Guten Tag (Buenos días) Tile

"Porque con la lluvia siempre llegan recuerdos de momentos cálidos y apacibles, como si el alma buscara una chimenea en el corazón para pasar la tormenta que resuena tras la ventana"

Guten Tag (Buenos días) Tile

Será porque la lluvia me pone nostálgica, que el viento frío y húmedo me aleja de las calles. Porque estos días los quiero vivir encerrada en casa, envuelta en el chal rojo de mi mamá, con una taza de café con leche bien calientes, acompañada de un buen libro y una película interesante, uno tras de otro. Porque con la lluvia siempre llegan recuerdos de momentos cálidos y apacibles, como si el alma buscara una chimenea en el corazón para pasar la tormenta que resuena tras la ventana. En mi caso, recuerdo a mi papá, armando castillos de juguete conmigo, mi mamá cantando con su guitarra, o a los dos, sentados en sus sillones de la recámara, leyendo y tomando su café con galletitas de canela.

La lluvia es un poco como el invierno: nos hace añorar la luz, el brillo del cálido sol al que huimos en nuestro diario correr, preocupados y encerrados en nuestros propios problemas. El frio y la humedad se sienten en nuestra piel, el viento y los truenos resuenan en nuestros oídos y nos refugiamos en cuanto podemos, quizás en casa, a solas, o con amigos que nos hagan pasar el tiempo más rápidamente. Por eso buscamos entre las nubes alguna luz y nuestro corazón se regocija al vislumbrar un pequeño rayo de sol, y más aún cuando el rayo se deshila en colores y atraviesa valiente un arcoíris entre los nubarrones grises. Y pensando todas estas sensaciones, me acomodé en el sillón y me dispuse a ver una excelente película acerca de un inmigrante mexicano en tierras germanas, una historia conmovedora que habla de la universalidad del afecto, la humanidad que traspasa las fronteras del idioma y de la cultura misma.

Y todo ello, con el sonido de la lluvia de fondo, me llevó nuevamente a viajar en mi memoria, a los tiempos de mi niñez, cuando exploraba la casona de mi abuela en un barrio antiguo de la Ciudad de México. Una casa antigua y muy angosta, que crecía en vertical, por lo que ella la había dividido en tres departamentos, de los cuales ocupaba el más alto.

Para cuando yo la visitaba, mi abuela Tile ya vivía sola, pero mis padres contaban que en esa casa se llegaron a hablar varios idiomas, pues ella la había convertido en casa de estudiantes extranjeros que venían de intercambio. Esa idea en particular me resultaba un tanto extraña, considerando que mi abuela nunca se había destacado por ser una mujer cariñosa o paciente y que apenas convivía con sus ocho nietos, ¿o más bien, la palabra correcta sería “discutía”, “regañaba” o quizás, “corregía”? El caso es que no visualizaba a esa mujer de carácter recio, atendiendo jovencitas y jóvenes en edad estudiantil.

Sin embargo, algo llamó mi atención en aquel tiempo, que me hizo retomar mi interés: un amigo de mi hermano, Kenneth, había llegado a visitarnos desde Inglaterra, y no sólo eso, sino que conocía –y apreciaba– a mi abuela Tile. En ese momento decidí arriesgarme a los conocidos sermones y me lancé a buscar los álbumes de recuerdos que ella guardaba celosamente en su recámara. Y los descubrí. En unas pequeñas libretas de autógrafos, llenas de pensamientos, dedicatorias y fotografías, jóvenes japoneses, británicos, alemanes, franceses e italianos, hombres y mujeres. Todos sonrientes en las fotografías, abrazando a una Tile más joven, agradecidos por su apoyo y enseñanzas en el tiempo que vivieron en nuestro país.

Entendí en ese momento que la mujer que había sido educada bajo una estricta educación alemana de antes de la guerra, que había enviudado muy joven teniendo que sacar adelante a sus dos pequeños en un mundo machista, no estaba hecha para la ternura empalagosa de las abuelas mexicanas, cálidas y espumosas como el chocolate que lleva su nombre, o sufridas, calladas y abnegadas como Mamá Campanita. Ella repartía su cariño a punta de “correcciones” (y coscorrones, por qué no); envolvía sus caricias y abrazos en una dura capa de crítica constructiva, como los caramelos y peladillas que tenía en las bomboneras de su casa: duras e imposibles de quebrar, pero prometiendo al que tuviera la paciencia suficiente, un dulce relleno al final.

Y fueron ellos, los jóvenes extranjeros, los que descubrieron ese relleno, pues al no tener comparativa con otras abuelitas “clásicas” mexicanas, y al provenir de culturas más afines a mi abuela (es decir, más disciplinados y menos acostumbrados a la efusividad) tuvieron más oportunidad de conocer a esa enérgica mujer y leer entre las líneas de sus consejos un genuino interés por su bienestar. Nunca pregunté por qué razón no había continuado rentando los cuartos y lamenté en verdad que no hubiera sido así. Pero a la vez me alegré por ella, porque al final no tuvo sólo ocho nietos, sino muchos más y porque en algún rincón del mundo un hombre o una mujer estarían recordándola con cariño y quizás hasta buscaría transmitir de alguna forma, la sabiduría de esa abuela mexicana que lo acogió en su casa, esa mujer especial llamada Tile.

La lluvia continuaba y la película llevaba un largo rato de haber terminado, pero aún me quedaba en la mente el parecido del joven mexicano en casa de una anciana alemana y los jóvenes extranjeros en casa de una anciana mexicana. Me acerqué a los libreros y vi su rostro en el retrato. Guten Abend Oma! (¡Buenas noches abuela!)