jueves. 19.06.2025
El Tiempo

Laicidad

"Las declaraciones del obispo de Veracruz sobre su hipótesis electoral –que el PRI perdió por la iniciativa de Peña Nieto sobre los matrimonios entre personas del mismo sexo–,  aderezadas por su muy particular concepción de la homosexualidad, reavivaron discusiones históricas sobre el tema."

El asunto de la laicidad en nuestro país se parece a los rescoldos de esas hogueras que cualquier brisa vuelve a encender. Las declaraciones del obispo de Veracruz sobre su hipótesis electoral –que el PRI perdió por la iniciativa de Peña Nieto sobre los matrimonios entre personas del mismo sexo–,  aderezadas por su muy particular concepción de la homosexualidad, reavivaron discusiones históricas sobre el tema. Si revisamos la vida independiente de nuestra patria, se han derramado miles de litros de tinta y sangre, y la herida sigue abierta.

Para empezar, existen concepciones diferentes de lo que significa realmente un Estado laico, o los entrecruces que hay en ese campo semántico complejo que abarca términos como libertad religiosa, libertad de conciencia, libertades civiles, soberanía popular, democracia... En un extremo están los que consideran que un Estado laico es aquel que no se identifica con ninguna religión, pero va más allá, que procura que sus miembros tampoco la tengan o al menos que no lo reconozcan públicamente. Un Estado que incluso debe combatir las creencias religiosas y todo lo que vaya en contra del pensamiento científico. En el otro lado están los que piensan que la religión es parte esencial de la identidad y que es normal y deseable que un país o un Estado se identifique con una religión en particular, si bien, tolerando la existencia de otras religiones. Claro que para merecer el calificativo de “laico” se deberá gobernar sin distingos y discriminaciones. Muchos podrán decir que en este último caso no se trataría ya de un Estado laico, pero podemos voltear a ver a Gran Bretaña: ¿Se puede pensar que el Estado británico no sea un Estado laico? Y sin embargo, en la isla se sigue reconociendo la imbricación entre la Iglesia anglicana  y el Estado inglés. O podemos voltear a la ver a nuestros vecinos del norte: no hay una identificación del Estado con ninguna religión en particular, pero el gobierno norteamericano reconoce a una multitud de credos diferentes y establece incluso políticas para fomentar su existencia. ¿Qué es entonces lo que distingue a un Estado laico?

La palabra misma, laico(a) surge en un contexto cristiano y servía para distinguir de la jerarquía a los cristianos de a pie. Por sus raíces griegas parece significar pueblo, quizás “pueblo llano”. Pero en el siglo XIX se amplió al dominio de la política y la sociología. En principio los Estados laicos son la reacción a la mezcla entre el poder civil y el religioso que se daba en todo el mundo, pero las concreciones de esa división han sido, como vimos arriba, diversas. Lo que realmente define a un Estado laico, más que las expresiones exteriores de fe (por las que nos desgañitamos los mexicanos), tiene que ver esencialmente con dos cosas: Primero, que el poder resida, ya no en lo que dicta y manda una autoridad religiosa, sino en la voluntad del pueblo. Y segundo, con la claridad entre la distinción público-privado. ¿Qué es privado y qué es público? Es privado aquello que nunca puede ser de interés general; es público lo que corresponde al bien común. La religión o el ateísmo pertenecen al ámbito de lo privado, porque siempre son opciones particulares. El Estado laico nunca se puede identificar ni favorecer ninguna opción particular. En cambio, la ley común o los servicios públicos son de carácter universal, y pertenecen al ámbito público. Como tal, deben ser garantizados en condiciones de igualdad por el Estado. Por eso laicidad y democracia van de la mano. No hay un Estado laico si se dan negociaciones cupulares entre jerarcas religiosos y funcionarios públicos en los que se tergiversa la voluntad popular o se favorecen intereses particulares o gremiales; ni tampoco si en un país en se establecen políticas persecutorias contra cualquier credo religioso.

Si vemos hacia atrás, nuestro país se ha movido en esos dos extremos y apenas empezamos a superarlos. Nuestra infancia –traumática– está vinculada a un acto brutal de intolerancia religiosa. Suceso que se explica perfectamente porque la España que llega a nuestras costas es todavía una nación en la que la religión y el poder político se funden con mucha naturalidad. Y hay qué decir que el mundo indígena que llegaron a destruir no tenía tampoco nada de laico. Nuestra Independencia está marcada todavía por esa idea y las primeras utopías de nación la contemplan siempre como católica,  por definición. Se ve a la religión como el único elemento cultural capaz  de unificar a un país tan diverso y disperso. Pronto el liberalismo presentó otro modelo de nación, pero la pugna encarnizada con los conservadores arrojó frecuentemente soluciones que más que ampliar la libertad de creencias, trataban de combatir frontalmente a una iglesia protagónica que no se resignaba a ser una más en el mosaico nacional.

Adolescente como es esta patria nuestra, todavía se debate en esos extremo de personalidad.

El poder público en una democracia debe aspirar a facilitar lo que Adela Cortina llama un Estado de Justicia. Es decir, el Estado debe garantizar que las personas puedan acceder a un mínimo de derechos: educación, salud, alimentación… Y debe también decidir cuáles de esos derechos pueden ser limitados. El Estado no te puede obligar a profesar alguna fe, pero debe garantizar tu derecho a creer en lo que tú quieras, y castigar la intolerancia religiosa. El Estado no debe prohibir lo que fumo o tomo, pero puede castigarme si manejo un automóvil y pongo en peligro a las personas después de hacerlo, o si induzco a menores de edad al vicio.

La democracia laica no nos pide renunciar a lo que creemos, fundiéndonos en una anomia informe. Es precisamente lo contrario: se trata de construir un marco en el que las diferentes posiciones morales puedan discutir, argumentar y finalmente convivir en paz sin crucificar a quien piensa diferente. Reconocer, por ejemplo, el derecho de las parejas homosexuales a construir una familia, no significa que todos crean que ése es el mejor modelo. Se trata de respetar su derecho a serlo, porque ellos quieren serlo. Si en el ámbito público se quiere sostener que una pareja homosexual no puede criar a un niño o niña sano, habrá qué demostrarlo; yo tengo evidencias en contrario. En otros ámbitos, en las iglesias, en las familias, en las organizaciones educativas, se podrá seguir discutiendo para convencer a las personas concretas para vivir así o de otra manera. Eso no cancela las utopías particulares; al contrario: la democracia debe garantizar el derecho que tienen las familias, las iglesias y otros organismos, de seguir haciendo su labor en uno u otro sentido, de manera libre, segura, respetuosa y pacífica.