martes. 16.04.2024
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Mónica Navarro
15:29
18/08/13

Un intruso en casa

Un intruso en casa

Como lo hacen todos los intrusos, llegó sin invitación previa. Al parecer se sintió tan cómodo que decidió establecerse y hacer crecer a la familia. Ahora es un grupo de roedores que desde hace días han convertido mi hogar en un sitio al que llego porque no tengo alternativa, pero lo han despojado del calor de hogar y la confortable seguridad tan apreciada.

En un principio supuse que la sombra fugaz que vi deslizarse sobre el piso era producto de mi imaginación. Después creí que era el cansancio, que me jugaba una mala pasada. Posteriormente los ruidos me indicaron que había alguien más en mi casa, además de los habitantes cotidianos. Al paso de pocos días, los intrusos decidieron hacer gala de su presencia y corren cerca de las paredes, para dificultarme ubicarlos.

¡Dale un zapatazo!, fue el primer consejo que recibí, pero igualar la velocidad de un roedor no es posible para una persona en la quinta década de su vida. Poner veneno en los rincones fue otra opción, pero me detiene el amor que tengo a mi perro, al que no creo capaz de distinguir entre un trozo de comida envenenada y un bocadillo encontrado al azar. Las trampas de pegamento y de jaulas me atemorizan, por la inevitable escena de ver sufrir un animal. Han sido horas atrapada entre dilemas.

Pienso en mi salud y reconozco que los forasteros deben irse. Lo ideal sería que yo sólo abriera la puerta y ellos se marcharan, pero esto no funciona así. Preguntando por el remedio, me enteré que en tiempo de lluvias se inundan sus madrigueras y buscan cobijo en las casas habitación.

Mientras decido qué hacer con los advenedizos, me he detenido a pensar que la solución a los problemas no es un asunto simple; siempre hay daños colaterales. Me encamino a comprar las trampas y veo chicos tragafuego haciendo lo suyo; uno de ellos se acerca y con acento extraño me pide una moneda. Es horrible mi comparación pero ellos, igual que mis forasteros, mientras yo los veo con desconfianza, buscan un lugar dónde vivir y una actividad que les dé recursos para comer y sobrevivir.

Insisto en que la comparación es terrible, pero así me llegó el pensamiento. Igual que a mis roedores, a quienes se les inundó la madriguera, en sus lugares de origen ellos dejaron de tener seguridad y el imperativo de la supervivencia los obliga a salir a las calles para pedir limosna, tragar fuego y en caso de no reunir dinero para comer, recurren al robo y a la delincuencia.

¿Dónde se establece quién tiene derecho a vivir y quién no?

Me decido por las trampas de pegamento. Las coloco con el temor de escuchar el chillido del animal y entonces enfrentar la decisión de verlo morir o matarlo una vez atrapado. En tanto, dejo a quienes dirigen esta comunidad la decisión sobre cómo atender el problema de tantas personas sin hogar, sin empleo, sin oportunidades, que inundan la ciudad.