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Muertes patéticas

Leonardo Biente

Muertes patéticas

No todos mueren como héroes. Esta al menos es la premisa de un prominente ensayo del célebre escritor Horacio Olmeca Muriel, Muertes patéticas. Dicho texto fue publicado la semana pasada por la Editorial Simple.

Muertes patéticas trata, según el crítico Rogelio Frausto Córdoba, “la muerte de una manera pavorosa y seguramente el autor no tenía nada mejor que hacer al momento de escribirlo”. Según la periodista Herminia de Espronceda, “el texto de Olmeca Muriel es superficial.”

Olmeca Muriel, además de escritor y ensayista ocasional, es violonchelista con la Orquesta Lógica, actor dramático y editor en jefe de la revista cultural El Prisma.

El ensayo se centra en las muertes de una docena de personajes célebres, entre estrellas de rock y héroes históricos, que ocurrieron en circunstancias que él llama “patéticas” y “estúpidas”. Un ejemplo que propone es la muerte del Papa Pío XI, quien murió de hipo.

Este no es el único personaje que muere de una manera “atroz”, palabra usada por Olmeca Muriel. En la historia ha habido “innumerables muertes más patéticas que las que el autor intenta mostrar”, según Frausto Córdoba. Algunas muertes que Olmeca Muriel no menciona, por ejemplo:

Otro pontífice, el Papa Adriano IV (el único Papa británico hasta hoy), murió cuando, al disponerse a tomar agua, ingirió accidentalmente una mosca y se asfixió. Esto sucedió en 1159.

Agatocles, un tirano de Siracusa del año 289 a.C., murió ahogado con un palillo insertado en su comida. Tiempo después, en 1941, el novelista americano Sherwood Anderson se comió, asimismo, un palillo de un tentempié en una fiesta. La ingesta del mondadientes le causó una peritonitis.

Otro que murió de una peritonitis fue el escapista húngaro Harry Houdini. En un show que ofreció en Montreal, en 1926, un hombre fue hasta su camerino a comprobar si era cierto que Houdini podía resistir numerosos y fuertes golpes en el estómago. El escapista, dicen los historiadores y fanáticos, no consiguió mantener la rigidez de sus músculos mientras este individuo lo golpeaba en la boca del estómago. Días más tarde, consecuencia de estos golpes, murió.

Allan Pinkerton, famoso por fundar la prestigiosa agencia estadounidense de detectives que lleva su nombre, murió cuando tropezó y se mordió la lengua y contrajo gangrena.

Ramsés II, faraón del siglo VXI a.C., murió de caries. Esto fue dictaminado por un egiptólogo español llamado Esteban Llagostera, que al investigar la momia del rey egipcio descubrió una caries del maxilar superior, que derivó en una infección sanguínea mortal.

El novelista inglés Arnold Bennett, en 1931 trató de demostrar a la gente de París, acusándola de “inculta”, que el agua que bebían no era la causa de una epidemia de tifus. Diciendo esto, bebió públicamente un vaso de agua de una fuente presuntamente infectada. El escritor pasó a ser una más de las víctimas de la enfermedad.

El rey Maximiliano de Austria (suegro de Juana La Loca) murió en 1519 por una indigestión de melones. Otro rey, Juan Sin Tierra, inglés, también pereció de una indigestión al comer fruta acompañada con sidra.

En España, en 1506, Felipe I –el Hermoso– murió al beber agua fría justo después de un partido de pelota en el que acabó sofocado. De modo parecido, Luis X de Francia murió en 1316 de un enfriamiento causado por beber vino muy frío después de jugar palma (un equivalente del tenis actual). Enrique I de Castilla murió de una pedrada cuando jugaba con sus amigos.

El filósofo y escritor británico Francis Bacon murió en 1626 en uno de sus experimentos científicos, mientras investigaba sobre las propiedades del frío en la conservación de los alimentos. Cuando introdujo nieve de montaña en una gallina muerta, se enfrió y falleció.

Robert Leech, quien se tiró de las cataratas del Niágara en un barril, sobrevivió a su aventura, a pesar de haberse roto todos los huesos de su cuerpo. Pero ya restablecido, se dispuso a dar una gira mundial dando conferencias en las que contaba al público de su experiencia, y en su viaje a Nueva Zelanda, resbaló con una cáscara de plátano (no es broma) y murió por consecuencia del golpe.

El emperador de Absinia (al noreste de África), Menelik II, pereció en 1913 al comer papel. El monarca estaba enfermo del corazón y los doctores no encontraban una cura. En un acto que Olmeca Muriel alguna vez llamó “un arrebato de fe e imbecilidad”, ordenó que le dieran una Biblia y se comió, hoja a hoja, el Libro de los Reyes, entero.

En 1912, un sastre de París llamado Richelt confeccionó una capa con la que pretendía volar desde lo alto de la torre Eiffel. Murió en la caída. Olmeca Muriel ha relatado más de una vez esta anécdota advirtiendo que “tiene más tintes de leyenda que de otra cosa”.

Yusuf Ismael, luchador turco, murió ahogado en 1898. Un peleador exitoso en plazas americanas, Ismael viajaba en un barco. Al chocar con otra nave, la embarcación se hundió. Casi toda la tripulación se salvó, pero el luchador murió cuando se negó a quitarse los cinturones de oro que había ganado en sus combates.

Enrique Granados, compositor español, también falleció ahogado en 1916 cuando el bote en que viajaba fue torpedeado por un submarino alemán en el Canal de la Mancha. El barco no sufrió desperfectos, pero Granados, aterrorizado por el estallido, se tiró al canal. Su esposa trató de rescatarlo, pero murió con él.

Un atleta griego llamado Milón de Trotona, ganador en muchas olimpíadas y bien conocido por su fortaleza, quiso acabar de cortar un árbol que tenía una rajada. Sus manos se quedaron atoradas y murió devorado por los lobos del bosque.

Como sea, podríamos hacer una enciclopedia de muertes absurdas, idiotas, patéticas, y llenaríamos bibliotecas. El género humano es cosa grave.

“La vida no es bella y la muerte tampoco. Ni siquiera es heroica”. Con estas palabras, Olmeca Muriel cierra su ensayo, del que se ha negado a hacer comentarios. “Lo que ha quedado claro, con ejemplos”, comentó Jorge David Coronado, periodista cultural, “es que la muerte ya no es glamorosa, ni siquiera digna: la muerte también juega bromas, como la vida, y a veces más pesadas.”

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Leonardo Biente
es escritor y poeta. También es empleado de día.

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