La política como espectáculo

“La historia de la clase política en el país da para mostrar la cantidad de casos donde la reverencia a los políticos se llevó a extremos de cerrar restaurantes, de no pagar la cuenta por el consumo, y desde detalles nimios como el estacionarse en lugares prohibidos, no respetar reglamentos de tránsito…”


Somos marionetas de nuestras historias. El sentimiento de vergüenza u orgullo que abruma nuestros cuerpos o ilumina nuestras almas proviene de la representación que tenemos de nosotros mismos.
Morirse de vergüenza (2010), Boris Cyrulnik

 

Debió de ser por entonces cuando empecé a intuir por primera vez que la vid,a, para la mayor parte de la humanidad, no era una felicidad que debía ser vivida espontáneamente, sino una representación constante, un espacio estrecho formado por presiones, castigos y mentiras que estábamos obligados a creernos...
El museo de la inocencia (2008), 
Orhan Pamuk

 

Los cinco minutos de fama y la farándula de la política son formas de hacer visibles los roles protagónicos y a los protagonistas de la clase política. Los reflectores seducen, los micrófonos encantan, las primeras planas emboban. Estar en  boca de todos, aunque se hable mal, es entrar al mítico Olimpo, donde seres ya casi etéreos y divinizados por las pantallas se relacionan, se confrontan y se exhiben, bajo la máxima del marketing político de la recordación de marca.

La exposición en medios y la sobre exposición en los mismos, en la que se busca ser noticia e ir más allá de dar la nota o poner la pauta mediática en la agenda de los medios de comunicación y con ello de la política, es la consigna consciente o inconsciente de quienes ostentan el poder y se dejan arropar por las pleitesías y prebendas que los cargos públicos conllevan, en una cultura política de servilismos institucionalizados.

La arrogancia de la secretaria de Medio Ambiente y Recursos Naturales, Josefa González-Blanco Ortiz-Mena de detener un vuelo comercial, usando su cargo para que ella pudiera viajar, muestra la tragedia en que se ven envueltos los funcionarios públicos, legisladores, y gobernadores, así como secretarios de Estado y alcaldes en el todo el país, donde ocupar un cargo público les transfiere, según ellos, un poder  inherente por su investidura, que les permite creer que lo pueden todo.

La renuncia presentada por la funcionaria fue un mínimo acto de congruencia. Pero, también queda en evidencia cómo el poder se usa y es vivido por los actores sociales y en este caso empresariales, que se rinden sin mayor pretexto a la exigencia del poder simbólico o real del gobierno. ¿Cuántas historias no hay en los aeropuertos de la intransigencia de las aerolíneas cuando una persona llegó tarde un minuto a la puerta de abordaje, y no la dejan pasar porque retrasaba el vuelo? 

El abuso de la ahora exfuncionaria es noticia, y más en un gobierno como el de Morena. La historia de la clase política en el país da para mostrar la cantidad de casos donde la reverencia a los políticos se llevó a extremos de cerrar restaurantes, de no pagar la cuenta por el consumo, y desde detalles nimios como el estacionarse en lugares prohibidos, no respetar reglamentos de tránsito y el exigir atención privilegiada por ostentar un cargo, que —dicho sea de paso- es una práctica cultural que los sequitos promovieron durante mucho tiempo, y que se naturalizó como parte de los privilegios que implicaba el puesto. Los regalos a funcionarios públicos, junto con favores especiales para trámites y hasta contratos, o el recibir boletos gratuitos para asistir a eventos y espectáculos, se dieron como una como práctica aceptada de congratularse con el poder político.

Entre el espectáculo mediático y los beneficios personales que el poder atrae, y que las personas recrean como parte de las representaciones culturales en las que hemos crecido y hasta nos hemos acostumbrado, y donde otorgamos una sobrevaloración para el servidor público de quien depende que avance un trámite o se atienda una demanda o una solicitud, surge la necesidad de revisar la forma en que nos relacionamos la ciudadanía con las autoridades formales y con quienes tienen una función en todos los niveles del aparato de Estado.

La historia de las tarimas, de los altares, de los escenarios, de tapancos y templetes, más allá de su función visual para quien observa y escucha, marca las asimetrías del poder. Luego están los autos blindados, las escoltas, preferencias y manifestaciones de querer presentarse como  seres especiales.  El juego de las representaciones políticas y los poderes que se le asocian, sigue siendo usado para crear seguidores y votantes, para crear espectadores y asegurar lealtades.  

El poder seduce y distorsiona la mirada de quienes detentan alguna responsabilidad legal dentro del marco institucional del Estado y del gobierno. De ahí es más que urgente que la ciudadanía asuma su función social, para evitar los excesos y abusos del poder.  Al mismo tiempo, se requiere iniciar la construcción de una cultura política sana, que no rinda tributos ni ofrezca reverencias a quien por ley y voluntad decidió ser un funcionario público. Habrá que preparar un cambio político, y con ello un largo proceso de construcción de una democracia con calidad, que tenga un componente profundamente ético, necesario para vivir en una nueva cultura política. Por ahora, la política es espectáculo mediático y en muchos casos un negocio, donde se usa el poder para ganar más poder, o para abusar desde el mismo poder.