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Helado sospechoso

Chema Rosas

 

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Helado sospechoso
Helado sospechoso

Cuando era niño, en una de esas muchas tardes que pasé en la sala de espera del consultorio de mi padre, decidí salir a explorar el vecindario. No es que fuera especialmente aventurero (creo que más bien era medio cobarde) pero estaba tan aburrido que hasta platicar con el hombre de la bolsa sonaba como una buena manera de pasar el rato.

 

Caminé alrededor de la cuadra y al doblar en una esquina se me acercó una señora cuyo atuendo y apariencia física parecían inspiradas en Walter Mercado. Trató de llamar mi atención con el clásico “¡Cht cht!” que usan los adultos por igual para dirigirse a perros, niños que no conocen y –en casos graves– meseros. Primero pensé que lo más probable era que no me hablara a mí, pero me vio directo a los ojos, dijo “¡Cht cht!” de nuevo e hizo sonar sus pulseras al ejecutar el movimiento de manos que invita a otros a acercarse. Una vez que quedó establecido que en efecto era a mí a quien se dirigía, pensé que debía alejarme y contárselo a quien más confianza le tuviera porque a fin de cuentas ella era una extraña y bien podría estar trabajando como robachicos. Estaba por seguir los consejos de la Chilindrina cuando la mujer sonrió y levantó un enorme vaso de helado que, habría jurado, tenía mi nombre. Entonces recordé que mis padres me habían enseñado a ser educado y respetar a mis mayores y ni modo que le hiciera la grosería así que decidí acercarme a ver de qué se trataba eso del postre.

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La señora no tenía lo que se dice pinta de asesina serial. De cerca era más o menos igual que de lejos, y lo único sospechoso en ella además de las cadenas, anillos y vestido de lentejuelas era que la capa de maquillaje del cachete se le agrietaba y se veía chistosa. Entonces la buena mujer me explicó que había ido a la heladería presa de unas terribles ganas de tentar a la diabetes con un mantecado monumental y que al comprarlo le dieron dos al precio de uno; que estaba agobiada por no saber qué hacer con el helado extra cuando me vio pasar por ahí con cara –y barriga– de que sabría qué hacer con él. Le dije que no se preocupara, que con gusto le ayudaba a resolver el problema y que podía dejar ese majestuoso helado en mis manos.

 

Regresé a la sala de espera convertido en el niño de nueve años más suertudo del mundo cuando encontré a mi padre que al salir de consulta y no verme ya estaba organizando una brigada de rescate con las enfermeras y lavacoches. Emocionado compartí con él mi aventura y estaba por compartirle también de mi helado cuando me interrumpió:

 

–¡Pero, ¿cómo se te ocurre!?  –dijo con esa voz aguda que usan los padres cuando no quieren gritar –¿Cómo sabes que no le pusieron algo al helado para drogarte o que es una robachicos?

 

Bajé la mirada a donde aún se encontraba el antes delicioso parfait –estoy orgulloso de usar esa palabra– pero en vez del postre lo que ahora tenía en mis manos era una trampa, una bomba de tiempo y el instrumento de mi muerte. No sólo había traicionado la confianza de mi padre, también había puesto en peligro mi vida y aunque tan sólo había comido un par de cucharadas comencé a sentirme enfermo. Corrí a tirar el vaso al bote de basura más cercano y, presa del pánico pasé el resto de la tarde platicando con la enfermera de urgencias, sólo por si las dudas. Ese fue el día en que dejé de confiar en la gente.

 

No es que desconfiara de esa señora en particular, pero tenía mi confianza en su condición de mujer, adulta, anciana y, por lo tanto, sabia, según Disney. No pasó por mi mente que alguien hubiera urdido ese plan para inducirme al mundo de las drogas o secuestrarme para vender mis órganos en el mercado negro. Digo que no pasó por mi mente hasta que mi padre lo mencionó, y a la fecha si él dice que la señora era malvada, seguro lo era (el azúcar refinada mata más gente al año que la marihuana). No es lo mismo desconfiar de una persona en particular que de “la gente” o ese colectivo de personas anónimas que rodean el mundo de lo conocido. Existe la posibilidad de que doña Walter Mercado no fuera capaz de envenenar a un niño… pero “la gente” es capaz de todo, desde linchar a un policía hasta saquear un Walmart en nombre de la revolución o marchar en contra del matrimonio igualitario.

 

Y es que la confianza tiene la consistencia de cono de galleta y una vez que se humedece con el helado derretido de la sospecha jamás regresará a su consistencia original. Pasaron varios años para que volviera a hablar con un desconocido en la calle y todavía más para aceptar muestras gratis de comida en el supermercado. A fin de cuentas, soy “la gente” de los que no me conocen y los tiempos exigen que vuelva a confiar en que es posible recibir un helado de un desconocido y que no tenga droga –o que avise que droga tiene al regalarlo–, que es posible salir a la calle a marchar sin ser acusado de saquear un Coppel y que hay manera de manifestarse contra la corrupción sin terminar reclutado por algún partido político.

 

 

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Chema Rosas
 (Ciudad de México, 1984) es bibliotecario, guionista, columnista, ermitaño y papa-de-sofá, acérrimo de Dr. Who y, por si fuese poco, autoestopista galáctico. Hace poco incursionó también en la comedia.

 

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