Humo y decibeles

Seguramente usted recuerda las series de gangsters o de vaqueros, donde invariablemente el héroe aparecía con un cigarro en la mano y la cámara se ubicaba de tal forma que nos dejaba ver su rostro velado por el humo, los ojos entrecerrados, la boca entre expirando y haciendo un mohín de disgusto. Era una de las tomas recurrentes que hacían ver al galán más fiero e indomable. Si recuerda usted esas escenas es que usted tiene algunos abriles en su haber, pero no es mi intención evidenciarlo, sino hacer notar cómo el cigarro, que se había convertido en un signo de elegancia y distinción. En esos tiempos, en las fiestas, en los restaurantes, y en los transportes públicos y hasta en el auto ajeno, los fumadores no se preguntaban, ni le preguntaban a usted, si estaba bien o mal hacernos aspirar el humo que desechaban después de hacerlo pasear por sus pulmones. Se daba por supuesto que el cigarro era de buen gusto.

Pero hubo una inflexión: los gobiernos del mundo lanzaron una ofensiva que involucró tanto campañas publicitarias como normativas más estrictas contra el tabaco. La decisión mundial de atacar el hábito no tuvo que ver sólo con la preocupación genuina por la felicidad de los fumadores, activos y pasivos, sino principalmente, por los costos estratosféricos que supone para los servicios de salud pública el tratamiento de las enfermedades derivadas de este gusto. En cosa de 20 años se ha dado un cambio cultural: los fumadores han aprendido (en general y a veces a regañadientes) que su gusto por el humo no puede ser compartido si los demás no están de acuerdo, cosa que antes ni se preguntaban.

Espero que con lo dicho hasta ahora no haya perdido a mis lectores fumadores, porque de por sí no hay muchos lectores de periódicos, y si quitamos a los que les gusta leer el periódico con un cigarro y una taza de café, me puedo quedar escribiendo solo… No se vayan. En realidad, de lo que quiero hablar es de humo sino de decibeles. ¿Qué tiene que ver esta leyenda negra del cigarro con el ruido?

Nuestra cultura ha ido legitimando cada vez más, como lo hizo con el cigarro, el ruido: el derecho de cualquiera a invadir de decibeles el espacio de todos. Y no tiene que ver solamente con el ruido que frecuente e inevitablemente hacen muchas de las máquinas que utilizamos para trasladarnos o para fabricar otros objetos. Tiene que ver con esa aparente compulsión por llenar todos los espacios de nuestra existencia – y los ajenos – con sonidos. Esto no siempre ha sido así, es algo que se ha ido construyendo a la par de la tecnología. Televisores prendidos en todos lados a todo volumen, incluyendo espacios públicos; bocinas en la entrada de los comercios invadiendo la vía pública; diversión organizada a todo volumen en actividades al aire libre, aún en parques “ecológicos” y zoológicos. Siempre hay alguien que decide que la diversión pasa necesariamente por tener unas bocinas escupiendo música estridente y la verborrea poco ocurrente de un aspirante a locutor.

Así como se asoció culturalmente el cigarro a las fiestas, al café, o a las comidas y era natural que cualquier reunión tuviera una neblina apestosa aferrada al cielo raso, así pareciera que hemos asociado convivencia a ruido o música estruendosa. Así como se asumía que los fumadores podían imponer el humo a los demás, hemos asumido que cualquiera puede invadir con su música-ruido el espacio de los vecinos sin que nadie se inmute. Así como asistíamos impávidos al suicidio a largo plazo que significa el humo del cigarro, nos mantenemos pasivos frente a los daños que ocasiona el ruido en nuestro organismo sin hacer nada la respecto. Incluso en los espacios educativos son frecuentes los eventos y actividades con música a volúmenes rompe tímpanos.

El problema, tiene que ver, probablemente, con lo sutil de los daños que produce el ruido, menos escandaloso (si se me permite la expresión paradójica) que un cáncer en los pulmones. Seguramente hay una contabilidad menos precisa de los daños al erario por la atención a los problemas derivados del ruido. Pero estos daños no son desdeñables. Por un lado están los daños físicos comprobados, que se ocasionan a los órganos auditivos con sonidos superiores a los 80/85 decibeles (una aspiradora produce 90 decibeles, una motocicleta 100; un concierto con bocinas como las que se usan ahora, unos 120 decibeles). La exposición a sonidos de esta magnitud ocasionan daños irreversibles a las células que traducen la vibración acústica en impulsos neuronales. Hay además problemas otros problemas físicos extraoculares y psicológicos vinculados a la exposición constante al ruido: estrés, irritación, cansancio, con el consiguiente efecto que tienen estos en las relaciones sociales.

La prueba de que este problema está fuera de nuestro radar son las escasas reglamentaciones que existen al respecto y su poca capacidad para inhibir la producción de ruido en las ciudades. En León, por ejemplo, el Reglamento de Calidad Ambiental establece los niveles máximos permisibles (Art.68) y en artículos subsecuentes, aclara que las molestias ocasionadas por vecinos por esta razón, se atendrán a lo que dice el reglamento de Policía. Pero el Reglamento de Policía sólo dice respecto al ruido: “Son faltas o infracciones contra el bienestar colectivo […] ocasionar molestias al vecindario con ruidos o sonidos de duración constante o permanente y escandalosa, con aparatos musicales o de otro tipo utilizados con alta o desusual (sic) intensidad sonora o con aparatos de potente luminosidad, sin autorización de la autoridad competente” (art. 13). Lo más curioso es la última parte:  si hay permiso de “la autoridad competente” sí se puede ocasionar molestias al vecindario, como usualmente ocurre en terrenos para fiestas. A pesar de que el reglamento de calidad ambiental, en el art. 69,  establece que “Los propietarios de establecimientos, servicios o instalaciones deberán contar con los equipos y aditamentos necesarios para reducir la contaminación originada por la emisión de ruido”, la autoridad no tiene forma de evitar que esto suceda, porque no tiene guardias ni personal que trabaje los fines de semana, que es cuando suceden estos ilícitos. En países más avanzados se ha reglamentado, incluso, el ruido que se hace con las podadoras los días domingos, para no afectar el descanso de los vecinos.

Así como el consumo de cigarrillos ha sido limitado a través de campañas y cambios legales, debemos asumir el problema del ruido de la misma forma: se necesita revisar los ordenamientos de ecología y policía, al mismo tiempo que se lanzan campañas publicitarias y se ataca el problema en la educación formal. Puede ser que algún día podamos disfrutar de nuestra propia música y divertirnos sin necesidad de quedarnos sordos. Las épocas estridentes las recordaremos sólo en las películas.