ciudad de México. Esto originó la disolución del convento, de tal forma que sólo sobrevivieron como tales los monasterios de Regina Coeli, San José de la Gracia y San Bernardo, siendo de este último de donde surgió la restauración del convento de la Encarnación, en Tepotzotlan, Estado de México, desde 1982 a la fecha.
En general, toda la Congregación Concepcionista sigue usando el mismo hábito, pero en algunos conventos existen variaciones que se apegan a los cambios acontecidos en la Casa Madre de Toledo en España, y otras por ordenes Papales. Por ejemplo, ya no se usan pliegues en el hábito, y pocos monasterios usan el rosario largo y el escudo pintado al óleo sobre lamina o bordado en hilos de algodón y oro con la imagen de la Purísima Concepción que abarca la mitad del pecho; en su lugar se emplean cromos o un pequeño escudo de plata.
En lo referente al acto de profesión, en el caso de los conventos de la ciudad de México, por no encontrarse en los templos originales, carecen de un coro, teniendo que efectuar los sermones en las capillas de las casas que habitan hoy en día. De los conventos de esta ciudad, sólo el de San José de la Gracia sigue siendo ortodoxo en su vestimenta, y efectúa la toma de votos con una corona, palma, porta velas metálico, cirio blanco, imagen del Niño Dios, capa y toca, bordados con hilos de oro. Mientras que en los demás conventos se han suplido por corona de flores blancas o espinas, y cirio sin portavelas; igualmente se sustituyó al Niño por un Crucifijo, en tanto que la capa y la toca se encuentran menos galardonados con el empleo de bordados en chaquiras y lentejuelas. En lo referente al rito de enterramiento, actualmente los responsos se hacen en la capilla y se sepulta en cementerios comunes, pues carecen de un espacio sacro delimitado como lo era el coro, aparte de que la Ley no permite el enterramiento dentro de los domicilios.
El objetivo de haber enterrado así a las religiosas era darles una “santa sepultura”, la paz del eterno descanso y esperar a ser elegidas para estar a la diestra del trono del creador en el juicio final por ser esposas fieles de Cristo. No obstante, por el hecho de encontrarse en un contexto arqueológico, se tiende generalmente a exhumar los restos óseos a fin de investigar y resolver incógnitas del pasado, por lo que son sujetos a análisis diversos para luego quedar en un lugar ajeno, olvidado y, por que no decirlo, prácticamente en un estado denigrante de abandono. Se dejan de lado los aspectos intangibles de la ideología religiosa que los originaron como tales. Pues se encontraban en un espacio delimitado dentro de la propia iglesia que formaba parte del claustro, separadas incluso del culto exterior, y por lo tanto se trataba de una área sacralizada de oración y descanso inamovible.
Cabría la pena citar a H. Carter and A.C. Mace, (The tomb of Tutankhamun, Vol. 1. 1924, p.124) quien expresó lo siguiente:
...los objetos que encuentra (el excavador) no son de su exclusiva propiedad para tratarlos como le plazca o descartarlos como quiera. Si no un legado directo del pasado a nuestra época; él es un intermediario privilegiado, a través de cuyas manos llegan estos objetos, y si por descuido, negligencia o ignorancia, disminuye la suma de conocimientos que de ellos se podría haber obtenido sabe que es culpable de un crimen arqueológico de primera magnitud. La destrucción de evidencias es tan dolorosamente fácil como inevitablemente irreparable.
El arqueólogo olvida que su objeto de estudio, además de los restos materiales, es el hombre mismo que está detrás de ellos, y cuando esto de olvida se pierde también de vista a la sociedad que los produjo.
En el momento de visitar los conventos de religiosas Concepcionistas actuales, éstas expresaron ante mí algunas inquietudes sobre sus hermanas de Orden perdidas en el tiempo. Principalmente se encontraban preocupadas por la remoción de los restos óseos, acto que les resultaba hasta cierto punto profano por infringir su descanso; es difícil consentir este acto si se supone que nuestra nación tiene profundas raíces religiosas, sería deseable entonces que, luego de realizar los análisis pertinentes se les reintegrara a su lugar de origen, o bien se les entregaran sus restos para darles una honorable sepultura en los cementerios destinados para ellas en la actualidad.
Debemos puntualizar que el acto de profesión podría seguirse dando con estas coronas, para así continuar una tradición casi extinta: sería el uso de un Patrimonio vivo; sin embargo, expuestas generalmente en un museo son valoradas desde otra perspectiva, además de relacionarse con los espectadores sólo durante los horarios del museo.
En el museo, en cambio, pasan a ser consideradas como un material inaccesible, al mismo tiempo que muerto por que pierden su esencia, al pasar a ser objetos estéticamente disfrutables, extravagantes, raros o extraños.
Finalmente, es importante asentar que el conservador-restaurador que se encuentra frecuentemente ante este tipo de cuestionamientos; contribuye continuamente con estudios arqueológicos, religiosos, históricos y tecnológicos; provee de estabilidad material a los objetos que van a ser expuestos en los museos, devolviéndoles el máximo posible de su aspecto original. Pero ¿qué pasa con la idea inicial generadora de cada objeto de culto?, ¿realmente se le reintegra su dignidad? o ¿simplemente se da una reinterpretación contemporánea que pretende ser la verdad para los intelectuales e investigadores actuales? Es importante reiterar que la conservación está para salvaguardar el Patrimonio Cultural no sólo tangible, sino que a la par existe también la responsabilidad de conservar en buena parte lo intangible, es decir, todo aquello relacionado con la tradición e idiosincrasia de sus productores y usuarios.
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Este texto fue publicado por El Correo del Restaurador. El Correo del restaurador comenzó a distribuirse en 1996. Su contenido tuvo como objetivo la difusión de los procesos de intervención de obra que hacía el personal de lo que entonces se conocía como Coordinación Nacional de Restauración del Patrimonio Cultural (CNRPC). Se publicaron en total 11 fascículos entre los años de 1996 y 2005. Su periodicidad fue irregular y su extensión en número de páginas variable, lo cual permitió que un gran número de especialistas publicaran artículos, ya que cada fascículo estuvo enfocado a un eje temático particular, como: Conservación de patrimonio arqueológico, siniestros, retablos, entre otros.
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Judith Katia Perdigón Castañeda. Licenciada en Restauración de Bienes Muebles por la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía “Manuel del Castillo Negrete” del INAH, maestra en Antropología Social por la Escuela Nacional de Antropología e Historia, restauradora perito de la Coordinación Nacional de Conservación del Patrimonio Cultural del INAH. Temas de especialización: Santa Muerte, monjas coronadas, conservación de textiles, Niño Dios.
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