Es lo Cotidiano

Ni blanca ni morena

María Elisa Aranda Blackaller

Ni blanca ni morena

Cierro los ojos y tomo tu mano; es como si estuvieras conmigo. 

Piso esta tierra como si mis pies la abrazaran, pero mis brazos no la tocan porque es posible que haya qué soltarla de nuevo. Estar lejos me da paz alrededor y me provoca una guerra interna porque sé que es en México donde cualquier cosa que haga hará más felices a más personas. Cuando me voy es como si me convirtiera en un libro; la gente me lee, me sigue, pero nadie siente lo que hago ni puede identificarse con lo que vivo.

Esta vez fui hacia ti y el libro fue mi México. Te lo leí en nuestros desayunos de domingo con música clásica y huevos tibios hechos con precisión para acompañar el extracto de levadura untado en pan perfectamente tostado. Lo llevé en el María y el Aranda que no me dio trabajo y escondido en el acento foráneo de Elisa Blackaller. Me acompañó en esa caminata por la calle cuando descubrí que alguien nos seguía y te jalé conmigo para que nos perdieran la pista. Nada estaba afuera, todo venía conmigo, como esa primera mexicana en el departamento de Antropología y esa extraña estudiante que se puso a negociar una beca para los siguientes guanajuatenses que pisaran esas tierras. Guanajuatense, qué adjetivo tan difícil de aprender, yo no sabía cuánto. México estuvo ahí con “María, the Mexican”. Nunca mi piel había sido tostada ni mi cabello oscuro sino hasta que lo dijiste tú. Nunca mi nombre había sido tan excitante ni mi baile tan exótico. 

Nunca me había sentido tan foránea sino hasta que aquella mujer me colgó el teléfono por no ser británica. Así me negó el trabajo para el que mi currículo había parecido ideal. Inglaterra era mi casa, hace mucho, cuando mi apellido aún vivía ahí. Luego volvió a serlo cuando me enamoré de ti. Pero no para ellos, los que dicen que los inmigrantes somos problemáticos. Es que cada quién tiene su metro cuadrado en el mundo, pero yo no sabía. Todavía me cuesta trabajo ver la línea imaginaria entre Inglaterra y Escocia. Por fortuna, a México lo separa un océano. Así me ha sido más fácil entender que mi pasaporte allá no funciona, como tampoco el cargador de mi celular ni los billetes con la imagen de Netzahualcóyotl.

En mi país no se estudian otras culturas como una materia escolar. Uno veía en una página a los otomanos y en otra a los otomíes. Pero en esa pequeña islita del norte se estudia a Medio Oriente como una licenciatura del mismo modo que nuestro vecino del norte ofrece estudios latinoamericanos en sus universidades. Somos el otro. Somos el norte que no es Norteamérica y el oeste que no es western. Somos esa sociedad que desesperadamente busca un abuelo cuando su papá no le presta atención. Pero no hay papá y no hay abuelo para México. Lo hay para los mexicanos; somos gente que cobija pero a nivel personal. Nos hacen zoom out y ya esas cosas no se ven. A nivel público somos resentidos; eternos adolescentes incomprendidos.

Al regresar sentí como si quisiera adoptar a México para quitarle la orfandad. Ver cómo tanta gente ignora las bendiciones de nuestro clima, de nuestra libertad, de tantas maravillas que tiene nuestra cultura, me dio mucha tristeza. En las redes sociales la gente pide que otros países presionen al nuestro, que las naciones unidas salgan al rescate y que papá mundo nos ampare.  No entiendo. Cuando me hicieron la entrevista para una de las becas con las que me fui a estudiar a Inglaterra, me preguntaron según mi experiencia internacional qué era lo que tenían otros países que nos estaba faltando para despegar como un país desarrollado. Nada, les dije. Tenemos demasiado y quizá es ése el problema. No importa qué tan mal vayan las cosas, casi nunca están demasiado mal porque, en la mayor parte del país, ni quedándonos en la calle el frío es tan frío. Nos pasa que damos por hecho, nos pasa que buscamos que alguien más haga. (Aquí debo morder mi lengua y reconocer que yo tampoco estoy haciendo gran cosa, ciertamente mucho menos de lo que podría si fuera suficientemente valiente para realizar alguna de las muchas ideas que me pasan por la mente cada día. Aunque me equivocara, aunque hiciera tonterías o ridiculeces, ¿qué habría qué perder aparte de tiempo e ingenuidad?) México es un niño que no quiere independizarse, que no quiere vivir solo ni pagar su propia renta o hacerse de comer con sus manitas. México tiene gente que le pide a Canadá que nos quite de la lista de países seguros para poder tener el beneficio de emigrar y que le solicita a la comunidad europea que nos ponga un bloqueo económico. 

Cada vez que hablo contigo te veo tan libre de todo esto que oprime el corazón de toda la gente que veo a diario. Tú estás preocupándote por lo cerrado que es tu pueblo alemán o lo burocrática que es tu gente inglesa. Luego haces una pausa y me dices que esos problemas no significan nada en comparación con lo que viven otros países. Lo mismo siento cuando pienso en México y las ilegalidades públicas que nadie sabe cómo resolver. Si papá es alcohólico, ¿qué hacemos entonces? Pues aguantar los golpes y ver si se va por cuenta propia. Si se lleva el dinero de la casa, pues no importa mientras no nos mate en una de sus borracheras.

Ése es nuestro problema, no saber por dónde, porque no tenemos un camino. No hay salidas de emergencia ni rutas de evacuación. Ha sido una sorpresa para mí sentir tanta impotencia al llegar aquí cuando estando fuera había tantas cosas más claras. No cabe duda que mucho de lo que uno es ocurre gracias a lo que hay alrededor. Es quizá por eso que siento que cada que cambio de sitio, crezco tres años en uno. Cambio de joven trabajadora a vieja estudiante y de otra María más a la única María.

Ven conmigo y brinquemos cuando sea necesario, en lo que descubrimos si soy más blanca o más morena.

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María Elisa Aranda Blackaller (León, Guanajuato, 1984) comenzó a escribir recurrentemente cuando tenía 17 años. Encontró en las letras un mundo creativo y expansivo que la invitó a la exploración. Desde entonces ha navegado entre cuentos, ensayos y haikus.

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