¡Ser formal te conviene!

"Al rato regresa sonriente:  –Fíjese que ya regresó el sistema y ya se va a poder. ¿Quiere esperar?... yo digo que si ya esperó tanto, en un ratito lo pasan y ya."

¡Ser formal te conviene!

¿Para inscribirse al régimen 40 es allá al fondo? –pregunta la recepcionista a su compañera. –No, ahí es si ya está inscrito; dale boleto para que pase a ventanilla.

La recepcionista, en la entrada de las amplias oficinas del Seguro Social, me da un boletito impreso que dice: TURNO A2953. Trago saliva. Suena muy grande y lejano. El papel también da cuenta de mi hora de llegada: 10:15. Avanzo por el salón que es como un patio techado, en el que no hay sillas, pero sí una especie de banquetas altas y frías en las que algunos nos sentamos, confiados, mientras otros deambulan o atienden a una de las múltiples ventanillas que, en forma de escuadra, cubren dos lados del espacio.

Calculo que habrá entre 60 u 80 personas, pendientes casi todas, como yo, de una sola pantalla que informa con voz cálida de muchacha sudamericana y con ritmo mecánico: “Número A156, ventanilla 12”. La distancia entre esos dígitos y los que tengo en mi boleto me alarma, pero pronto me doy cuenta de que la anunciadora tiene una idea muy curiosa del orden: al A156, le sucede el A3013 y a éste el A576. Eso me tranquiliza un poco, pero me hace sospechar, al mismo tiempo, que en ese lugar kafkiano no es bueno que sepas cuánto tiempo tendrás que esperar. Más vale que te relajes.

Después de terminar de leer un libro que previsoramente traje en mi mochila, observo a los parroquianos. Noto que muchos que estaban al principio conmigo, ya no están. Se renueva el público y yo sigo aquí, varado. Miro la hora: 12:30. Dos horas y cuarto. Regreso con la amable señorita de información. Le enseño mi boleto, pensando que al descubrir lo que me han hecho esperar, me tomará del brazo, apenada, y me llevará a una ventanilla en la que otra amable señorita solucionaría mi problema. No es así. –¿Qué cree? –me dice como quien va contar un chisme picante –que no tenemos sistema para ese trámite; no hemos podido entrar en toda la mañana. –¿Y por qué nadie me dijo eso antes de darme el boletito? ¿O por qué nadie avisó en la sala: “los que vengan al trámite en cuestión váyanse a su casa hasta que se reponga el sistema”?

–Bueno, señor –me dice, textual –fíjese que, de hecho, sí. A una persona que llegó después de usted le dijimos que si quería esperar o que mejor viniera otro día. –No sabe cómo me tranquiliza, pienso. –Pero déjeme ver, ahorita vengo –añade, y me deja de nuevo esperando. Al rato regresa sonriente:  –Fíjese que ya regresó el sistema y ya se va a poder. ¿Quiere esperar?... yo digo que si ya esperó tanto, en un ratito lo pasan y ya.

Su lógica es aplastante; decido esperar. Vuelvo a mi sitio, colgada mi vista del televisor que repite números, nunca el mío. Empiezo a escribir este artículo; qué bueno que traigo mi computadora. Una y media de la tarde, regreso con la sonriente señorita. –Ya pasó otra hora ¿no que ya había sistema? –Se muerde el labio inferior, mira a un compañero como pidiéndole auxilio. –Pásalo para adentro –dice él, entendiendo la súplica muda de su compañera. –Mire Señor –me explica, didáctica –váyase por esa puerta que dice “prohibido el paso” y pregunte ahí por la señorita Fulana.

Entro al sitio. Es emocionante: el lugar prohibido está lleno de todos los burócratas que viven atrás de las ventanillas. La señorita fulana es la jefa de afiliación o algo así. Dialoga afablemente con alguien tras unos cristales.

–¿Señorita fulana? Hace un ruidito incomprensible que me parece indicar que no entiende por qué estoy ahí. –¿Señorita fulana? Repito. –Espéreme afuera –ordena con la voz más prototípica de una burócrata. Obedezco. Otros 15 minutos. Veo llegar a alguien que parece ser su jefe. Me meto a su oficina y le reclamo blandiendo mi boletito: –¡Llegué aquí a las 10:15, son casi las dos de la tarde!. –Me mira extrañado, como preguntándose quién me dejó entrar. Pero amable me dice –Espere un momento.

Salgo. Espero un momento. Atiende a otra persona. Sale. Regresa. Se distrae en la computadora. Vuelvo a entrar a su oficina. –¿Y..? –A ver, présteme sus papeles. –¿Está seguro que es esto lo que tenía que traer? 

Sospecho que está tratando de encontrar algo para poder decir: “si no sabe ni cómo hacer el trámite, para qué viene”.

–¡Traje lo que ustedes me dijeron que trajera –reacciono, in crescendo –pero llegué a las 10 de la mañana y nadie me va a decir ahora que me falta algo y que venga mañana!

–Llámale a Sutano –ordena a su secre. Llega Sutano y se le asigna la tarea de atenderme. Mi nuevo amigo me conduce entre escritorios, se sienta frente a la computadora y tras 10 minutos de intercambios básicos de información y preguntas obvias, me da de alta en el sistema que, como vimos, recién despertaba. Hecho lo cual, el buen funcionario imprime una hoja carta que partió a la mitad con la ayuda del canto de su escritorio y me instruye: –Sí trae su USB, ¿verdad? (nadie me había dicho, pero afortunadamente lo traía). Vaya a la oficina de la esquina y les dice que le generen el pago en su USB, y luego va al banco y me trae el pago sellado y las hojas que le den en la oficina.

En la oficina de la esquina me dicen que ahí no es. Regreso con Sutano y me dice que pregunte por Chuy o algo así. Chuy me dice que sí, que él es Chuy pero que eso era hasta las 2 y ya eran 2 y media. No sé qué le contesto, pero lo hago de tal modo que se levanta del asiento sin chistar, aclara algunas cosas en otra oficina y genera el pago en la USB –muy moderno –y tres hojas impresas –muy retro. 

Al regresar del banco con otra hoja más, mi amigo Sutano me pide que les saque copias a las 4, para el expediente, y me advierte que cada mensualidad que pague, deberé acudir a las oficinas para que me generen el pago en mi memoria digital, para pagar después en el banco. Qué bueno que estamos en la era de la tecnología, pensé.

Al salir, feliz, con mis copias selladas, miro con compasión a los ciudadanos que pueblan el patio central, pendientes de los números repetidos por la sudamericana. En la esquina, casi en la salida, reparo en el módulo del gobierno federal, que atiende una señorita muy sonriente y con un gran letrero que dice: “¡Ser formal te conviene!”