Decir y hacer

"Le dijeron, al volver, que aquí también era un país de oportunidades. A pesar de que el salario por los trabajos más humildes era por lo menos diez veces inferior a lo que podía devengar allá, había que hacerle la lucha porque eso no iba a cambiar..."

 

Le dijeron, hace años, que México lo recibiría con los brazos abiertos. No era su país natal, pero sí el de sus padres. Madre o padre patria podría llamarla si renunciara a ser hijo del país de las barras y las estrellas. La tierra del sueño continental que se encerró tras un muro y desde entonces se deshizo de quienes más temía. Llegó como un niño que sólo hablaba inglés y extrañaba las facilidades con las que fue criado; que en su casa y escuela hubiera calefacción en el invierno o aire acondicionado en el verano. Que las aulas lo recibieran en horarios extendidos y no cerraran sus puestas el último viernes de mes.

Le dijeron que debía aprender español y lo hicieron sufrir lo indecible con las conjugaciones verbales. Nunca pudo suprimir su acento y tuvo que soportar las burlas y los apodos de sus compañeros de salón. Se aburría mortalmente en las clases de inglés porque el maestro no salía del “this is a table, this is a chair”. Ni hablar de las clases de computación sin computadoras o sin internet. A él le extrañaba que la situación fuera tan precaria cuando leía en los diarios que México invertía más en educación que el promedio de los países ricos de la OCDE. Pero no todo fue malo, con regularidad y a manera de ejemplo para el resto de alumnado, se le permitía marchar como abanderado los días de honores.

Le dijeron que su bilingüismo era un plus (pronunciado en inglés) que le permitiría abrirse camino en el mercado laboral, porque lo del muro sería algo pasajero. Le decían que no pensara en volver, pero él sólo esperaba cumplir la mayoría de edad para regresar a estudiar o trabajar. Veía que sus padres repatriados se esforzaban igual o más que al otro lado, pero la retribución económica era tan precaria que apenas les daba para subsistir entre la amargura de la queja y la añoranza del regreso.

Le dijeron, al volver, que aquí también era un país de oportunidades. A pesar de que el salario por los trabajos más humildes era por lo menos diez veces inferior a lo que podía devengar allá, había que hacerle la lucha porque eso no iba a cambiar.

Le dijeron que la violencia no lo tocaría, que la gente no andaba armada como en el norte porque se requerían más permisos oficiales, y casi todas las armas eran de uso exclusivo. Además, las calles eran patrulladas por la policía, la federal y el ejército. Y agachó la cabeza por un tiempo, hasta que en una balacera, de esas dónde “los criminales se matan entre ellos” perdió a sus padres.

Le dijeron que ni modo, que aquí le había tocado vivir, pero él, una vez resueltos los asuntos del funeral y rematados de los bienes familiares, usó el dinero que quedaba para el pollero.

Le dijeron que nunca se separara del grupo, que una vez cruzado el muro y los fosos sólo caminarían de noche y se ocultarían de día. Que ahorrara la mayor cantidad de agua y limones posible; que nunca bebiera de los tanques que encontraran en el desierto porque el líquido podía estar envenenado; que aún era posible el sueño americano.

 

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