Opiníón • Zapatos • Jaime Panqueva

Dejaba por entonces de ser un niño cuando vi en la televisión la enorme colección de zapatos de Imelda, la esposa del derrocado dictador de Filipinas, Ferdinando Marcos. Ante las cámaras y miles de rebeldes que entraron a las habitaciones privadas del Palacio de Malacañán se alineaban por entonces más de mil pares (la cifra oficial fue de 1.060, aunque otras fuentes los elevan hasta los 3.000). A esto se sumaron 15 abrigos de visón, 508 vestidos y unos 1.000 bolsos de mano, atesorados a lo largo de veinte años de dictadura. Lo más valioso y portátil, joyas y diamantes, habían abandonado la mansión con sus distinguidos habitantes.
Imelda fue el blanco de muchos chistes por su desmesura. “No es que amara los zapatos, simplemente se multiplicaron”, se excusó en su momento cuando residía en Hawaii, lugar donde Ronald Reagan los acogió tras su caída. Su exilio sólo duró cinco años, regresó a su país en 1991 para seguir participando en política. Casi centenaria, Imelda se ostenta como la matriarca del archipiélago, pues es la madre del actual presidente.
Desconocemos el tamaño de su clóset por estos días, pero en lo referente a calzado quizás haya sido ampliamente superada por la cantante Céline Dion. En un documental que vi hace poco alrededor del síndrome neurológico que padece, la canadiense se paseaba por su inmensa bodega de Las Vegas donde almacena vestuario acumulado durante décadas de carrera. En una entrevista aseguró poseer más de 10.000 pares de zapatos, algo que le permitiría a cualquier persona estrenar diariamente a lo largo de 27 años…
Vivimos el tiempo de la desmesura. La revolución del más, lo llamó Moisés Naim, las cantidades rebasan nuestra imaginación. De los extremos de Imelda, percibidos como fruto de la corrupción y amor por el lujo desmedido, hemos pasado a admirar esa desmesura y a aspirar “vivir dentro de nuestro armario”, como dijo la cantante mencionada.
En la guerra arancelaria que desataron los Estados Unidos, las cifras esgrimidas son abrumadoras. Por ejemplo, en cuanto a calzado comprado anualmente por este país, proveniente en su mayoría de Asia: 2.400 millones de pares. Es decir, unos siete pares por cada habitante. Más de la mitad proviene de China, que produce a su vez el 55% del calzado del mundo: 12.300 millones de zapatos. Ante esto palidecen los 200 millones por año producidos en México (80% en Guanajuato, por cierto), de los cuales exporta 29 millones. El consumo anual en nuestro país se estima en unos 300 millones de pares, lo que equivaldría a 2.3 por persona, tres veces menos que los Estados Unidos.
Si a estos volúmenes aplicamos las tasas arancelarias que no han hecho más que aumentar en esta semana entre gringos y chinos, las cifras que se obtendrían sólo en este rubro no tienen parangón en la historia de la humanidad. Con un arancel del 145% y un precio promedio de 8 dólares por par, el ingreso anual para el fisco norteamericano se situaría por encima de los 15.000 millones de dólares por año. Si parecen cifras astronómicas, hay que considerar que el comercio actual entre estos dos países asciende a 439 mil millones de dólares; recaudar 45% por encima de esto con los sobrecostos que traería para los consumidores finales parece sencillamente absurdo.
Y más allá de lo sostenible que sea esta situación en el corto plazo, las cifras deberían hacernos pensar también en nuestros hábitos de consumo y en la sostenibilidad de un planeta cuyos habitantes aspiran a igualar a los de la voz de Canadá o a la matriarca de Filipinas.
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