Opinión • ¿Importa la desigualdad? • David Herrerías
Aún entre las personas interesadas en acabar con la pobreza hay un desacuerdo sobre si la desigualdad es un problema en sí mismo. Para algunos no importa que existan personas estúpidamente ricas en un país, siempre y cuando no haya demasiados pobres. Para otros, incluso, el problema de la desigualdad tiene que ver solamente con la envidia y otras pasiones malsanas, y debemos concentrarnos sólo en resolver la pobreza.
Sin embargo, la desigualdad sí es un problema, incluso para la economía de mercado. Hay estudios que demuestran que los países que tienen tasas de desigualdad menos elevadas crecen más que los países con grados altos de desigualdad. La desigualdad extrema no favorece la movilidad social, y esto desincentiva el crecimiento generalizado. La acumulación excesiva, contrario a lo que se pensaba, no siempre se traduce en mayores inversiones productivas. Tampoco la acumulación en unas cuantas manos favorece el gasto. Digamos que, por mucho que gasten los supermillonarios en un país, nunca será igual que lo que pueden gastar capas más grandes de la población en bienes de consumo, que, por lo general, tenderán a integrar una mayor parte de producción local, y su efecto en el mercado interno será mayor.
Pero hay dos efectos no económicos en la desigualdad más importantes, porque ponen en riesgo la paz social. Por un lado, sociedades (o comunidades, grupos) muy desiguales difícilmente suscitan lazos de empatía y solidaridad entre clases, lo que genera una menor fortaleza del tejido social. Las sociedades desiguales van erigiendo cada vez más barreras entre clases, unas por sentirse amenazadas y las otras por sentirse excluidas, un fenómeno que cada vez vemos más en México. El espacio público se va privatizando y desaparecen los puntos de contacto entre clases. Eso, además, tiene un efecto de selección que va ampliando las brechas sociales: escuelas para ricos y escuelas para pobres, cultura para ricos y cultura para pobres.
Y finalmente, una excesiva desigualdad distorsiona la democracia, porque los que acumulan demasiado van adquiriendo, junto al poder económico, poder político, porque su peso en la balanza les permite incidir en la política (y en los políticos) más allá de las decisiones democráticas. En algunos países esto es más evidente, cuando las elecciones se definen en función de los recursos que cada partido puede conseguir para sus campañas. El caso de Trump y Elon Musk en Estados Unidos es un ejemplo clarísimo. Pero en México no se puede negar el poder político que tiene, por ejemplo, Carlos Slim, y que se mantiene más allá de los cambios sexenales.
En México hemos ido disminuyendo la desigualdad en los últimos años, pero muy tímidamente. El 10% de los mexicanos acumula casi el 40% de la riqueza. Es un tema que nos debe preocupar si queremos que este país sea democráticamente viable.