¿Por qué hemos de creerles?
Los vecinos lo habían advertido desde hacía mucho tiempo. Noche a noche se escuchaban los pleitos, los golpes y los gritos de la pobre mujer. Mañana tras mañana las evidencias de las golpizas que recibía la vecina decoraban su rostro cada vez más ajado. Al principio la víctima no se atrevía a denunciar, pero decidió hacerlo un día, animada por sus vecinos. El energúmeno que vivía con ella fue llevado a los separos y en poco más de 12 horas estaba de vuelta en la casa, dispuesto a castigar a la chismosa con renovados bríos. –Hay que hablar cuando la esté golpeando, para que pueda ser sorprendido en flagrancia –opinó un vecino que había ido enriqueciendo su vocabulario jurídico de tanto leer la nota roja-. Así se hizo. Pero al llegar los agentes se hizo evidente que la última comparecencia del victimario ante la ley, había servido sólo para acordar cuotas, componendas y fidelidades que le garantizaban la impunidad. –Señora, por favor, no haga enojar a su marido –dijo uno. –Es un asunto particular, señora, platiquen entre ustedes, no molesten con tonterías a la autoridá –dijo el otro.
La impunidad del agresor exasperó a algunos vecinos pero también animó a otros cónyuges, que al ver que no había sanciones se resolvieron a imponer su ley a las respectivas, cuando éstas dieran señales de una excesiva independencia. El vecindario era cada vez más inseguro (para las féminas, desde luego) y los golpes y gritos inundaban las calles. Los vecinos conscientes, sin embargo, eran un problema por sus quejas frecuentes. La autoridad decidió, con claridad política, atender el asunto: tuvo una reunión seria con los esposos agresores, para que éstos golpearan a sus mujeres en horarios que afectaran menos al vecindario, o que lo hicieran en lugares de la casa menos permeables al ruido. De ser posible, y en considerando la situación específica, se les pidió “intervenir la humanidad de sus consortes –preferían usar eufemismos– en zonas que dejaran menos secuelas” (en este punto la experiencia y recomendaciones de los agentes de la ley fue muy útil a los machines). Al mismo tiempo, y según la recomendación del área de comunicación social de las fuerzas del orden, se llevó a cabo una campaña de información para que la comunidad local y foránea no se dejara llevar por los rumores de violencia, exagerados y malintencionados. Construyeron creativas estadísticas y fotografías –ambas hábilmente maquilladas– para demostrar que los brotes de violencia intrafamiliar en el barrio eran fenómenos aislados y de poca importancia.
Pero he aquí, que una señora con la falda bien puesta se hartó y se armó –de valor y de instrumentos contundentes– y puso al macho irredento en su sitio, o sea, fuera de su casa. El hecho no pasó desapercibido y las vecinas, cansadas de los golpes y de la inacción de la autoridad, emularon a la primera. Y ahora rebasan el ámbito hogareño: tunden y destierran a los agentes de la ley coludidos con los maridos. ¡Ahora sí, los controles de información han sido rebasados! Todo mundo sabe que en la colonia, las mujeres tomaron el mando. Y ahora sí, la autoridad se preocupa. ¡Resulta que las mujeres se están haciendo justicia por su propia mano! ¡Rasguémonos las vestiduras! ¿Cómo sabremos que no van a abusar de su autoridad para golpear a maridos bien portados? ¿Y si algunas hacen un uso excesivo de la fuerza? ¿De dónde han sacado tanto objeto contundente? ¿Porqué no acudieron a las fuerzas del orden como debe ser? ¿Dónde quedan los valores familiares, el Estado de derecho?
Vuelve la autoridad por sus fueros: –Señoras, señoras... las comprendemos. Ustedes han sido siempre nuestra preocupación principal, la razón de nuestros desvelos. No se pongan así, por favor. ¿Serían tan amables de reducir la plancha y el sartén a sus función primaria y original? –¿Ah sí? ¿quién lo pide, se puede saber? –La autoridad. –¿ De cuando a acá? Hace mucho que no se oye esa palabra por aquí; ¿cómo sabemos que vuelto el rodillo al cajón y el bat al cuarto de los niños, no volverá también el macho con renovado sadismo? ¿Quién nos garantiza nuestra seguridad? ¿Por qué debemos creerles?
¿Por qué debemos creerles?
Ese es al asunto ahora, en Michoacán y Guerrero. ¿Por qué los ciudadanos organizados como defensas deben creerle a un gobierno que, fiel a la antigua tradición priista y a nuestra cultura política, adoptó como estrategia de seguridad controlar más la información que a los criminales? Por qué debemos creerle a un presidente que afirma, contra toda evidencia, que las guardias comunitarias “no se multiplicaron durante su mandato”? ¿Por qué creerle a un gobierno que decidió “tomar el control” de Michoacán cuando ya las cosas habían llegado a un nivel tal que estaban en control de los ciudadanos? ¿Por qué creerle a un gobierno que afirma permanentemente en los medios que ya se reestableció el Estado de derecho en Michoacán, y al día siguiente las guardias comunitarias toman otras dos poblaciones? ¿Por qué creerle al gobierno, que presume más de 100 detenciones en unas semanas pero no pudo –o no quiso– hacer hasta que las guardias tomaron el control del estado?
No podemos negar el peligro que suponen, para las mismas comunidades, las guardias comunitarias; sobre todo si se extienden en el tiempo y la geografía. Pero, suponiendo que usted estuviera en el caso de los habitantes de la Ruana o cualquiera de estos poblados; que hubiera tenido los pantalones para oponerse a los Templarios, y supiera que les ha picado la cresta y que esperan agazapados el momento de la revancha... ¿de verdad le confiaría su vida a un gobierno que vive más de declaraciones de que de acciones? Yo no. Hablar simplemente de desarme no sólo es temerario, sino simplista, por más que se quiera comparar a las guardias –para justificarlo– con los grupos paramilitares armados por el ejercito en Colombia. El proceso tendrá que pasar por el reestablecimiento real de las condiciones de legalidad –todavía muy lejanas– y por la búsqueda de estrategias, en diálogo con las autodefensas, para garantizar la seguridad de los habitantes y restablecer la confianza.