miércoles. 24.04.2024
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EL DICCIONARIO BIOGRÁFICO DEL FRACASO LITERARIO

Kevin Stapleton

C.D. Rose (Traducción de José Luis Justes Amador)

Kevin Stapleton

Aun tomando en cuenta los vaivenes de las modas literarias, resulta lamentable que la escritura de viajes ya no sea lo que era. Un campo en el que se incluyen Ibn Battuta y Richard Hakluyt, un victoriano como Richard Burton o una gran voz femenina como Freya Stark, y que alcanzó en los 80 con el escurridizo Bruce Chatwin, merece algo más que medio estante en las tiendas locales de Waterstones o Barnes and Noble.

Puede que sea esta época de viajes fáciles y de Internet lo que ha traído cierta decadencia al género, pero trate usted de usar los recuerdos de viaje de Dickens, Twain o Stevenson, y descubra cómo la experiencia se enriquece, comparada con intentar usar Google Maps y encontrar un restaurante medio decente.

Kevin Stapleton, nacido en Stockport en 1963, fue un niño criado con cuentos de viajeros y maravillas. O, al menos, podría haberlo sido si hubiera tenido unos buenos padres y uno de esos maestros  de las películas. A cambio, Kevin sólo tuvo ejemplares retrasados de “Look and Learn”, una copia gastada del “Atlas Ilustrado del Mundo para Niños” y una selección de la serie “Aventura” de Willard Price.

Con eso bastó. Stapleton creció con una imaginación viva pero muy pocos talentos prácticos y, al dejar la escuela a los dieciséis a finales de los setenta, se encontró embarcado en un programa de oportunidades para jóvenes desempleados y su consecuencia inevitable, el desempleo.

Ese gran mal de los escritores, la penuria, limitó sus oportunidades. Stapleton gastó su primer cheque del subsidio en una máquina de escribir (una Silver Reed SR 180), no quedándole dinero siquiera para un viaje de un solo día a Birmingham.

Eso no detuvo a Stapleton y pasó los siguientes años de su vida en la cama escribiendo cuadernos de viajes a Ceilán, Siam y Persia, sin darse cuenta de que tales países ya no existían. Mandó su obra a los editores que al principio se interesaban pero, al descubrir que Stapleton era un desempleado de veinte años de Manchester, y no un antiguo oficial de las colonias contando sus historias desde el porche, le devolvían sus sobres sin abrir.

(Y aquí nos sentimos obligados a preguntarnos. Si Stapleton hubiera llamado a sus libros “novelas” o las hubiese vendido con cuestionamientos posmodernos sobre el género, ¿habrían tenido éxito? Stapleton fue, en cierto modo, una víctima de esa curiosa afectación del siglo veinte, el deseo de autenticidad).

Aun así se siguió aferrando a la esperanza; cuando tras seis años de escritura se dio cuenta de que además de pobreza sufría agorafobia, no se dio por vencido.

Aunque sus viajes más largos no iban más allá del baño compartido en el pasillo o, en un buen día, hasta el supermercado de la esquina para comprar media pinta de leche y una bolsa de pan, siguió escribiendo. Su gran obra, “My Day”, trataba del viaje de su dormitorio al baño y después a la cocina,  donde se preparaba una taza de te y una tostada, contando sus encuentros con la gente a lo largo de su ruta, en textos repletos de sabiduría antropológica y de una exactitud asombrosa.

Lo último que hemos escuchado de él es que se ha mudado a un lugar cerca de Stretford. Algún día, Kevin, todos leeremos tu obra y nos maravillaremos.

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