Un barrio como tantos
Le devolvimos la dignidad a un pueblo que antes sólo recibía migajas y encima las agradecía.
Sergio Fajardo, ex alcalde de Medellín
En junio del año 1888, el centro de la ciudad de León sufrió una de las peores inundaciones de su historia. Multitud de familias pobres perdieron su hogar y corrieron cerro arriba a albergarse debajo de los nopales y los arbustos. Un Sr. Pablo de Anda se ocupó de alimentarlos … “y viendo que no tenían hogar en donde recogerse, consiguió la cesión de una parte del terreno de la planicie de la montaña; lo dividió en lotes y lo repartió a los pobres”. El jueves 28 de ese mismo mes comenzó la construcción de “Villa de Guadalupe”, que ahora conocemos como Colonia Obrera.
Hace algunos días recibí una invitación de uno de mis amables lectores para recorrer esta colonia, de la que yo sólo conocía el Santuario. Nunca imaginé que detrás de éste existiera un barrio tan pintoresco como dramático, un Guanajuato en miniatura con una arquitectura peculiar, con callejuelas llenas de historia y azoteas con una vista formidable, conectadas con la ciudad por 13 escarpados callejones, cada uno con su leyenda.
Los vecinos recuerdan con añoranza los buenos tiempos de esta colonia donde las calles se alegraban con el sonido de las máquinas de pespunte, el de los radios de los trabajadores y el ir y venir de los “zorritas” de las picas de calzado, las curiosas historias como la de Don Juanito, el ancianito invidente que se hacía acompañar de su arpa para cantar corridos, o la de “Don Juan el sobador de arriba del Santuario”, personaje conocido incluso por muchos de los taxistas de la ciudad.
Fue a mediados de los ochenta que el desempleo, el desinterés y el olvido de las autoridades, la falta de espacios públicos para el esparcimiento y recreación, entre otros muchos factores, originaron el declive del barrio y dejaron a sus casi 17 mil pobladores a merced de la delincuencia, la drogadicción y el pandillerismo, al grado que muchos de esos niños ahora son jóvenes sin oficio ni beneficio. Es escena común hoy en día ver a niños inhalando solventes, disputando a golpes el botín de sus atracos, y a jovencitas que desde muy temprana edad se prostituyen y procrean hijos, sólo Dios sabe de quién.
Nos contaron la historia de cómo el mercado de “Las Covachas”, con 60 años de tradición y bullicio, montado sobre la calle, al pie de las casas, con sus marchantas venidas de muchos lugares y sus puestos abarrotados de mercadería y compradores, fue víctima involuntaria del cumplimiento de metas de alguna administración reciente, quienes con una intervención sociológicamente desafortunada, dejaron en su lugar un flamante bodegón que hoy luce deprimido y semidesierto.
Me llamó la atención también el “Parque SAPAL”, una zona arbolada de cerca de una hectárea en el corazón de la colonia, un oasis tan atractivo como impenetrable para los colonos, celosamente resguardado por altas rejas coronadas con serpentinas de afiladas púas, (como una prisión al revés), dentro de la cual una mínima fracción ha sido “donada” por la empresa como parque infantil, con una horario absurdo de 9 AM a 6 PM, donde los niños pueden jugar, “siempre y cuando no pisen el césped”!
¿Cuántos barrios como este existen en nuestras deshumanizadas ciudades? Quizá debemos voltear a ver a Sergio Fajardo y seguir su ejemplo: él destinó 40 % del presupuesto anual de Medellín a la educación, recurso con el que construyó y operó cinco parques biblioteca, diez nuevas escuelas, centros de emprendimiento barriales y ludotecas para niños en las zonas más pobres de la ciudad, logrando reducir significativamente el índice de homicidios.
Su estrategia apostó por intervenciones urbanísticas que responden a un principio: “lo más bello para los más necesitados”.