Tachas 620 • Infancia en Berlín hacia 1900 • Walter Benjamin
Walter Benjamin
«Oh, Columna Triunfal tostada con azúcar de nieve de los días de la infancia».
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Tiergarten
Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje. Los rótulos de las calles deben entonces hablar al que va errando como el crujir de las ramas secas, y las callejuelas de los barrios céntricos reflejarle las horas del día tan claramente como las hondonadas del monte. Este arte lo aprendí tarde, cumpliéndose así el sueño del que los laberintos sobre el papel secante de mis cuadernos fueron los primeros rastros. No, no los primeros, pues antes hubo uno que ha perdurado. El camino a este laberinto, que no carecía de su Ariadna, iba por el Puente de Bendler, cuyo suave arco significaba para mí la primera ladera. A su pie, no lejos, se encontraba la meta: Federico Guillermo y la reina Luisa. En sus pedestales redondos se erguían sobre las terrazas, como encantados por mágicas curvas que una corriente de agua, delante de ellos, dibujara en la arena. Sin embargo, me gustaba más ocuparme de los basamentos que no de los soberanos, porque lo que sucedía en ellos, si bien confuso en relación con el conjunto, estaba más próximo en el espacio. El que hubiera algo especial en este laberinto lo comprendí desde siempre por la ancha e insignificante explanada, que no revelaba en nada que aquí, a pocos pasos del corso de los coches de plaza y carrozas, duerme la parte más insólita del parque. De ello percibí pronto una señal. Pues aquí, oO a poca distancia, debía de haber tenido su lecho Ariadna, en cuya proximidad comprendí por vez primera, para no olvidarlo jamás, lo que sólo más tarde me fue dado como palabra: Amor. Sin embargo, en su mismo origen surgió aquello de «señorita» que lo cubría como una fría sombra. Y así, este parque que parece abierto a los niños como ningún otro, para mí quedaba cerrado por algo difícil e imposible de realizar. Como sucede rara vez, distinguía los peces del estanque de las doradillas. ¡Cuántas cosas prometía por su nombre la Avenida de los Monteros del Rey y cuán poco cumplía! ¡Cuántas veces buscaba en vano el bosquecillo en el cual había un quiosco construido como con ladrillos de juguete, con torrecillas rojas, blancas y azules! ¡Con cuán pocas esperanzas renacía cada primavera mi afecto por el príncipe Luis Fernando, a cuyos pies florecían los primeros crocos y narcisos! Una corriente de agua que me separaba de ellos los hizo tan intocables como si hubiesen estado debajo de una campana de cristal. En esta frigidez debía de estribar la belleza de lo principesco, y comprendí por qué Luisa von Landau, con la que me reunía en la tertulia hasta que murió, había tenido la necesidad de vivir en el Lútzowufer, casi enfrente de la pequeña maleza de cuyas flores cuidaban las aguas del canal. Más tarde descubrí nuevos rincones; sobre otros fui adquiriendo nuevos conocimientos. Pero ninguna muchacha, ninguna experiencia y ningún libro pudieron contarme nada nuevo sobre aquél. Por eso, cuando treinta años más tarde, un campesino de Berlín, conocedor de la tierra, cuidaba de mí al volver a la ciudad, tras larga y común ausencia, sus pasos cruzaban este jardín sembrando en él la semilla del silencio. Él se adelantó por los senderos, todos cuesta abajo. Bajaban, si no a los orígenes de todo ser, sí a los de este jardín. Al pasar por encima del asfalto sus pasos despertaron un eco. Las hierbas que se dibujaban sobre el empedrado arrojaron una luz confusa sobre este suelo. Las pequeñas escalinatas, los pórticos, los frisos y los arquitrabes de las villas del Tiergarten —por primera vez los vimos claramente—, sobre todo las escaleras que, con sus cristales, seguían siendo las mismas, aunque en el interior habitado habían cambiado muchas cosas. Aún recuerdo los versos que, al término de las clases, llenaban los intervalos de los latidos de mi corazón, cuando me detenía al subir por las escaleras. En la penumbra los vi sobre un cristal, donde salía de la hornacina una mujer suspendida como la Madonna Sixtina, que sujetaba entre sus manos una corona. Levantando ligeramente con los pulgares las correas de la mochila que llevaba sobre mis hombros leí: «El trabajo es la honra del ciudadano, / la prosperidad el premio del esfuerzo». Abajo, la puerta volvió a cerrarse como el gemir de un fantasma que se recoge en la tumba. Puede que lloviera afuera. Una de las ventanas con cristal de colores estaba abierta, y al compás de las gotas continué subiendo las escaleras. De las cariátides, atlantes, angelotes y pomonas que me miraron entonces, preferí aquellos del linaje de los guardianes del umbral cubiertos de polvo, que protegen el paso a la vida o al hogar. Pues ellos entendían algo de la espera. Y les importaba poco aguardar a un extraño, el retomo de los antiguos dioses o al niño que hacía treinta años pasaba a hurtadillas con su mochila delante de sus pies. Bajo este signo, el antiguo Oestel!]l se hizo el Occidente de la antigúedad, de donde les viene a los navegantes el céfiro que hace remontar lentamente por el Landwehrkanal su barca con las manzanas de las Hespérides, para tomar puerto en la pasarela de Heracles. Y una vez más, como en mi infancia, Hidra y el león de Lerna tuvieron su lugar en los solitarios alrededores de la glorieta del Grosser Stern.
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Panorama imperial
Debido al gran atractivo de las estampas de viaje que se encontraban en el Panorama Imperial, poco importaba con cuál de ellas se comenzara la visita. Como la pantalla con los asientos delante formaba un círculo, cada una iba pasando por todos los huecos, desde los cuales se veía, a través de sendas ventanillas, la lejanía de tenue colorido. Siempre se encontraba sitio. Y, particularmente, hacia el final de mi infancia, cuando la moda comenzaba a volver las espaldas a los panoramas imperiales, se acostumbraba uno a «viajar» con el recinto medio vacío. No había música en el Panorama Imperial, esa música que hacía que más tarde el viajar con las películas fuese algo fatigoso, porque corrompe la imagen de la que podría alimentarse la fantasía. Sin embargo, me parece que un pequeño efecto, en el fondo discordante, supera todo el encanto engañoso que envuelve los oasis en un ambiente pastoral o las ruinas en marchas fúnebres. Cuál no sería aquel tintineo que sonaba segundos antes de desaparecer bruscamente la imagen para dejar paso, primero a un vacío, y luego a la siguiente. Y cada vez que sonaba se embebían de un ambiente de melancólica despedida los montes hasta sus pies, las ciudades con sus ventanas relucientes, los indígenas pintorescos de tierras lejanas, las estaciones de ferrocarril con sus humaredas amarillas, los viñedos hasta en la más pequeña hoja de sus vides. Me convencí por segunda vez —pues la contemplación de la primera imagen suscitaba regularmente esta sensación — de que sería imposible apurar todas las delicias de una sola sesión. Y surgió el propósito, jamás cumplido, de volver al día siguiente. Pero aún antes de decidirme por completo se estremecía toda la máquina, de la que estaba separado tan sólo por un tabique de madera; la imagen flaqueaba para desvanecerse acto seguido hacia la izquierda. Las artes que aquí perduraban aparecieron con el siglo diecinueve. No demasiado temprano, pero a tiempo para dar la bienvenida al romanticismo burgués. En 1838, Daguerre inauguró su Panorama en París. A partir de entonces, estas cajas relucientes, acuarios de lo lejano y del pasado, tienen su lugar en todos los corsos y paseos de moda. Allí, como en los pasajes y quioscos ocuparon a snobs y artistas antes de convertirse en cámaras, donde, en el interior, los niños hicieron amistad con el globo terrestre, de cuyos meridianos el más alegre, bello y variado cruzaba el Panorama Imperial. Cuando entré allí por vez primera, hacía tiempo que había pasado la época de las delicadas pinturas paisajísticas. Pero no se había perdido nada del encanto cuyo último público fueron los niños. Así, una tarde quiso persuadirme, a la vista de la imagen transparente de la villa de Aix, de que yo había jugado en la luz oliva que fluye a través de las hojas de los plátanos sobre el ancho Cours Mirabeau, en una época que nada tenía que ver con otros tiempos de mi vida. Pues esto era lo que hacía extraño aquellos «viajes»: el que los mundos lejanos no siempre fueran desconocidos y que las añoranzas que despertaban en mí no fueran siempre de las que hacen tentador lo desconocido, sino de las otras, más dulces, por regresar al hogar. Puede que fuera obra de la luz de gas que caía tan suavemente sobre todo. Y cuando llovía, no tenía que estar delante de los carteles donde figuraban puntualmente, a dos columnas, las cincuenta imágenes. Entraba y entonces encontraba en los fiordos y en las palmeras la misma luz que iluminaba mi pupitre por las noches, cuando hacía mis deberes, a no ser que un fallo del alumbrado produjera de repente aquella extraña penumbra en la que desaparecía el colorido del paisaje, que quedaba entonces oculto bajo un cielo color ceniza. Era como si hasta hubiera podido oír el viento y las campanas, si hubiese estado más atento.
Fragmento cedido para promoción por los editores del libro Infancia en Berlín hacia 1900. Walter Benjamin. Traducción: José Adrián Vitier. Editorial Turner. 2018, Madrid.
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Walter Benjamin (Reino Unido, 1967) es periodista y escritor. Trabajó durante varios años para The Guardian como editor adjunto, crítico de televisión, editor del Friday Review y corresponsal en París. Actualmente escribe para The Guardian, Spectator, Financial Times y The London Review of Books. Ha publicado previamente Mrs Slocombe’s Pussy y Gran Hotel Abismo (Turner, 2018). Todo a todas horas todo el rato es su tercer libro.
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