Democracia cercada
“Desde la gran reforma de 1977 hemos vivido, en promedio, una cada cuatro años. Lo más curioso del asunto es que, si bien al principio las reformas nos dieron acceso a un verdadero sistema electoral, las posteriores no consiguen que disminuya el desencanto con nuestra democracia…”
No tengo forma de asegurarlo, porque me faltan datos, pero no creo que haya muchos países en el mundo, con más reformas electorales que el nuestro. Desde la gran reforma de 1977 hemos vivido, en promedio, una cada cuatro años. Lo más curioso del asunto es que, si bien al principio las reformas nos dieron acceso a un verdadero sistema electoral, las posteriores no consiguen que disminuya el desencanto con nuestra democracia. Esto puede tener muchas explicaciones, pero una de ellas es que cada vez que se hace una reforma, quienes la impulsan, generalmente los partidos, están buscando cosas diferentes a lo que buscaríamos la mayoría de los ciudadanos. Me explico.
El sistema electoral en una democracia busca garantizar, por un lado, el derecho de las mayorías a elegir el tipo de gobierno y las personas que quieren que gobiernen; y al mismo tiempo, busca garantizar el derecho de algunos ciudadanos a acceder a los puestos públicos. Son dos objetivos que están obviamente vinculados y podrían estar en armonía, pero esto no siempre sucede.
En la democracia, los ciudadanos estamos dispuestos a ceder nuestra cuota particular de poder a otros, con tal de que se hagan cargo de las tareas públicas. Estamos dispuestos a pagarles y a darles algunos privilegios, como el uso exclusivo de la fuerza, o de conformar el marco legal en que nos conduciremos todos. Frente a esta decisión tan importante y delicada, lo que más nos interesa es que el proceso electoral nos permita conocer mejor a los candidatos, que el proceso sea transparente y se nos garantice que se va a respetar el sentido de nuestro voto. Habría que añadir a lo anterior, que idealmente, el proceso no debiera ser demasiado costoso, porque nadie quiere endeudarse cada 3 o 6 años para elegir a un gerente para su negocio.
Las leyes electorales que ayudan a cumplir estos objetivos se deben basar en algunos supuestos, como el de mayor publicidad y transparencia; el de la mejor difusión de las ideas y propuestas; el de la claridad sobre los antecedentes de los candidatos y la seguridad de que tengan la experiencia, la probidad y los recursos necesarios para desempeñar el puesto, etcétera.
El derecho de acceder a los puestos públicos garantiza que determinadas personas –una super minoría– cumpla sus expectativas de realización personal, su deseo de incidir en la realidad (el poder) y viva a expensas de los recursos públicos. Todas éstas, aspiraciones legítimas. Para cumplir con tales expectativas, lo que las leyes electorales deben garantizar, básicamente, es que todos puedan competir en igualdad de circunstancias y de forma que se juegue sin cartas marcadas o dados cargados. Equidad y transparencia. En principio, parece que estas aspiraciones son perfectamente compatibles con los deseos de los electores, pero los acentos van dibujando diferencias notables.
Desde la perspectiva de los políticos, la competencia por el poder se convierte en el asunto central, no porque esto deba garantizar que gobiernen los mejores, sino que gobiernen ellos. Entonces, lo más importante en la construcción de los marcos normativos electorales, es tratar de hacer que los otros –que casi siempre son unos tramposos– no tomen ventaja. Y en esta lucha desbocada, mientras se cuente con más recursos, mejor, porque de lo que se trata no es de demostrar, a través de las ideas, sino de inducir, por cualquier vía, el voto favorable. Se busca, por todos los medios posibles, de mantenerse en el poder, por lo que las leyes electorales deberán ayudar, no a abrir el abanico de posibilidades, sino a cerrarlo y controlarlo.
Estas diferencias entre lo que quieren los políticos y lo que queremos los ciudadanos de a pie, hace que reformas nazcan y se reformen de nuevo sin integrar demandas ciudadanas añejas. Porque para acabarla de complicar, los ciudadanos que quieren acceder al poder se hallan agrupados en partidos políticos –vía privilegiada de acceso al presupuesto– responsables de crear y recrear el marco jurídico electoral, que naturalmente, siempre les favorece.
Ejemplos hay varios. Los controles excesivos que se han ido estableciendo sobre lo que los candidatos pueden o no pueden decir, y los candados excesivos en todo el proceso electoral, que obedecen más a la lucha entre ellos mismos –sembrada de trampas y triquiñuelas, de madruguetes y puñaladas por la espalda– que de un interés en la ciudadanía. Los tiempos en la televisión se distribuyen como premios que ellos mismos se dan, y no obedecen a la necesidad de los electores de conocer bien a los candidatos. Si se atendiera la necesidad de escoger a los mejores, lo que la ley debiera garantizar es el mismo tiempo –tiempo de calidad– de todos los candidatos en la televisión. Debates obligados y bien conducidos, restricciones mínimas a la prensa.
En la lógica de los partidos, los plurinominales –que cumplen una función de representatividad– seguirán siendo nombrados por las cúpulas partidarias, porque eso les da control sobre sus propios miembros: la facultad de repartir premios. Desde la lógica ciudadana, además de reducirlos, debieran estar sujetos a los votos que obtengan ellos mismos en la elección (mejores segundos lugares, por ejemplo).
La distribución actual de recursos a los partidos, además de resultar excesiva y abusiva, obedece a la lógica de la competencia entre ellos –como si se dieran a sí mismos un botín por los votos obtenidos– y dificulta el surgimiento de nuevas fuerzas políticas que están siempre en desventaja. No hay razón que justifique la desigual asignación de recursos, cuando se ve desde la lógica de un ciudadano que debe tomar la decisión de su voto con la información disponible. Esto tiene que ver también con las trabas y obstáculos que se siguen poniendo a las candidaturas independientes.
La cadena de reformas electorales abrieron, en principio, las posibilidades para una vida democrática. Pero con el tiempo se han convertido en la garantía de permanencia de una clase política que parece poco dispuesta a cambiar las reglas del juego. Es tarde para pensar en otra reforma antes del 2018, pero habrá que empujar después, desde la ciudadanía, una verdadera reforma que ayude a romper el cerco en el que se ha puesto a nuestra todavía inmadura democracia.