Es lo Cotidiano

Como los árboles

Elizabeth M. Murcia

Como los árboles

A Rebeca Landeros, in memoriam

“A mí que me lleve la chingada de una vez”, grita la abuela con su voz de fierros viejos apurándose el café a los labios, y dejando caer con fuerza su pierna de palo contra las baldosas sueltas del piso. En realidad no tiene una pierna de palo, pero los pequeños tacones pesadísimos que ha usado desde tiempos inmemoriales hacen que cada paso suene como si en verdad la tuviera.

Esta mañana le había dicho a Mario que trajera el pastel temprano. “Blanco, no se te olvide. Son sus ochenta años, tiene que ser especial”. Él puso su cara de gato enfadado. “De todas maneras a la abuela nunca le gusta nada”. Era cierto, toda la vida con ella y sólo la he visto sonreír estos últimos años, cuando se le va la mirada hacia la nada, y uno no puede saber si realmente se ríe de los chistes de mamá o de algo que sólo ella puede ver. De ahí en fuera, la boca seca y los labios yertos. Eso si nos va bien, porque cuando algo no le gusta tuerce las comisuras hacia abajo y las palabras se le aprietan para salir mutiladas.

La abuela es muy pequeña, no mide ni metro y medio; tiene los brazos delgados y el cuerpo pecoso y arrugado, como hecho con plastilina por el menos talentoso de los niños. Pero es fuerte, siempre lo ha sido. A veces da miedo.

Recuerdo una ocasión en que la tía Julieta la llevó al teatro y llegó fascinada contándonos de Ofelia Guilmáin y de que “los árboles mueren de pie”. “Yo voy a morir de pie, como los árboles”, repite a la menor oportunidad, y no hay quien no le crea. “A mí ya me iban a matar un día. Me pusieron una pistola en la cabeza, querían que me echara la culpa de algo. Mátenme, pero yo no fui”. No hay quien no le crea.

Mario bromea y dice que cuando el terremoto ella estaba lavando los trastes. “Ay, ahorita no me estés chingando”. Y por eso no le pasó nada. Yo creo que cuando le llegue la muerte va a pasar más o menos lo mismo. “Voy, ahoritita ahí voy. Pásele, siéntese. Déjeme no más acabo de lavar estos trastecitos y pongo la mesa pa’ que cenen”.

Con su ánimo de poeta española de importación y su cuerpo de piedra, la abuela no parece tener ya ningún pendiente. Por eso ahora se la pasa recorriendo todo el día la casa inventándose quehaceres y conversaciones con los gatos. Y sólo muy de vez en cuando sale a dar la vuelta, sólo para ver cómo anda el mundo sin ella.

Nadie lo sabe, pero yo una vez le di un beso a la abuela. Ella me había llevado a la primaria ese día. Y la vi tan chiquita por fuera de las rejas color mostaza que sentí un dolor enorme por no darle ese beso que diario era para mi madre. Así que me regresé bajo cualquier pretexto. “¿Te puedo dar un beso?” “Claro, mijita”. Estoy segura de que ella ya ni siquiera se acuerda.

Mario llega tarde, como siempre, pero ha traído el pastel adecuado. Los gatos danzan entre las piernas de los convidados y en la cocina la abuela friega la misma olla una y otra vez. La celebración transcurre sin mayor alboroto. El teléfono suena, es la tía Julieta que llama para felicitar a la abuela y, de paso, le informa que su suegra falleció en la mañana. La abuela cuelga el teléfono y regresa a su silla con una tranquilidad poco familiar en ella. “Ya no estamos lejos”, dice, casi susurrando, viendo hacia la nada. Y por primera vez veo el miedo y la incertidumbre dibujados en su rostro.