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26/05/13

Repartiendo culpas

Una mujer llega agitada, con la impaciencia retratada en su rostro. Se forma en la fila, donde sólo dos personas la separan de la ventanilla de atención. Se mueve con nerviosismo. Aproximadamente minuto y medio después es atendida por la recepcionista, a quien ordena de forma altanera que anuncie su llegada. La chica le solicita sus datos; atropelladamente los da y le informan que su cita ya venció, pues llegó media hora tarde. La mujer estalla en gritos y se queja; argumenta que tiene mucho tiempo esperando. La recepcionista le aclara que no es así; le recuerda que toda persona debe presentarse en el servicio 15 minutos antes de su cita y que, siendo así, su demora es de 45 minutos. Entonces la mujer cambia la actitud y explica que venía con el tiempo suficiente, pero el tren pasó y se quedó atrapada en medio del tráfico vehicular, por lo que no pudo llegar a tiempo. Con una paciencia disminuida, la recepcionista le explica que lo siente, y le ofrece atenderla una hora más tarde. Rechaza la oferta y exige hablar con el jefe de servicio, a quien le da otra versión: desde un inicio le dieron mal la hora de la cita, y pese a que llegó en tiempo, nadie le informó que debía reportar su llegada. El jefe, acostumbrado a lidiar con ese tipo de asuntos, le hace el mismo ofrecimiento que la recepcionista: la atenderán una hora después. Esta vez acepta, pero antes de irse, se acerca a la ventanilla y, a manera de maldición, le advierte a la recepcionista que llegará la ocasión en que ella sea quien llegue tarde y le nieguen el servicio, y con una falsa dignidad se marcha a esperar la hora de su cita.

La señora del incidente es una muestra de la eterna no culpabilidad que tenemos arraigada en nuestra cultura y, es que nosotros siempre somos inocentes o, mejor escrito, no culpables. De manera sagaz la señora, quien es sólo un botón de muestra, encontró tres culpables: la recepcionista, el servicio y el tren, pero en ningún momento se le ocurrió aceptar que la responsabilidad recaía en ella.

¿Dónde aprendemos a usar el dedo acusador hacia los demás? Imagino que desde pequeños, cuando hacemos travesuras que afectan a los demás y descubrimos a nuestros padres disculpándonos públicamente y acusando a los amigos que nos incitaron a hacerlo. De mayores, si empezamos a beber y llegamos a casa ebrios, es por culpa también de los amigos, quienes insisten y nos obligan a ingerir alcohol pese a nuestra negativa. Si caemos en placeres carnales y tenemos como consecuencia un embarazo no deseado, siempre podemos disminuir la ira de nuestros padres acusando a nuestra pareja de habernos obligado, engañado y seducido, valiéndose de nuestra inocencia.

En la escuela las malas calificaciones son por culpa de los maestros que no nos quieren y nos dan notas bajas; jamás se nos ocurre que es por un mal desempeño. En el trabajo es la misma historia: son las envidias, los compañeros mal intencionados y los jefes amargosos, quienes nos culpan de sus errores.

Así, repartiendo culpas caminamos por la vida, siempre víctimas de los demás, de su insistencia y malos ejemplos. Pero aunque pareciera que no quitamos un peso de encima, esto desencadena que en otras circunstancias seamos señalados como los causantes y culpables de los errores de otros, de forma que descargamos nuestras culpas y nos regalan las de los demás: en algún momento nos toca ser los amigos, los maestros, el compañero de trabajo o el jefe de otro.

Y aunque con la edad vamos perdiendo la inocencia, seguimos conservando la no culpabilidad. Y aunque aparentemente es una tabla de salvación, más tarde descubrimos que la consecuencia de solapar esas conductas nos obliga a cargar los errores de los demás.

 ¿No sería más cómodo sólo asumir nuestra responsabilidad, y dejar en manos de los demás lo que les corresponde?

Bueno, sólo propongo. Pero por si acaso usted, estimado lector, descubre errores de ortografía y sintaxis en este artículo, la culpa se la regalo a mi editor. 

Repartiendo culpas