Ensayo

Tachas 620 •  Estado: Crítico • Stuart Jeffries

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Stuart Jeffries

 

En el exterior, es una mañana ventosa en el Berlín de 1900. En el interior, la criada ha puesto a asar una manzana en el hornillo junto al lecho de Walter Benjamin, que tiene ocho años. Tal vez no puedan imaginar la fragancia, pero incluso si pueden, no lograrán saborearla con las múltiples asociaciones que experimentaba Benjamin cuando evocó esta escena treinta y dos años después. Aquella manzana asada, escribió Benjamin en sus memorias, Infancia en Berlín hacia 1900, extrajo del calor del horno los aromas de todas las cosas que el día me reservaba. No era de extrañar por tanto que cada vez que me calentaba las manos en su brillante redondez, vacilase antes de morderla. Sentía que el conocimiento fugitivo que me comunicaba su olor podía fácilmente escapárseme en el camino hacia mi lengua. Aquel conocimiento que a veces era tan reconfortante que se quedaba para consolarme en mi viaje hasta la escuela[1].

Pero el consuelo se acababa pronto: en la escuela lo embargaba “un deseo de dormir a pierna suelta. […] Debí de desear esto mil veces, y más tarde este deseo se hizo realidad. Pero pasó mucho tiempo antes de que yo reconociera su cumplimiento en el hecho de que mis anhelos de alcanzar un puesto y unos medios de vida adecuados habían sido en vano”[2].

Hay tanto de Walter Benjamin en esta viñeta, empezando por la adamantina manzana embrujada, cuyos aromas prefiguran su expulsión del edén de la infancia, que a su vez prefigura su destierro de Alemania en la adultez hacia el vagabundaje picaresco y su trágica muerte huyendo de los nazis a la edad de cuarenta y ocho años, en 1940. Aquí está la figura vulnerable que lucha por imponerse en un mundo difícil más allá de su encantado y fragante dormitorio. Está el melancólico que consigue lo que anhela (dormir) solo cuando ello comporta irrevocablemente la frustración de sus otros deseos. Está la transición abrupta (de la cama a la escuela a la adultez desencantada) que retoma las técnicas modernistas de escritura que introdujo en su libro de 1928. Calle de dirección única y que prefigura su defensa, en su ensayo de 1936, La obra de arte en la era de la reproducción técnica, del montaje cinemático y su potencial revolucionario. En particular, en las reminiscencias de Benjamin de su infancia a comienzos del siglo XX vemos ese tan extraño e inesperado movimiento crítico que él ejecuta una y otra vez en sus escritos –un arrancar los acontecimientos de lo que él llamaba el continuum de la historia, para mirar atrás y exponer sin misericordia los engaños que sostuvieron las eras anteriores, para detonar retrospectivamente lo que, en su momento, pareció natural, no problemático, cuerdo. Pudiera parecer que se entregaba nostálgicamente a la evocación de una niñez idílica que fue posible gracias al dinero de su papá y el trabajo de sus sirvientes, pero en realidad estaba sembrando en sus cimientos, y ciertamente en los del Berlín de sus primeros años, unos metafóricos cartuchos de dinamita. También hay en estas memorias de una infancia perdida mucho de lo que provocó que este gran crítico y filósofo resultara tan impresionante e influyente para sus colegas de la intelectualidad judía alemana, en su mayoría más jóvenes, que trabajaban para el Instituto de Investigación Social –o lo que ha dado en llamarse la Escuela de Frankfurt. Aunque Benjamin nunca estuvo en la nómina de la Escuela, fue su más profundo catalizador intelectual. 

Como muchos de los hogares donde transcurrió la infancia de los principales miembros de la Escuela de Frankfurt, los confortables y burgueses apartamentos y chalés de la parte occidental de Berlín donde vivían Emil, un exitoso marchante y anticuario, y Pauline Benjamin, era fruto del éxito en los negocios. Como los Horkheimer, los Marcuse, los Pollock, los Wiesengrund-Adorno y otras familias de judíos asimilados de las que provenían los pensadores de la Escuela de Frankfurt, los Benjamin vivían en un lujo sin precedentes entre la pompa guillermina y las pretensiones del vertiginosamente industrial estado alemán de principios del siglo XX. 

Esa era una razón por la que los escritos de Benjamin tuvieron tan profunda resonancia en muchos de los miembros principales de la Escuela de Frankfurt: ellos compartían su mismo contexto privilegiado, laico y judío en la nueva Alemania y, como él, se rebelaban contra el espíritu comercial de sus padres. Max Horkheimer (1895-1973), filósofo, crítico y, durante más de treinta años, director del Instituto de Investigación Social, era hijo del propietario de una fábrica textil en Stuttgart. Herbert Marcuse (1898-1979), filósofo político y preferido del estudiantado radical de la década de 1960, era hijo de un acaudalado hombre de negocios berlinés y se crio como un joven de clase media alta en una familia judía integrada en la sociedad alemana. 

El padre del sociólogo y filósofo Friedrich Pollock (1894-1970) se apartó del judaísmo y triunfó en los negocios como propietario de una fábrica de cuero en Friburgo de Brisgovia. 

De niño, el filósofo, compositor, teórico musical y sociólogo Theodor Wiesengrund Adorno (1903-1969) vivía tan acomodadamente como el joven Walter Benjamin. Su madre, Maria Calvelli-Adorno, había sido cantante de ópera y su padre, Oscar Wiesengrund, era un exitoso comerciante de vinos judío en Frankfurt, del que, como dijera el historiador de la Escuela de Frankfurt Martin Jay, “[Theodor] heredó el gusto por las cosas buenas de la vida, pero ningún interés por el comercio”[3], comentario que pudiera aplicarse a varios miembros de la Escuela de Frankfurt, que dependían de los negocios de sus padres pero temían contaminarse con su espíritu. 

El principal pensador psicoanalítico de la Escuela de Frankfurt, Erich Fromm (1900-1980), era ligeramente distinto de sus colegas, no porque su padre fuese un vendedor de vino de frutas radicado en Frankfurt y solo moderadamente exitoso, sino porque era un judío ortodoxo que fungió como cantor en la sinagoga local y guardaba minuciosamente todas las fiestas y tradiciones judías. Pero Fromm ciertamente compartía con sus colegas un disgusto visceral por el culto al dinero y un rechazo hacia el mundo de los negocios. 

Henryk Grossman (1881-1950), en cierto punto el principal economista de la Escuela de Frankfurt, tuvo de niño su hogar en Cracovia, en lo que por entonces era una Galitzia colonizada por el imperio austriaco de los Habsburgo. Vivía en la abundancia gracias al trabajo de su padre, dueño primero de un bar y que llegó a poseer una mina y una pequeña fábrica. El biógrafo de Henryk, Rick Kuhn, escribe que: “La prosperidad de la familia Grossman lo escudó de las consecuencias de los prejuicios sociales, las corrientes políticas y las leyes que discriminaban a los judíos”[4]. Muchos de los principales pensadores de la Escuela de Frankfurt tuvieron esa misma protección en su infancia, aunque, naturalmente, ninguno escapó del todo a la discriminación, sobre todo tras la llegada de los nazis al poder. Dicho esto, los padres de Grossman, aunque perfectamente integrados en la sociedad de Cracovia, se aseguraron de que sus hijos fuesen partícipes, circuncidados y registrados, de la comunidad judía: la asimilación tenía sus límites. 

Todos eran hombres inteligentes, para nada ajenos a la ironía de su situación histórica, a saber, que gracias a la habilidad de sus padres para los negocios ellos podían elegir el camino de la escritura y la reflexión crítica, por más que aquellos escritos y reflexiones tuviesen una fijación edípica por derrumbar el sistema político que había hecho posibles sus vidas. Los mundos confortables en los que habían nacido y crecido aquellos hombres bien pudieron parecer eternos y seguros a las miradas infantiles. Pero aunque las memorias de Benjamin constituyen una elegía a uno de aquellos mundos –el mundo materialmente suntuoso de su niñez– también revelan la insoportable verdad de que no era eterno ni seguro, sino que tan solo había existido brevemente y estaba condenado a desaparecer. El Berlín de la infancia de Benjamin era un fenómeno reciente. La ciudad que solo medio siglo atrás había sido un reducto prusiano relativamente provincial, en 1900 ya había suplantado para algunos a París como la ciudad más moderna de la Europa continental. Su furor por reinventarse y erigir una arquitectura casi demasiado pomposa (el edificio del Reichstag, por ejemplo, se inauguró en 1894) partía de la arrogante confianza de aquella ciudad en sí misma a raíz de su nombramiento como la capital de la recién unificada Alemania en 1871. Entre entonces y el fin de siglo, la población de Berlín creció de ochocientas mil a dos millones de personas. Mientras crecía, la nueva capital tomó como modelo a la ciudad que deseaba suplantar en magnificencia. 

La Kaiser-Galerie que conectaba Friedrichstrasse y Behrenstrasse era una arcada al estilo de las de París. El gran bulevar parisiense de Berlín, el Kurfürstendamm, estaba recién hecho cuando Benjamin era niño; la primera tienda por departamentos de la ciudad en la Leipziger Platz se inauguró en 1896, aparentemente inspirada en Au Bon Marché y La Samaritaine, los grandes templos del consumo que habían abierto sus puertas en París medio siglo atrás. 

Al escribir sus memorias de infancia, Benjamin intentaba algo que a primera vista pudiera parecer una mera evasión nostálgica de una edad adulta difícil, pero que bien mirado se nos revela como un acto revolucionario de escritura. Para Benjamin, la historia no era, en palabras de Alan Bennett, una maldita cosa detrás de la otra, tan solo una secuencia de acontecimientos sin sentido. Más bien a esos acontecimientos se les había impuesto un sentido narrativo; por eso constituían una historia. Pero imponer un sentido distaba de ser un acto inocente. La historia la escribían los vencedores y en su relato triunfalista no había lugar para los perdedores. Arrancar los acontecimientos de la historia como hizo Benjamin y situarlos en otros contextos temporales –o lo que él llamaría constelaciones– fue un acto marxista revolucionario y también un acto judío: lo primero porque buscaba exponer las desilusiones ocultas y la naturaleza explotadora del capitalismo; lo segundo, porque estaba influido por los rituales judaicos del duelo y la redención. 

Así pues, de manera crucial, lo que Benjamin estaba haciendo involucraba una nueva concepción de la historia, una concepción que se apartaba de la fe en ese tipo de progreso que el capitalismo tomaba como dogma. En esto, Benjamin se afiliaba a la crítica nietzscheana del historicismo, esa premisa consoladora, triunfalista, positivista de que el pasado se podía aprehender científicamente. En la filosofía idealista alemana, la fe en el progreso se sustentaba en el desarrollo dialéctico, histórico, del Espíritu. Pero aquella fantasía historicista borraba todos los elementos del pasado que no encajaban en el relato. La 27 tarea de Benjamin era recobrar lo que los vencedores consignaban al olvido. Así pues, el subversivo Benjamin se propuso irrumpir en aquella amnesia generalizada, destrozando esta engañosa noción del tiempo histórico, y despertando de sus ilusiones a quienes vivían bajo el capitalismo. Esperaba que aquella irrupción fuese el fruto de lo que él llamaba “una nueva metodología dialéctica de la historia”[5]. Para esta metodología, el presente se obsesiona con las ruinas del pasado, con los mismos detritus que el capitalismo había procurado borrar de la historia. Benjamin no escribió en términos freudianos sobre el retorno de lo reprimido, pero eso es lo que su proyecto pone en marcha. Y de ahí que en Infancia en Berlín recordara, por ejemplo, haber visitado de niño algo llamado el Kaiserpanorama en una feria recreativa berlinesa. Este panorama era un aparato en forma de cúpula que presentaba imágenes estereoscópicas de eventos históricos, victorias militares, fiordos, paisajes urbanos, todos pintados sobre una pared circular que giraba lentamente alrededor del público sentado. Los críticos modernos han trazado un paralelo entre esos panoramas y la experiencia cinemática de los multiplex actuales, y Benjamin sin duda hubiera apreciado esta comparación: el modo en que examinar una tecnología de entretenimiento obsoleta que en su día fue el último grito puede hacernos reflexionar sobre una tecnología posterior con similares pretensiones. 

El Kaiserpanorama se había construido entre 1869 y 1873 y estaba consignado a la obsolescencia. Pero no antes de haber hecho las delicias de sus últimos espectadores, niños en su mayoría, sobre todo cuando llovía afuera. “Una de las grandes atracciones de las escenas de viajes que había en el Kaiserpanorama –escribió Benjamin– era que no importaba dónde comenzaras el ciclo. Como la pantalla, ante la cual estaban los asientos, era circular, cada imagen pasaba por todos los puestos […] Especialmente hacia el final de mi niñez, cuando la moda le daba la espalda al Kaiserpanorama, uno solía contemplar el espectáculo en una sala medio vacía”[6]. Eran estas cosas anticuadas las que atraían la atención crítica de Benjamin, como también los intentos abortados y los abyectos fracasos que habían sido borrados de los relatos del progreso. La suya era una historia de los perdedores, no solo de los seres humanos derrotados, sino de aquellas cosas prescindibles que, en su día, habían sido el último grito. De modo que Benjamin, al evocar al Kaiserpanorama, no estaba simplemente entregado a una reminiscencia agridulce de una lluviosa tarde de su niñez, sino haciendo lo que a menudo hacía en sus escritos: estudiar lo olvidado, lo devaluado, lo desechado, justamente las cosas que no cuadraban con la versión oficial de la historia pero que, según él, cifraban los deseos soñados de la conciencia colectiva. Al extraer del olvido histórico lo abyecto y lo obsoleto, Benjamin buscaba despertarnos del sueño colectivo mediante el cual el capitalismo había sometido a la humanidad. 

El Kaiserpanorama había sido alguna vez la última novedad, una proyección de fantasías utópicas y al mismo tiempo un proyector de estas. En la época en que el pequeño Walter visitó el panorama, este se encaminaba ya hacia el basurero de la historia. Como bien comprendiera de adulto Benjamin al escribir sus recuerdos, era una alegoría de los engaños del progreso histórico: el panorama gira infinitamente sobre sí mismo, y su historia es una repetición sin lugar para un cambio verdadero. Al igual que el concepto mismo de progreso histórico, el panorama era una herramienta fantasmagórica para mantener a sus espectadores subyugados, pasiva y fatuamente ensoñados, anhelando (como Walter durante sus visitas) nuevas experiencias, mundos distantes y viajes de placer; vidas de infinita distracción en vez de afrontar las realidades de la desigualdad social y la explotación bajo el capitalismo. Sí, el Kaiserpanorama sería reemplazado por nuevas y mejores tecnologías, pero eso era lo que siempre ocurría bajo el capitalismo: siempre nos enfrentábamos a lo nuevo, sin jamás volvernos a contemplar lo caído, lo obsoleto y lo rechazado. Era como si fuésemos la víctima torturada en La naranja mecánica o los dantescos moradores de un círculo del infierno, condenados a seguir consumiendo los productos más recientes por toda la eternidad. 

Escribir sus memorias de infancia era para él parte de un proyecto literario más general que también constituía un acto político. Un acto político que estaba en la raíz de la obra multidisciplinaria de inspiración marxista llamada teoría crítica que los colegas de Benjamin, intelectuales judíos alemanes, acometerían durante el siglo XX en oposición a los tres grandes relatos triunfalistas y (en su opinión) trasnochados de la historia elaborados por los fieles proselitistas del capitalismo, el comunismo estalinista y el nacionalsocialismo. 

Si la teoría crítica tiene algún valor, es el de ser el tipo de replanteamiento radical que cuestiona las que considera las versiones oficiales de la historia y del quehacer intelectual. 

Benjamin acaso fue su iniciador, pero fue Max Horkheimer quien le dio nombre en 1930 cuando llegó a ser director de la Escuela de Frankfurt: la teoría crítica se oponía a todas aquellas tendencias intelectuales ostensiblemente serviles que prosperaron en el siglo XX y constituyeron herramientas para mantener en pie un irritante orden social: el positivismo lógico, la ciencia sin valores, la sociología positivista, entre otras. La teoría crítica se oponía también a lo que hace el capitalismo con aquellos a los que explota: comprarnos barato con bienes de consumo, hacernos olvidar la posibilidad de otros estilos de vida, permitirnos ignorar la verdad de que estamos atrapados en el sistema por nuestra atención fetichista y creciente adicción al último y supuestamente imprescindible artículo de consumo. 

 

 

 


 

Fragmento cedido para promoción por los editores del libro Gran Hotel Abismo. Una biografía coral de la Escuela de Frankfurt. Stuart Jeffries. Traducción: José Adrián Vitier. Editorial Turner. 2018, Madrid.   

 

 

 

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Stuart Jeffries (Reino Unido, 1967) es periodista y escritor. Trabajó durante varios años para The Guardian como editor adjunto, crítico de televisión, editor del Friday Review y corresponsal en París. Actualmente escribe para The GuardianSpectatorFinancial Times y The London Review of Books. Ha publicado previamente Mrs Slocombe’s Pussy y Gran Hotel Abismo (Turner, 2018). Todo a todas horas todo el rato es su tercer libro.

 

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[1]      Walter Benjamin, Berlin Childhood around 1900, Belknap, 2006, p. 62. [Infancia en Berlín hacia el mil novecientos, Jorge Navarro Pérez, tr., Madrid, Abada Editores, 2012] 

[2]      Ibíd., p. 63. 

[3]      Martin Jay, The Dialectical Imagination: A History of the Frankfurt School and the Institute of Social 523 Research, California University Press, 1973, p. 22. [La imaginación dialéctica, Juan Carlos Cucutchet, tr., Barcelona, Taurus, 1974]. 

[4]      Rick Kuhn, Henryk Grossman and the Recovery of Marxism, University of Illinois Press, 2007, p. 2. 

[5]      Walter Benjamin, The Arcades Project, Belknap, 2002, p. 389. [Libro de los pasajes, Luis Fernández Castaneda, Isidro Herrera Baquero y Fernando Guerrero Jiménez, trs., Madrid, Akal, 2005]. 

[6]      Benjamin, Berlin Childhood, p. 42.