martes. 24.06.2025
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Preguntas generadoras

"Los atentados terroristas, como cualquier agresión, provocan reacciones de todo tipo. Si bien las condenas son casi unánimes, los matices son importantes."

Preguntas generadoras

Los atentados terroristas, como cualquier agresión, provocan reacciones de todo tipo. Si bien las condenas son casi unánimes, los matices son importantes. Ni qué decir de la desproporción que existe en la atención que se presta a los actos terroristas que se perpetran dentro de países europeos, en comparación con los que suceden en el Medio Oriente o en África.

Antes de estos últimos atentados en Niza, en los de París (noviembre 2015) y posteriormente los de Bruselas (marzo 2015), llamaron mi atención las reacciones de los gobiernos de ambos países. Más allá de todos los calificativos condenatorios, que quedan perfectamente justos en estos casos, y que fueron comunes en las dos naciones, hay una diferencia fundamental en el discurso.

El gobierno francés ha expresado de varias formas que el terrorismo internacional odia a Francia porque es democrática y libre. Muchos argumentos similares se utilizaron cuando los espantosos asesinatos a Charlie Hebdo. En Bruselas la reflexión corrió por otro cauce, al menos en boca de algunos. Se preguntaban ¿cómo es posible que los perpetradores de semejantes actos, sean ciudadanos de nuestro propio país? Efectivamente, en Bruselas, como en París y Niza, los asesinos fueron personas de la nacionalidad del país al que agreden. Por eso las preguntas que desataron la reflexión: ¿Qué hemos hecho mal –en nuestras políticas de integración, en nuestra cultura de segregación racial– que siembra un resentimiento tal en estos ciudadanos? ¿Por qué se sienten más fácilmente parte de ISIS que del país en el que crecieron?

Cuando la explicación que doy ante una agresión es “por ser como soy”, el ataque me hiere, pero no me cuestiona en nada; al contrario, me confirma. Una respuesta que quizá fomenta la unidad y el orgullo nacionalista, pero que no genera una reflexión más profunda.

La primera reacción tranquiliza un poco la conciencia, porque el otro es un ser malvado que ataca por algo que no se puede cambiar: “mi forma de ser”. La única reacción posible es aniquilarlo a él también. No lleva al país agredido y sus ciudadanos a la autocrítica. No obliga a revisar si, además de ser librepensadores en lo interno, algo de su historia y política exterior pudiera tener algo qué ver con ese odio (recordar que Francia tiene un pasado de dominación en el Magreb. Argelia, Marruecos y Túnez, y hace muy poco se vivieron sus procesos de independencia).

La reacción belga los lleva, por el contrario, a revisar su política hacia el interior. ¿Qué han hecho esos “buenos” países, amantes de la igualdad, la libertad y la fraternidad, para evitar los guetos al interior de sus propias ciudades? ¿Qué han hecho para que los árabes y negros no se sientan ciudadanos de segunda (a menos que sean buenos futbolistas)? Son preguntas que los belgas se atreven a hacer. Y reconocen, como seguramente lo hacen también muchos franceses, que muchos de sus ciudadanos, provenientes de sus antiguas colonias y asentados en el continente que esquilmó a sus países de origen, tienen una ciudadanía de segunda. Sí, son franceses o belgas, pero habitan en un limbo cultural: no son de donde eran y no acaban de ser de donde viven.

Lejos de la problemática francesa y belga del terrorismo, aquí vemos cómo nuestras ciudades van cayendo cada vez más en una vorágine de violencia. No sólo la que se expresa brutalmente en las ejecuciones, sino la cotidiana, la que sucede al interior de las familias, entre las bandas, en las reyertas idiotas por accidentes de tránsito. Y cuando somos víctimas de esta violencia, podemos también acudir a las explicaciones fáciles: “hay malos y habemos buenos”; o nos podemos hacer la pregunta fecunda, generadora: ¿qué hemos hecho “los buenos” ciudadanos, o qué hemos dejado de hacer, para que este país sea como es? ¿Qué hemos hecho, los que afirmamos ser no violentos, para que la violencia se vaya adueñando de nuestras calles?

¿Qué hemos dejado de hacer? ¿No tendrá algo qué ver en esta situación nuestra complacencia ante la pobreza de la mitad de nuestros connacionales? ¿No tendrá qué ver nuestra indolencia y falta de participación frente a a los políticos corruptos? ¿No tendrá qué ver nuestro desinterés de la política que se expresa en nuestra forma de votar desinformada? Nosotros hemos ido construyendo también nuestros guetos. Vamos “barriendo” hacia los márgenes a casi la mitad de nuestros ciudadanos. Su pecado no es, o no siempre, venir de fuera, sino pertenecer generacionalmente a los pobres. ¿No estamos cosechando el fruto de muchas décadas de políticas de discriminación económica?

Las preguntas, como en el caso del terrorismo, no buscan exonerar a los violentos, ni cargarnos con falsas culpas, sino abonar a las soluciones que debemos dar desde nuestra trinchera, asumiendo todos nuestras responsabilidades.