Barca de Pedro, portaviones, Arca de Noé
Hace un año exacto salió humo blanco en el Vaticano. La noticia causó expectación: un papa jesuita. Pocas órdenes religiosas han sido tan controvertidas, ensalzadas y atacadas como los compañeros de Ignacio de Loyola. Después del Vaticano II y de la Congregación XXII de los Jesuitas esta Orden se apropió de las banderas más vanguardistas de la Iglesia, en lo doctrinal y en lo sociopolítico. Sin embargo, el día de la elección de Bergoglio como papa había más preguntas que certezas. “Es un Jesuita, pero de los más conservadores”, decían muchos. Acostumbrados a una iglesia más dispuesta a meter el freno que el acelerador, y conscientes de lo variopintos que suelen ser de por sí los jesuitas, no queríamos echar las campanas a vuelo.
Pero el papa traía completo su estuche de sorpresas. Empezó por el nombre. ¿Por qué Francisco? Los familiarizados con la Orden se apresuraron a explicar: por Francisco Javier, compañero de San Ignacio y primer jesuita canonizado junto con el mismo fundador. Pero no: Francisco por el de Asís –un santo radical–, de los que han tenido la loca idea de acercar la Iglesia al Evangelio. Ése fue el primer mensaje.
Después vinieron otros: se transformaron algunos signos de poder y riqueza: trono, capas, crucifijo, zapatos; el discurso se volvió más cercano; desapareció la limusina; se comunica directamente por teléfono. Son sólo símbolos, dirán algunos, pero los símbolos son parte de la esencia en cualquier religión. ¿A dónde apuntan estos símbolos?
Pareciera que hacia una Iglesia más humilde, más cercana y preocupada por los marginados. “No te olvides de los pobres”, dice el Papa que le dijo un amigo. No sólo ha condenado, como muchos papas lo han hecho, las escandalosas desigualdades del mundo, sino que avanza hacia una mayor sencillez en las formas que le dan un poco de coherencia al discurso.
Una Iglesia más incluyente y cercana, menos presta a la condena y más a la misericordia. Se abren temas aceptando, al menos, que la realidad no es en blanco y negro, que tiene matices. Durante las últimas 4 décadas la Iglesia quiso volver a la ortodoxia rígida: los católicos de avanzada fueron quedando cada vez más al margen. Lo que viene no será una revancha, sino un abrir las puertas para que quepan todos. Eso parece.
Un Papa radical, dicen algunos católicos conservadores, asustados. Creen que radical es mala palabra. Pero radical viene de raíz, de volver a los principios originales. En ese sentido, volver a la sencillez del evangelio, a la preocupación por los pobres y a la misericordia y las puertas abiertas es, efectivamente, radical. Pero es lo auténticamente cristiano.
La pregunta, a un año de su elección, es si de verdad podemos esperar grandes cambios en la Iglesia. Lo primero que habría que decir es que, como alguna vez escuché por ahí, la barca de Pedro se ha convertido en un portaviones. Esta figura es sugerente, porque no es solamente que la institución haya crecido en tamaño, sino que ha sumado atributos de fuerza y poder que no tenía la frágil embarcación del pescador galileo. También ha pasado de navegar en el lago Genezareth a las aguas internacionales. Cambiar la ruta de un portaviones cuesta mucho más trabajo que hacer un cambio en una pequeña lancha, y al hacerlo se provocan muchas más olas. Con todo esto, debemos tener claro que los cambios en una institución tan vieja y pesada no se dan de la noche a la mañana, ni por la voluntad de un solo hombre.
Por otro lado, habría que precisar qué entendemos por cambios y hacia dónde esperamos que cambie. Porque en eso no nos ponemos de acuerdo ni los mismos católicos. Hay reacciones fuertes al interior de la Iglesia, tripulantes felices del portaviones que le temen a la fragilidad de las trajineras y los veleros. También he encontrado muchas expectativas desproporcionadas, principalmente de personas que, desde fuera de la institución, quisieran que dijera o hiciera cosas que irían contra su propia esencia. El catolicismo es una religión (con sus creencias, sus ritos, sus símbolos), y si alguien quiere que deje de serlo, está fuera de lugar. Pero aun algunas cosas que sí serían esperables –como la equidad de género al interior de la iglesia, el celibato, el divorcio y otros aspectos doctrinales– es probable que no cambien, al menos en el corto plazo.
Con todo, uno de los cambios visibles en este año es el aumento de la colegialidad. La idea de que el rumbo de una institución mundial tiene que ser definido con más participación de otros niveles de la jerarquía, y también de los y las laicas –como se vio en la forma de trabajar el sínodo de la familia–, implica un cambio importante. La cercanía de las autoridades con la realidad cotidiana de la gente, la apertura verdadera para escuchar y ponerse en los zapatos de los más sencillos, el diálogo verdadero con el mundo, pueden, a la larga, desencadenar cambios de manera imprevisible. Es a eso a lo que algunos le tienen miedo.
No creo que la Iglesia pueda, en el mundo actual, volver a ser la barca sencilla de madera que usaba Pedro. Pero podría, al menos, dejar de ser un portaviones –dispuesto a condenar, invadir y colonizar–, y asumirse como el Arca de Noé: preocupada por dar asilo y por construir un lugar en el que quepan todos y todas.