miércoles. 24.04.2024
El Tiempo

Dos formas de ocultar una mancha en la pared

"En sus años mozos vimos a la Libertad de Prensa como la Adelita de los oprimidos, la que, puesta al servicio de los sin voz, podría construir una mejor democracia..."

Dos formas de ocultar una mancha en la pared

Es un secreto a voces, se decía y se sigue diciendo, cuando algún asunto pretendidamente privado o escondido era del conocimiento de mucha gente. Era un secreto a voces –hablando del siglo pasado- la forma en que se enriquecían los políticos; o las amantes de los presidentes y sus pleitos conyugales; o los usos y costumbres a la hora de designar al próximo presidente. Se decía que eran secretos porque eran “verdades” que circulaban de boca en boca pero que nadie vería nunca en papel impreso. Nadie lo vería porque nadie se atrevía a publicarlo.

Dos cosas han cambiado desde entonces: una es que el control tan férreo y burdo sobre los medios ha cedido hasta tener una libertad de prensa bastante aceptable. No es que no haya formas de control incluso violentas, y que entre los temas y asuntos que se tratan no sigan existiendo zonas oscuras. Pero existen, mal que bien, muchos espacios en los que se pueden decir cosas que antes eran impensables. La otra es la irrupción de las tecnologías de información y la internet, que han democratizado el derecho a la expresión pública de las ideas. Ambos fenómenos están relacionados, porque controlar el broadcast, que tiene cabezas claras y definidas, es una cosa; pero controlar a millones de personas con acceso a medios de producción de contenidos –un teléfono celular, por ejemplo– y redes de comunicación –Youtube, Facebook–  es otra. Y la apertura incontrolada e incontrolable en un campo impide cada vez más el dominio en el otro, so pena de quedarse chiflando en la loma sin nadie que los escuche.

De la época de conformarnos con las verdades a voces, construimos la imagen de la señorita Libertad de Prensa: una hermosa joven emancipadora, que luchaba a brazo partido contra todos los demonios que se ocupaban de perseguirla para ajarla y violarla. El sueño era verla verdaderamente libre, sin ataduras, sembrando a su paso transparencia. Una vez destruidos sus enemigos habría que asegurar a como diera lugar su soberanía absoluta. Pero he aquí que, ya como reina, esta señora Libertad de Prensa puede volverse despótica y arbitraria. A veces no es tan linda como la imaginábamos y se ceba en sus propios súbditos.

Viniendo como venimos de regímenes semidictatoriales, y teniendo como seguimos teniendo tentaciones autoritarias, no resulta popular hacer la pregunta: ¿es que a esta otrora cautiva, no se le pueden poner límites? En sus años mozos vimos a la Libertad de Prensa como la Adelita de los oprimidos, la que, puesta al servicio de los sin voz, podría construir una mejor democracia. Y no es que haya dejado de ser una herramienta fundamental en la edificación de nuestro a veces raquítico régimen republicano, pero debo decir que más de una vez la he visto remando en sentido contrario. Me explico.

Excedida, la tal Libertad de Prensa, nos ha saturado de videos “reveladores”, de fotos que “desenmascaran”, de cheques, de conversaciones... Pero paradójicamente, mientras más sabemos y de más nos enteramos, sabemos menos. Nunca imaginaron los creadores del Photoshop el papel que tendrían en tantas y tantas imágenes trucadas, no por la búsqueda de la excelencia fotográfica sino del chantaje, del lucro noticioso o del simple retozo cibernético. De todo eso que se publica, de todo lo que circula en la prensa escrita y en la digital, en los grandes medios y en las redes sociales, ¿qué es verdad y qué es mentira? Hay dos formas de ocultar una mancha en la pared: una es usando pintura del color de la pared para taparla; la otra es usando el color de la mancha para pintar millones de manchas parecidas en el muro. Nuestra hermosa libertad de prensa se ha convertido en una señora borracha con una brocha puntillista que nos impide distinguir entre una mancha y otra.

¿Hay qué matarla? Desde luego que no. Pero hay qué ponerle límites, porque si no se le ponen el efecto es el mismo de cuando no existía: la desinformación. Esos límites no pueden ser, desde luego, arbitrarios; deben surgir del consenso en una sociedad democrática y tienen tres vías: uno es la educación, otro es la ética de los medios y otro, el más importante, la legalidad.  El primero se relaciona con la necesaria reflexión sobre las estrategias para formar ciudadanos y ciudadanas capaces de distinguir entre el trigo y la cizaña. El segundo, con la necesaria construcción de códigos éticos entre los medios de comunicación, que respondan a las nuevas circunstancias políticas y tecnológicas.

El tercero, la legalidad, es hacer cumplir las leyes y crear las necesarias para que no haya impunidad cuando se trate de abusos a la libertad de prensa. Es, por ejemplo, hacer efectivo el derecho de réplica y hacer viable el derecho a demandar a quienes, sin bases y fundamentos sólidos, afecten la honra de terceros. Otro, muy en entredicho, está en sancionar el espionaje y la publicación de contenidos de carácter personal.  Ya existen límites en nuestras leyes: El Código Penal sanciona con prisión de uno a 5 años “al que dolosamente o con fines de lucro interrumpa o interfiera las comunicaciones, alámbricas, inalámbricas...”  La Ley de Vías Generales de Comunicación dice que está “prohibido interceptar, divulgar o aprovechar sin derecho, los mensajes, noticias e informes que no estén destinados al dominio público”. La Ley sobre delincuencia organizada, a pesar de que da entrada al espionaje, lo sujeta estrictamente a la decisión de un Juez.  Pero lo que sucede con todas estas leyes es como todo lo que pasa en México: no pasa nada: rara vez se sanciona a alguien por hacer espionaje telefónico; rara vez se sanciona a alguien por difundir mentiras de forma alevosa.

Muchos ciudadanos piensan que escuchar conversaciones o videos “prohibidos” que exhiben a otros, o dejar que la prensa destruya a las personas, especialmente si son políticos, son actos libertarios, de rebeldía, que nos acercan a mundos mejores. Pero como en todo lo que tiene qué ver con el Estado de Derecho, en un ambiente que no está regido por las leyes, los que salen perdiendo siempre son los más débiles: en la selva, los devorados son siempre quienes tienen menos dientes.