Transporte concesionado y corporativismo
"El corporativismo no es, o no siempre ha sido, una mala palabra"
El corporativismo no es, o no siempre ha sido, una mala palabra. El concepto nace de forma positiva como una defensa ante el liberalismo económico, frente a la atomización que favorece el poder de quienes tienen los medios de producción y el control del capital. La organización de los individuos en corporaciones (sindicatos, uniones) ha sido necesaria como contrapeso para luchar por mejores condiciones laborales. La misma doctrina social de la iglesia católica (Rerum novarum, 1891) hablaba de los necesarios cuerpos intermedios, sindicatos, organizaciones gremiales. Y 90 años después, en la Laborem excersens, Juan Pablo II afirma que a los sindicatos, más allá de la defensa de sus intereses, les compete la representación dirigida a “la recta ordenación de la vida económica”. Es decir, no se trata sólo de un papel de representación al interior de la empresa, sino que ve como legítima una representación que trate de influir en el conjunto de la vida económica.
Sin embargo, el corporativismo como lo entendemos y conocemos hoy en México tiene su origen en la creación, desde el mismo gobierno, de una serie de organizaciones gremiales y sectoriales, muy al estilo de las organizaciones fascistas de Mussolini, pero aquí con la intención –de corte más socialista– de contribuir a la defensa genuina de sus intereses de clase. Para la defensa de sus intereses, sí, pero también, y especialmente, como instrumento del partido en el poder. Los ciudadanos así agrupados (y también controlados) en corporaciones obreras, patronales, sectoriales, podían establecer pactos en los que el Estado ofrecía ciertas garantías, ventajas, concesiones, favores, a cambio de apoyo político.
Era y sigue siendo en muchos lugares, una relación de beneficios mutuos, entre corporaciones –de transportistas, obreros, tianguistas– con el gobierno en turno. En un lenguaje que gustaría a cualquier vendedor de couching empresarial, es una relación de ganar-ganar. Las corporaciones defienden a capa y espada sus intereses y derechos de grupo, a veces estableciendo monopolios –aunque éstos tengan cierto carácter colectivo– y éstas ofrecen al gobierno movilización, orden, disciplina... en pocas palabras, votos. Como sea, el pacto les funciona. Pero hay también muchos damnificados.
Los primeros que pierden son muchos de los mismos agremiados, que son carne de manifestación pero no siempre ven mejoradas sus condiciones de vida: en México, por ejemplo, hemos tenido muchísimos líderes sindicales fuertes (y ricos) que abanderan a miles de trabajadores pobres y débiles. El Estado establece las reglas para participar en ciertas actividades económicas y entrega la llave a los líderes políticos asociados a ellas. De esta forma, la participación económica en ciertos sectores no está normada por la competencia, sino por la capacidad de integrarse y avanzar al interior de esos grupos de poder. La sobre-regulación en algunas ramas de la actividad económica contribuye muy bien a este fin, porque los procesos laberínticos dan a las organizaciones gremiales las herramientas para abrir puertas que dan acceso a las fuentes de trabajo, que permanecen cerradas tras las pilas de trámites. El individuo de a pie pertenece de forma coaccionada a las organizaciones porque al cerrarse las vías de acceso al empleo en un campo determinado, se ve obligado a pertenecer, marchar, dar cuotas y hacer lo que sea, con tal de mantener su modo de ganarse la vida.
Otros damnificados somos los clientes de los servicios. Al constituirse en monopolios, las organizaciones corporativas dan generalmente un servicio que va de malo a mediocre, y frecuentemente caro. No hay qué hacer, no hay para dónde moverse. Ejemplos hay muchos: las concesiones en aeropuertos y centrales a grupos de taxis que cobran lo que quieren; las asociaciones de locutores, músicos y compositores vinculadas a grupos de poder también económico, que ponen en jaque a la producción independiente; las asociaciones de vendedores en los tianguis que excluyen a los que no se sujetan a sus reglas... Los acuerdos entre las corporaciones y el Estado han tenido por norma dejar a salvo los derechos y privilegios de los que detentan el poder, tanto en el gobierno como en las corporaciones, pero no miran a los usuarios de los servicios, o los miran muy poco.
El corporativismo también daña la democracia porque es una fuente permanente de corrupción de los procesos democráticos, de presión sobre los electores e incluso de financiamiento irregular de campañas y candidatos. Basta ver el movimiento inusual de taxis en los procesos electorales, sobre todo en las colonias populares
El caso del transporte público sin ruta fija es un ejemplo típico de corporativismo. No es fácil ser taxista, mucho menos ser dueño de un auto concesionado propio. Es un campo económico sobre-regulado; el Estado se arroga el derecho de dar o negar concesiones y cobra derechos por ello. La escasez de concesiones hace que las placas de taxis se puedan cotizar en el mercado negro arriba de los 400 mil pesos en León, y de hasta 800 en algunas otras ciudades del país. Si bien en Guanajuato las últimas concesiones se han dado por sorteo, eso no hace más fácil para cualquier ciudadano entrar a ese sector.
La irrupción de Uber se da en ese contexto. No es sólo una oferta más, sino el rompimiento de una forma de entender la oferta de servicios en ese sector económico. No es a los individuos que trabajan como choferes de otros a quienes amenaza Uber, sino a las corporaciones en su conjunto, y al arreglo político que “ha funcionado” hasta ahora.
El problema es que al entrar por la libre en un mercado sobre-regulado, el nuevo actor tiene, efectivamente, ventajas sobre los que se someten a esas reglas excesivas. Es inútil resistirse a esta nueva forma de negocio que ha posibilitado la tecnología, pero es importante que el Estado ayude a poner las reglas más parejas. Una regularización flexible debe establecer las bases para una nueva competencia, poniendo el énfasis en aquellos controles que obliguen a los actores de este servicio público a prestar el mejor servicio a los ciudadanos, por encima del control monopólico y los favores políticos. Una base mínima que contemple cosas como el seguro de viajero, la revista mecánica, el control de confianza a los choferes, etcétera.
Si la entrada de nuevos actores económicos en el ámbito del transporte público ayuda a romper otro eslabón de nuestra tradición corporativista, a ofrecer un mejor y más económico servicio a los usuarios, y a disminuir el uso de autos particulares, bienvenidos.