viernes. 19.04.2024
El Tiempo
Jaime Panqueva
16:16
29/08/15

¿Conoce usted a esta funcionaria pública?

" ... pareciera que el poder los funcionarios públicos aumentara en forma proporcional al tiempo que hacen esperar a sus clientes"

¿Conoce usted a esta funcionaria pública?

Panqueva -- Foto

Sé que la foto no ayuda mucho. La mano se interpone entre la cámara y el rostro de una persona que defiende su anonimato, pues éste le permite, desde el otro lado del mostrador, disponer del tiempo de los demás a su antojo, retrasar los trámites o sencillamente ignorar cualquier reclamo, aunque éste sólo consista en solicitar un formulario para expresar una queja. Hablo del Registro Público de la Propiedad en Irapuato y del tiempo estéril, más o menos hora y media, que tuve que esperar para sólo recoger una impresión de un Certificado de Gravamen. El trámite previo, es decir la precaptura y el pago, lo había realizado la semana anterior y me había tomado más o menos lo mismo. Me dijeron que volviera en dos días por el certificado y lo hice pensando que ya sólo tendría que recoger un documento firmado y sellado por el cual ya había pagado 188 pesos (170 por el certificado y 18 por la precaptura). No obstante, ese simple trámite que consiste en recibir una impresión laser que cualquiera podría realizar en su casa entrando a un portal de internet, sin firma autógrafa y sin sellos (ambos son digitales), me llevó más tiempo que solicitarlo y pagar derechos. Podría decir para consolarme que pude aprovechar el tiempo con la excelente programación matutina de Televisa en la pantalla mal sintonizada que domina la sala de espera. Quizás a esa inmejorable experiencia estética podría añadir el masaje que recibí en la espalda con el zangoloteo que producía sobre la banca las piernas exasperadas de mis compañeros de plantón, silenciosos, de rostros estoicos pero extremidades vibrátiles. Nadie se queja.

Dicen que la impotencia puede medirse en las esperas y aquellos que menos poder ostentan son quienes siempre tienen que esperar; están habituados a ser desestimados. Como contraparte, pareciera que el poder los funcionarios públicos aumentara en forma proporcional al tiempo que hacen esperar a sus clientes. Y digo clientes porque en el vocabulario de la administración pública, tan afecto a importar los términos de la empresa privada, aquellos que por algún motivo requerimos de algún servicio, pagamos derechos e impuestos, exigimos como mínimo un trato humano por parte de estos funcionarios que se niegan a revelar su identidad.

Pero me adelanto a los hechos. Antes de abandonar la oficina de Registro con mi tan largamente esperado certificado, pregunté al vigilante, encargado además de repartir los turnos de atención en una fichas de foamy azul marcadas con plumón y algo grasientas de tanto ser manipuladas, dónde podía consignar una queja por el excesivo tiempo de espera; si había algún libro de gobierno o instrumento similar para registrarla. Sorprendido, me envió a solicitar un formato al otro lado de la oficina, donde se consultan los libros de registro.

Una vez allí, volví a preguntar para sólo recibir indiferencia de los funcionarios en turno. Su atención se volvió a mí cuando comencé a preguntar por sus nombres. No sólo porque deseaba consignarlos en mi cada vez más justo memorial de agravios, sino para saber si hablaba con seres humanos o me había introducido equivocadamente en una escenificación del El proceso kafkiano.

Como fruto de mi pregunta se materializó en un segundo una encuesta de servicio con fecha del año pasado, que vale la pena mencionar, porque el tiempo máximo de espera que podía señalarse llegaba a 20 minutos... Lejos de acallarme, seguí indagando por los nombres. Dos de los funcionarios, los menos desatentos y que estaban ocupados con los libros y el teléfono, no tuvieron empacho en identificarse como Marinaly Santoyo y Jesús Fuentes. Sin embargo, la dama de la foto, cuya cabeza rematan 5 dedos, adujo que no se identificaría porque ella trabajaba en otra oficina y como cosa especial (así lo dijo) había bajado a atender a la gente. No sé si el descenso correspondía a algún tipo de dádiva de los dioses para quienes se aventuran en los caliginosos entresijos del Registro, o se refería a que su alta categoría de funcionaria le impedía tratar con algo de humanidad a los pelafustanes que no consideraba de su nivel. Quizás, al revelar su nombre temía alguna repercusión arbitraria de alguien más poderoso, no en vano se dice que quien las usa, las imagina. Así que, como seguía reacia a identificarse, le pedí que me dejara fotografiarla. La que ven ustedes es la primera de una serie de fotos. Escogí la más representativa para este artículo, pues, a menos que haya alguno muy versado en quiromancia, la identidad de la funcionaria se mantiene oculta para protegerla de las nefastas consecuencias que yo intuyo, pero sólo ella imagina y teme.

La pugna por obtener su nombre duró algunos minutos más y podría comparársele al primer cuadro del tercer acto de Turandot. No obstante, la funcionaria guardó mucho mejor su secreto que Calaf, el príncipe desconocido.

Al salir de la oficina con mis hijos, compañeros irreductibles de espera, no dudé en preguntar los nombres de las encargadas del trámite de captura y expedición de certificados: Verónica Ramírez y Lorena Domínguez, (confío en que sus nombres sean los verdaderos), lo anterior sin ninguna intención vindicativa, sino para presentarlas como víctimas y parte de un sistema burocrático que no soporta las críticas, y que teme tanto el despido como desprecia a sus usuarios. Mismo que cubre su rostro para permanecer anónimo y así ejercer desmañadamente el poder. Creo que muchos ya evocaron al personaje de la foto, tal vez lo tratan con regularidad en otras dependencias. Estas líneas son para animarlos a alzar la voz para evitar que estos trances sigan siendo cotidianos, no sólo en el Registro, sino en otras dependencias del Gobierno; para hacerles retirar la mano del rostro y ponerse en algún momento, así sea por un breve lapso, del otro lado del mostrador.