En la fila del banco
Quien alguna vez haya tenido la necesidad de ir al banco en lunes a las tres de la tarde, puede perfectamente entender la sensación de hastío y de impaciencia que se respira en esos lugares. La mayoría de las personas vamos saliendo del trabajo y el panorama de formarse una o dos horas mientras el hambre apremia no levanta el espíritu, y menos la sucesión de comerciales del mismo banco que se repiten cada tres minutos. En pocas palabras, parece uno de los círculos de infierno, y en ése me encontré al salir del trabajo, pero no tenía otra alternativa.
Entré a la sucursal y no pude evitar una exclamación de sorpresa. Calculé que había unas 60 personas en la fila. Dos cajas funcionando para todas ellas, una más para los usuarios “premier” y otras dos, que tienen un cajero, pero un letrero que dice Caja Cerrada. Era uno de esos bancos donde no hay un despachador de turnos y carece de las 30 sillas que, aunque insuficientes para los 80 usuarios, nos permiten ilusionarnos con la esperanza de lograr un asiento unos cuantos minutos. No; en este banco todos nos formamos parados y esperamos el turno.
Sé que los cajeros hacen su trabajo, pero a quienes estamos del otro lado de la ventanilla, con hambre, cansados, nos parece que trabajan en pausas, que platican demasiado y que los usuarios permanecen mucho tiempo en ventanilla. La fila avanza, la molestia en los pies aumenta, el calor se encierra, observo con horror a quienes se acercan a ventanilla y realizan dos o tres operaciones, por lo cual la fila se detiene en ratos. Una ejecutiva se acerca a la puerta para cerrarla, van a dar las 4 de la tarde, está a punto de hacerlo cuando una mujer se acerca corriendo y logra entrar, trae unas bolsas del supermercado en la mano, continúo paseando con la mirada, veo personas hablando por celular y algunas con gorra aunque en toda la sucursal hay letreros que prohíben su uso, muevo la cabeza con desaprobación, pero me abstengo de hacer lo mismo, aunque la tentación y el aburrimiento han crecido en mi.
Trato de no permitir que me invada el mal humor, pero ya para entonces mi semblante es de pocos amigos; sólo pienso en la comida que prepararé y disfrutaré al llegar a casa. Las 4 con 12 minutos; sólo tengo 5 personas delante. Entonces suena el teléfono celular de la mujer que está a dos lugares de la ventanilla. La miro ingenuamente, creo que no responderá, pero lo hace, y después de buscar a alguien con la mirada, sonríe y dice a su interlocutor: sí, claro, vente. Segundos después, la dama que había logrado entrar unos segundos antes de las 4 , me dice con permiso y se coloca a lado de su amiga, le agradece el favor, le dice que estaba haciendo sus compras y que se siente afortunada.
Suena el timbre que marca el avance, el mismo timbre que despierta mi ser justiciero. Les digo con voz fuerte a ambas mujeres: si va a dejar que su amiga entre a la fila, entonces, usted fórmese al final. Inmediatamente me convierto en el centro de atención de la sucursal, la dama que ya está por ser atendida me dice que estaba reservando el lugar para su amiga, y le respondo que aquí no hay reservado de lugares. El señor que está delante de mí voltea y me reclama que no se me quita nada, así que le digo que entonces sea él quien ceda el lugar. Empiezan los murmullos, me he convertido en la villana de la media tarde, suena de nuevo el timbre, pasa la amiga y la otra permanece en fila, ya en primer lugar, así que al siguiente timbre, me adelanto y me pongo frente a la ventanilla. Ante la cara de asombro de los usuarios y la cajera que no sabe qué hacer, le saludo y le digo que el señor ha cedido su lugar a la señora, porque a él no se le quita nada. Hago mi pago y me retiro, acompañada de frases que me califican de conflictiva, enojona. Qué fea señora, dice quien se intentó colar en la fila y logra su cometido después de mí.
¿Remordimientos? ¿Arrepentimiento? De mi parte, ninguno. Pero mi comida no me supo tan rica. Hay victorias que saben a fracaso.