sábado. 20.04.2024
El Tiempo

¡Cuidado, que se rompe!

¡Cuidado, que se rompe!

Lo admito: no soy una persona deportista. Definitivamente, el sedentarismo y yo hemos sido compañeros durante muchos años, así que cuando flirteo de vez en cuando con el deporte, sean aerobics, caminata, zumba, bicicleta, caminadora, squash, tenis, etc. siempre regreso cabizbaja al terruño donde me esperan con los brazos abiertos mis libros, mi piano, mi computadora y mi sillón reclinable. No me juzguen duramente; en verdad empiezo con mucho entusiasmo cada ocasión, como aquella en que hasta logré el tercer lugar en squash femenil cuando trabajaba en una constructora que promovía el deporte entre sus empleados. Pero al salir de ese trabajo ya no conté con compañeras que me “hicieran segunda”, por lo que regresé una vez más a mis tardes de relajación.

Debatiendo con mi esposo, cuya niñez estuvo rodeada de futbol americano, volibol, bicicletas, patines y travesuras, le comentaba el primer contacto que tuve con el deporte. Después de pedir, rogar, suplicar durante todo un mes a mi mamá, por fin accedió a llevarme e inscribirme en las clases de Gimnasia Olímpica que tanto me atraían a la tierna edad de seis años; al cruzar el umbral del gimnasio, con la vista de todos los aparatos y las niñas que practicaban, sentí brillar dentro de mí una pequeña Nadia Comăneci… cuando de pronto, el sonido de un golpe y un grito nos hizo voltear a nuestra derecha: una niña de unos diez años había caído de la viga al intentar un mortal y había golpeado su brazo contra el aparato, resultando en una fractura que hizo correr a los maestros para llevar a la pequeña al hospital. Si bien todo lo anterior ocurrió en menos de dos minutos, fue mucho menor el tiempo que le tomó a mi mamá el dar media vuelta y llevarme de regreso a la casa e inscribirme al día siguiente a clases de piano.

No lo lamento. Viví una época deliciosa durante mis clases en la academia de música y conocí gente extraordinaria en las clases subsecuentes de pintura, costura, teatro y baile. Pero cada incursión deportiva resultaba infructuosa: en el tenis, descubrí que tendría más talento como beisbolista pues perdí todas las pelotas que utilizaba el profesor en clase; en natación, doy gracias a Dios que aprendí a flotar. ¿Competencias? No, gracias; no es muy estimulante llegar siempre al final. Mi primera bicicleta, con la que por fin podría salir a jugar con mis vecinos que ya eran expertos en rampas y saltos, resultó ser modelo “nena”, con rueditas y un montón de aditamentos de protección que me hicieron no sólo la más lenta, sino el hazmerreír de la cuadra, y la primera en guardar el aparato a tierra y lodo. Ni qué decir las incursiones a la casita del árbol que todos los chicos de la edad en nuestra calle comenzamos a construir en equipo: mi mamá me advirtió de los gusanos que habitaban dicho árbol (llamados comúnmente azotadores) que quemaban la piel al contacto, y las dolorosas consecuencias de caer desde una rama alta, pues yo no era experta en trepar como los demás. Patines, coleadas, juguetes de hojalata, eran peligros potenciales para la fragilidad de mi existencia. Y aunque viví una infancia feliz y de vez en cuando transgredí las precauciones establecidas en mi casa (un día casi incendio mi recámara por esconder un juego de química con el mechero prendido debajo de la cama), siempre sentí ese pedacito vacío de sentir una rodilla raspada, una caída de la bici o un choque en coleadas de patines, de los cuales mis amigos sobrevivieron sin ningún trauma posterior.

El secreto aquí es que mis padres ya eran adultos “grandes” cuando llegué a su vida. Ambos rebasaban los cuarenta y por tanto eran mucho más precavidos y menos “atrabancados” que los padres jóvenes que fueron con mi hermano. “¡Cuidado que te caes! ¡Cuidado, es peligroso! Mejor no vayas, quédate aquí a leer un rato”, eran las frases comunes que oía cuando las tentaciones de mis amiguitos llegaban desde la calle.

¿Y mi marido? Todo lo contrario. El segundo de tres hermanos, parecía un torbellino de acción y travesuras: caminando como equilibrista por las bardas de los vecinos, jugando al escapista desde la parte alta de la litera, amarrado de pies y manos, escapando por las ventanas, trepando árboles, haciendo deporte y coleccionando lesiones de caídas en bicicleta, avalancha, patineta y patines.

Ahora, al nacer nuestra pequeña, los papeles se invirtieron drásticamente: mientras yo impulsaba a mi bebé a dar sus primeros pasos, mi marido prácticamente se lanzaba como portero para salvarla a toda costa. Al notar su preferencia por el deporte y los juegos extremos, me convertí en su porrista principal y he procurado acompañarla en cada paso, desde el muro de escalada, la tirolesa y el bungee hasta los diferentes deportes que ha ido aprendiendo y practicando a la fecha y los juegos mecánicos a donde nos hemos subido juntas (por cierto, siempre les he tenido miedo, pero uso mi cara de “¡Qué divertido!” y grito hasta quedar afónica). A su vez, mi marido ha convertido la bicicleta en un adorno navideño de tantas luces y aditamentos para asegurar su visión y circulación en la calle, corre por casco, rodilleras y coderas cada vez que escucha el ruido de los patines, y aguanta la respiración mientras la princesa baja desde la torre de escalada o realiza un salto en las barras o viga de gimnasia. Pero… ya en equipo, buscamos que aprenda a divertirse con ciertas reglas de seguridad, para que logre superar sus retos y nosotros no nos infartemos en el camino.

Y es natural. Como padres buscamos darl a nuestros hijos aquello que no pudimos obtener e nuestra infancia, mientras los alejamos de aquellos peligros y dolores que alguna vez recibimos, pero que no soportaríamos ver en nuestros retoños. Sin embargo, recordemos que mientras más protejamos a nuestros hijos del dolor, la tristeza y las frustraciones de la vida, encerrándolos en una burbuja de invulnerabilidad fabricada, menos preparados estarán para enfrentar, sobrevivir y disfrutar la vida real. Sí, las caídas duelen, los fracasos frustran y muchas veces tendremos que curar sus pequeños corazones y los raspones en sus rodillas. Pero recordarán que sobrevivieron, que son fuertes y que pueden salir adelante, que no se rompen a la menor contrariedad. Y sobre todo, que ahí estuvimos: a su lado, apoyándolos en sus decisiones (aunque el nudo en el estómago fuera casi insoportable), ofreciendo nuestro hombro y nuestra mano en cada lágrima y cada caída, pero sobre todo, amándolos siempre tal y como son.