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CUENTO

Y el olvido no llegó

Yara Ortega

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Y el olvido no llegó
Y el olvido no llegó

 

Se le esperaba puntual, luego de la hora nona. Se pospuso para la sexta. Pero el viento volvió a darle la vuelta a la esquina que hace la calle de Los Suspiros con Concheros. San Gremal se bañó primero de sol y luego de sombra.

Una lluvia de plumas invadió los espacios cerrados, donde las mujeres trabajaban en ocupaciones propias de su sexo y no mal vistas en el otro.

Una henchía las narinas con el pestífero aceite de linaza con el que fijaba los colores a paredes, lienzos, trozos de madera, y especialmente al barro que ella misma abatía y recocía en el fulgor de la noche, esperando "El Duende", que baila y se insufla en calor y luz, bajando luego la temperatura con la consunción natural de la leña, para que las pequeñas piezas, llenas de detalles y plenas de amor, no comiencen a parir grietas que las hagan polvo.

Otras cayeron junto a donde la otra mujer cosía los colores en combinaciones inusitadas para estas latitudes. Un chaneque le iba sugiriendo cómo hilvanar la espuma del mar, y que no se  notara la unión con el cielo casi nocturno, en un jardín que cubría la desnudez. Su tozuda cabeza no podía identificar de qué lado de la Rosa de los Vientos venía la ventolera que desafiaba los cánones.

Las plumillas que la vieja observó danzaban bajo la jaula de los cantarines "Lágrimas Negras", pero el color difería. Era más parecido a las telarañas del desvelo, cuando en medio del silencio nocturno se siente que las arañas hacen su red y caminan —despacio si hay buen tiempo, raudas si lloverá.

Alguien pasó de prisa. Había encargado la hechura de unos cojines para recibir visitas en su casa blanca, igual a la de cualquiera que viviera en el barrio. "Ah, es igual a la de las mujeres de La Gente del Viento".

Y sí, el aire venía de la sierra, donde se vive en cuevas y se cultiva el maíz más pequeño porque no hay agua suficiente. Es gente que transita de la infancia a la ancianidad sutil y gravemente, dosificando la risa y desparramando sus pasos por cañadas y barrancas.

Sin embargo, el Maestro se había ido. Desde hacía algún tiempo lo despidieron entre café y recuerdos, en una casa que colgaba de las peñas del cerro como nido de golondrina. Alquimista prodigioso, ahijaba a cuantos llegaran, humildes, a sus alturas. Les fabricaba alas a la medida, sin olvidar los pequeños consejos que envolvían grandes lecciones. Iba envuelto en un sudario de poesía hilvanado a cortapisa. Entonces se supo que la verdad era azul y verde.

Sí, el maestro se fue.



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