¿Por qué no hubo clases el lunes?

 –¿Por qué no hubo clases ayer? –preguntó una joven del taller que imparto. Silencio. –¿Nadie sabe por qué dieron el día lunes? Pregunté, sorprendido de que nadie contestara. –No sé, fue una fiesta nacional o algo así – escuché una voz, aburrida. –¿Qué pasó el 5 de febrero? –insistí. –La batalla de Puebla ​–contestó un joven desganado, como recordándome que no estábamos en clase de historia. –¡Celebramos la promulgación de nuestra Constitución! –les dije exasperado. –Ah. Yo pensé que lo habían dado por lo del superbowl –me respondió otra, sin el menor interés en el tema.

No tengo elementos para saber qué tanto interesa su constitución a los habitantes de otros países, pero sé que a los mexicanos, a los de a pie, les importa muy poco la Carta Magna. Nuestros políticos dicen que les interesa y que la respetan, le hacen discursos y le dicen palabras bonitas, y al final le meten mano entre las faldas con mucha facilidad y descaro. ¿Por qué no nos interesa la Constitución?

Una posible razón es que nuestra Constitución viene de un linaje de Constituciones fallidas, mentirosas. La constitución de Apatzingán, de 1914, fue la primera del México independiente. Redactada por unos pocos, trataba de poner coto a las ansias de los dictadores, cosa que, como se vio durante todo el siglo XIX, no evitó ni tantito. Claro que no vivió mucho la pobre; a los diez años ya tenía relevo. En la elaboración de la de 1824 se enfrentaron las fuerzas que se habían desatado tras la liberación del yugo español: liberales contra conservadores, militares contra civiles, centralistas contra federalistas. Pero, a pesar de lo ríspido de los debates, el Congreso Constituyente prometía que la Carta Magna pondría a México a la altura que le correspondía en el concierto de las naciones. Pero en 1936 ya teníamos otra Constitución, sin que México ocupara su lugar en el concierto de las naciones, ni siquiera interpretando el triángulo, o las campanitas. La nueva Constitución prometía reformas que asegurarían la integridad de la Patria y eliminarían el peligro de las constantes rebeliones internas. Los años que la siguieron fueron de rebeliones, cuartelazos, invasiones y luchas intestinas que terminaron con el triunfo de los liberales. Cuando la Constitución del 36 cumplía su mayoría de edad, los 21 años, ya teníamos otra nueva, la del 57, que duró un poco más.  Bueno, si se puede hablar de la dictadura de Don Porfirio como un periodo Constitucional. Al final la cosa, como sabemos, terminó mal y en 1917 nació la que ahora festejamos: la más longeva en el México independiente.

 

En resumen, cada Constitución en México se ha visto como un mecanismo para la construcción del “México feliz”, del “México que queremos”. Por eso le dedicamos un día y la festejamos.

sin que la última, ni ninguna de las anteriores, hubiera cumplido con las promesas que se hicieron durante su redacción. La de ahora ha sido longeva, en buena medida, porque se ha sometido a toda clase de cirugías, no porque haya cumplido todas sus promesas. Los políticos del siglo XX y los actuales son rápidos con el bisturí. No hacen nuevas constituciones pero le añaden y le quitan atributos a nuestra vieja Carta Magna con una velocidad sorprendente. Lo que no cambia es que con cada nueva hojalateada nos prometen lo mismo: “Con estos cambios hemos sentado las bases para el desarrollo del México del futuro” (léase con la voz engolada). O cosas francamente mágicas: “Como reformamos la Constitución, prepárense, ¡va a bajar la gasolina!”

Para los políticos mexicanos las constituciones son varitas mágicas: no hay que cambiar la realidad, hay que cambiar la Constitución, lo demás vendrá por añadidura. El problema es que las cosas no cambian, la realidad no cambia con eso (o no nada más con eso) y lo hemos constatado en nuestros 200 años de vida independiente. Y en parte, la Constitución es incapaz de cambiar las cosas, porque la mayoría de nuestros políticos tiene, también, un absoluto desprecio por la legalidad. Lo podemos ver en las leyes electorales: no tardan más de 5 minutos en promulgar una nueva ley que en buscar y encontrar, ellos mismos, la forma de torcerla.

Una Constitución, más allá de retóricas legalistas, debiera ser un consenso de ideas que nos ayudaran a convivir y a garantizar que en un país los coyotes no se coman a los pollos.  Una Constitución debiera ser la expresión de lo que un pueblo quiere ser, de la forma en que quiere vivir. Para funcionar tiene que haber dos requisitos: que surja de consensos verdaderos  y que desarrollemos una cultura de legalidad. Pero en la práctica todas nuestras constituciones han sido construidas por minorías, aunque fueran triunfantes por las armas. Minorías que además han construido una forma de hacer política en la que prevalece la mentira, la deshonestidad y la falta de respeto a las leyes.

Que los jóvenes de hoy no sepan que festejamos a la Constitución puede tener muchas otras causas, incluyendo el fracaso de políticas educativas consagradas en la misma Carta Magna. Pero vale la pena preguntarnos y sincerarnos: ¿qué significa para usted, para cada uno, nuestra Constitución? ¿Este lunes pasado 5 de febrero se acordó? ¿Le dieron ganas de festejarla?