De ilusiones políticas y otros demonios: AMLO y las clases medias
Nota de la autora y antes de entrarle: 1) está largo, aun si no viene todo lo que podría decir porque me llevaría un libro; 2) hay sarcasmo pero hay mucha más mirada cínica, así que no se van a reír (todo el tiempo) como hienas guapísimas; 3) sí uso personajes reales pero sin nombre; si alguien se ofende es porque le quedó el saco; 4) no es un análisis de la presidencia de AMLO; 5) es una reflexión sobre el divorcio entre las llamadas clases medias ilustradas y la 4T; 6) uso conceptos de las ciencias sociales por justeza pero sin hacer la maroma teórica, espero que el uso sea claro; 7) me vale madre que en algunos contextos el término “progre” sea descalificativo; me sirve para designar a ciertas personas con posturas más liberales y enfocadas en derechos sociales, y también para reírme de quienes simulan esto; 8) como dijo Ibargüengotia: quien creyó que todo lo que dije fue en serio, es un cándido, y quien creyó que todo fue broma, es un imbécil.
Escribo esto porque el tema me tiene jodida de dos años para acá, dos años en los que —sin tener bola de cristal- ya me suponía que se iba a poner feo el divorcio entre la 4T (encarnada en su líder Andrés Manuel) y ciertos sectores liberales, “progres” o pretendidamente de izquierdas.
Escribo esto porque una mañana sí y otra también, leo en las redes, y en algunas editoriales de prensa, a amigos o conocidos cada vez más desencantados, o de plano furiosos, pero también preocupados por no ser identificados con los enemigos naturales del presidente: “conservadores neoliberales”, priístas, panistas, antiguos aliados oportunistas, sectores empresariales no alineados, capitalistas aspiracionales...
No escribo esto pensando en excompañeras del colegio de monjas que hacen chistes fáciles racistas (“chocoflan”), o en antiguos conocidos que repiten como mantra lo de “el cacas”. No. Ese es analfabetismo ciudadano que me preocupa, pero aquí no me interesa.
Tampoco escribo pensando en aquellos que perdieron palancas con el cambio de régimen, o en aquellos apanicados frente a todo lo que huela a “comunismo” o destrucción del mercado financiero ultraliberal. Eso es gandallez, pura y dura.
Escribo esto pensando en los “progres” que están (estamos) críticos, dudosos, y hasta en algunos casos, arrepentidos de haber votado por AMLO. En quienes creían ver reflejada en la agenda política del presidente sus propias aspiraciones sociales, y que conforme pasa el tiempo, les cuesta trabajo encontrar eco en los discursos y los hechos de la 4T. También hay por ahí una cierta gauche caviar, infatuada con la imagen de una social democracia blanca, europea, deseosa de la toma del poder por parte de intelectuales de Anagrama (o de Gallimard), y a quienes la 4T les huele a caos latinoamericano, tortilla rancia y sudor prieto... También a ellos les dedicaré algunas palabras.
Si usted, lector, lectora, lectore, está esperando encontrar aquí porras a López Obrador, le sugiero que cierre este artículo y se vaya a disfrutar, no sé, Guardianes de la Chairiza (existe). Pero tampoco se quede si está esperando verme con la boca rabiosa y espumosa frente a la 4T. Váyanse a ver El pulso de la República (que lamentablemente existe). Lo que voy a poner aquí es mi análisis, personalísimo, tratando de ser auténticamente reflexiva (hay que honrar la neurona), sobre las expectativas y realidades de una cierta “clase media ilustrada” que no se halla en los modos, y en ciertas acciones, del gobierno actual.
Cuando la semana pasada Facebook tuvo a bien recordarme que hace dos años salimos a votar, me acordé de algo que pensé saliendo de la casilla, algo que mi director de doctorado me repetía cada vez que hablábamos de acuerdos políticos desde lo social: se vota por lo que está en el opuesto de lo que nos disgusta, no se vota por lo que nos gusta. A lo que se refería mi director de tesis es que, siendo pragmáticos, resulta complicado encontrar una opción que llene casi del todo nuestras expectativas ciudadanas, en caso de tenerlas. Es más eficaz detectar las posturas antagónicas, los discursos chocantes, las actuaciones que nos parecen dañinas políticamente, y entonces voltear a ver lo que está en el extremo contrario, y ahí colocar nuestra boleta. Claro, este razonamiento tiene huecos: ¿qué tal que no hay un extremo opuesto y todas las opciones son cambios de forma y no de fondo?, ¿qué tal que el extremo opuesto tiene también cosas perturbadoras y que nos parecen dañinas? En todo caso, este razonamiento lo que propone es optar por lo menos malo. Optar críticamente y sin romanticismos. Sabiendo que votar no significa cumplir e irnos por una chela, sino saber que se votó aceptando que el proceso ciudadano continúa, empujando a los elegidos para que escuchen a los diferentes sectores sociales y encuentren medios de negociación de lo mejor entre las demandas y necesidades de la diversidad, interactuando con los agentes sociales. A mí eso me queda muy claro desde hace años, y es el principio de mi actividad ciudadana frente a los encargados del gobierno. El gabinetazo de López Obrador, presentado en el proceso de campaña, me pareció, en ciertos de sus integrantes, insuficiente y hasta detestable. Y no me hice ilusiones a la hora de votar por el candidato de Morena.
Seamos honestos: a mí me parecería orgásmico que el sistema democrático hoy en día fuera otra cosa, más allá de lo partidista. Pero de aquí a que el cordero de la urna sea sacrificado en aras de procesos más autogestivos con auténtica responsabilidad ciudadana, no queda más que seguir empujando hacia allá sin sentarnos a llorar en el rincón de una cantina o hacer berrinches seudoanarquistas.
Sin embargo, siempre me preocupó, desde el surgimiento del liderazgo de AMLO enarbolando banderas de justicia social y contra la corrupción endémica del sistema político mexicano, el ventarrón romantizado, producto de años de malestar social, que se levantó alrededor de candidato. La Esperanza.
No solamente ciertos sectores populares se encantaron con un discurso que los visibilizaba con otra calidad y profundidad que la del viejo discurso priísta (candidatos en baño de pueblo, pero enfundados en trajes Armani). No solamente fueron algunas bases populares. También una buena parte de las clases medias universitarias, culturales, y también técnicas y burocráticas, fueron sujetas del encanto de sentirse identificadas con narrativas que hacían eco de luchas históricas: derribar el monopolio prianista sin desaparecer áreas de regulación del Estado, instaurar procesos de toma de decisiones más democráticos, combatir el maridaje entre gobierno y plutocracia que no vuelve más eficaz la economía sino que protege los intereses de los privilegiados de siempre, la defensa de derechos políticos y económicos arrasados por los gobiernos del giro neoliberal.
Este encantamiento, esta ilusión viajando en metrobús, constituye uno de los temas espinosos de la sociología: no solamente se encantan ciertos sectores sociales por elementos vagos pero direccionados (“primero los pobres”, “no puede haber paz sin justicia”, “economía para el bienestar”, “ética, libertad, confianza”), sino que -en pleno vuelo de ilusión- se le adjudican cualidades o valores que no se han demostrado en la práctica: pensar que AMLO tiene, por ejemplo, un auténtico pensamiento teórico de izquierda. O pensar que de motu propio y en convencimiento personal, va a apoyar la agenda de los derechos LGBTTIQ+. O que la 4T en verdad va a alejar del centro del poder a actores rancios pero incrustados en las instituciones de Estado. O que en serio va a tomar en cuenta el capital técnico o la legitimidad simbólica de las clases medias culturales, artísticas o científicas. ¿Qué les hizo pensar, si vemos con lupa las acciones de López Obrador al paso de los años, que esos otros elementos también eran parte de su agenda?
Sociológicamente hay un principio causal en el hecho de que algunos sectores “populares” no tengan una mirada crítica sobre AMLO, sino un sentido de apropiación, sí, mesiánico. Y no es estupidez. Es construcción histórica de la sobrevivencia. No solamente en términos materiales, sino simbólicos: necesito creer para sobrevivir, y creer que el que está arriba (porque el único principio político que conozco es el del mandato vertical) sabe todo y me va a salvar.
De ahí la adoración, sí, adoración, que muchos votantes en estos sectores manifiestan por el presidente. Y ahí está la relación que el presidente tiene con sus votantes de sectores marginados, desde una mirada no de horizontalidad democrática de izquierda, sino desde una construcción moral-política de “opción preferencial por los pobres” (el airecito religioso).
Ahora bien, esta relación se puede repetir en los procesos de significación de ciertas clases medias con mayor acceso a recursos educativos (que no necesariamente de pensamiento crítico): creer que la lealtad y la devoción al responsable político es un gesto de deber ciudadano para contener a las fuerzas reaccionarias, plutocráticas y conservadoras. Y ahí está la banda que reivindica lo “chairo”, la que disculpa los actos presidenciales y los discursos torpes (llenos de buenas intenciones, pero torpes), la que en cada crítica al régimen cree ver “derechairos de closet”, la que teme que actitudes críticas sean más perjudiciales para el desarrollo democrático del país que firmarle un cheque en blanco al presidente. También están los oportunistas trepados en el tren amlista, que a cambio de grilla se alinean para beneficiarse. Pero esos ahorita no me interesan.
Este ventarrón romantizado también tuvo sus efectos negativos para la causa del presidente: quienes echaron las campanas al vuelo esperando una república verde, feminista, promotora del comercio justo, impulsora de la agenda LGBTTTIQ+, clasemediarizada en valores científicos y artísticos, tecnológica pero no tecnocrática, vieron con horror cómo con el paso de los meses había algunas señales de cambio, pero más señales de centralismo, de “populismo”, de desprecio a la sociedad civil organizada, y de confrontación con el sector científico y artístico.
No voy a analizar aquí los diferentes recortes presupuestales que impactaron en organismos de la sociedad civil, que eliminaron mecanismos de ayuda social a mujeres justificándolo con argumentos de corte francamente patriarcal, no me jodan con que no. Me conformaré con decir que la “austeridad republicana”, el endurecimiento de la miscelánea fiscal (no solamente contra los grandes evasores fiscales sino también contra las micro y pymes), y de paso los fallos comunicacionales de presidencia golpeando a profesiones eminentemente de clase media (periodistas, científicos, artistas, activistas), han precarizado, “socializado” la pobreza entre algunos circuitos de la clase media, y provocado una brecha que veo difícil de subsanar de aquí a la votación de revocación del mandato presidencial. Con esto no quiero decir que la clase media es el fiel de la balanza, pero sí que es altamente probable que muchos votantes, hace dos años adeptos, hoy estén dispuestos a votar de forma negativa.
El presidente, como personificación de eso que él mismo llama la Cuarta Transformación, tiene una agenda donde el progreso y el desarrollo se entienden de forma muy diferente a como la pueden entender grupos ciudadanos más secularizados, menos corporativistas, más, eso, Ciudadanos, categoría que a López Obrador le resulta incómoda, porque toda actividad renovadora socialmente que no esté inscrita en el seno de la institución gubernamental, para él es reaccionaria, individualista, y anti-masas.
La agenda de López Obrador -siempre lo supimos- es institucional, de masas, centralista, y profundamente moral (ojo, que no ética en el sentido de cuestionar los principios dicotómicos y el contexto histórico). Muchos de sus funcionarios son más guardianes ideológicos del discurso, que técnicos capacitados para entender sus áreas de gobierno. Las declaraciones del presidente no ayudan a generar un ambiente de diálogo con sectores que auténticamente quisieran mejor distribución del ingreso pero que se ven sistemáticamente desacreditadas por el Ejecutivo.
A eso sumémosle los malquerientes, profesionales y de la calle, que no conceden ningún reconocimiento a lo hecho positivamente, el mal eco en la prensa (herencia en mucho de los viejos gobiernos) que puede manipular el sentido del discurso presidencial en los medios. Tenemos el escenario perfecto para un abismo.
Entre algunos amigos o conocidos veo, por ejemplo, a expertos en temas de desarrollo social que se sienten excluidos de los espacios de toma de decisión ocupados por improvisados emergidos de la grilla morenista, a pequeños empresarios que han visto estrecharse sus márgenes de acción, a activistas que pilotean proyectos en espacios locales y definidos a donde el largo brazo del Estado no va a llegar y que ya no cuentan con recursos para hacerlo, a funcionarios de nivel medio que trabajosamente tratan de cumplir con programas que son buenos y necesarios pero que se ven constantemente bombardeados por el peso ideológico de la 4T (más discursivo que práctico), a creadores artísticos y culturales que se sienten calificados como rémoras burguesas por este gobierno, a docentes que subsistían con dos salarios oficiales y a quienes en nombre de la lucha anti-corrupción se les ha dejado un solo sueldo de 3 mil pesos mensuales, a científicos y tecnólogos auténticamente preocupados por temas energéticos, ambientales, de salud pública que no son tomados en cuenta y que temen que las decisiones sean más cacha-votantes que de auténtico desarrollo.
También veo a gente cuya abundancia ha salido perjudicada por los recortes, a quienes no les hacía falta el apoyo o la beca, pero que están furiosos por la pérdida del estatus o los sobresueldos, a exfuncionarios y asesores rencorosos, periodistas sin hueso, wannabes asustados por el tufo a “prole” que rodea a un gobierno cuasi-chavista, aspiracionales que se informan con Loret y Gómez Leyva asustados por la “venganza de las masas”, tecnócratas región 4 que no se informan pero todo esto les suena a “socialismo” (no se preocupen, ni de lejos lo es), racistas de closet que podían perorar contra la desigualdad desde un restaurante en San Ángel o la Condesa con tranquilidad antes de que de veras el populismo los alcanzara. Pero esos me importan pito. Sobre todo estos últimos, siempre buscan la forma de caer en blandito. Me preocupa esa “honrada clase media” que en serio cree en formas de justicia social (se llame como se llame en la cartografía teórica), pero que no ve claro cómo esto es posible a través de las acciones de este gobierno sin que esas mismas acciones los precaricen, y destruyan lo construido desde una sociedad civil que ahora parece más enemiga fifí que aliada potencial.
Es decir, el divorcio tiene razones legítimas al manifestarse en una fractura entre expectativas y realidad concreta, pero mientras que en algunos agentes de la clase media se manifiesta en mero desencanto y queja sistemática, en otros produce un sentimiento de atrincheramiento y preparación al debate (es mi caso). Y en otros casos, que a mí me parecen delicados, puede producir un acercamiento a posturas amnésicas (“estábamos mejor con Peña Nieto”), negando procesos ciudadanos e históricos, olvidando el pasado reciente.
Este gobierno tiene un deber histórico, y de su capacidad, no de “socializar” la pobreza sino de deshacerse de las herencias partidistas verticales y la grilla barata, de las buenas intenciones que justifican la ineficiencia, del mandato caudillista, depende generar un verdadero pacto social de bien común, como el que se autoadjudica publicitariamente la 4T.
Aguas con el romanticismo político. Menos enamoramiento y más ojos robustos. Yo no creo ni que estábamos mejor antes ni que hubiéramos estado mejor ahora con Anaya (uuuugh). Tampoco creo que esto sea la utopía conquistada. Ni que vaya a cambiar el asunto dándole carta blanca a nuestros gobernantes.
Pero si, invadida de un sentimiento autoalabatorio y justificatorio muy propio de toda la clase política mexicana, la 4T cree que discursivamente es omisible la clase media, habrá que recordarle que el cambio de régimen se gestó, de forma compleja y a tirones, desde algunas partes mismas de esa clase media que hoy en día pendulea entre la lealtad acrítica, el odio pancreático y la crítica que ríe para no llorar pero que a veces se aguanta la carcajada, como en este texto, para tratar de ir más a fondo, aunque no pierda la sonrisita de lado. En mi caso, hacia la izquierda.