miércoles. 24.04.2024
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Sombras nada más

Jorge Omar Muñoz

Sombras nada más - Jorge Omar Muñoz
Sombras nada más - Jorge Omar Muñoz
Sombras nada más

Tenía la imagen desde la mañana. Se le metió en la cabeza desde que la escuchó por primera vez en la radio del microbusero. Una mujer había caído desde el balcón de un décimo piso por intentar tomarse una foto. El suceso pudo haberle parecido algo normal, las noticias que veía a diario en los periódicos se encargaban de hacerle saber que las muertes brutales eran tan comunes como salir a trabajar. Esta vez no fue así. Se preguntaba: ¿Habría muerto en el aire, segundos antes de tocar el piso? ¿Habría muerto cuando el dolor del impacto alcanzó su cuerpo? Eso ninguna cámara podría fotografiarlo, ni ningún periodista podría revelarlo. No pudo evitar sonreír. Recogía el pet de las bolsas de basura con mayor ímpetu, una sensación de calor le recorrió la espalda y el sudor frio de su playera dejó de sentirse. Hurgar en los despojos de la gente se tornó gratificante y cada botella que encontraba en una bolsa era una forma de dilatar la sensación. ”A los pisos altos sólo suben los pesudos, a ver si ora si entienden que hasta trepado en el cielo uno se puede morir”. Escupió al suelo y empezó a reírse. Se mofaba de los que pasaban la noche en casa, de los que por estar dormidos se perdían de lo que él sabía. No era un inútil como tanto se lo dieron a entender en los lugares donde le negaron un trabajo, al menos era más inteligente que la mujer que se mató. Soltó una carcajada cuando entendió que había muerto por una foto. Un intento por perpetuar un instante terminó en algo tan perpetuo como la muerte.

Un par de disparos en la cercanía lo hicieron dejar sus cavilaciones. Soltó el costal de botellas que llevaba y se escondió detrás de unos contenedores de basura. Vio a un auto pasar a toda velocidad. Se mantuvo escondido unos minutos más hasta que el sonido del motor se dispersó en la lejanía. Salió de donde estaba procurando no ser visto por algún curioso. Caminó hacia la calle de donde salió el vehículo y vio una camioneta balaceada. La curiosidad fue más grande que querer sentirse a salvo y se acercó lo suficiente como para ver un par de brazos sangrientos colgando de ambas puertezuelas. Esa fue la única señal que necesitó para reconocer que estaba frente a dos cadáveres. No perder el tiempo en sorprenderse empezó a buscar objetos de valor. Las primeras pesquisas sólo lo hicieron dar con puñados de cartuchos usados y colillas de cigarro. Toqueteó tanto los cadáveres que le pareció sacar las balas de las heridas. No había droga, ni de esas pacas de billetes que había visto en la tele cuando arrestaban a un capo. “Narcotraficantes jodidos, que suertecita tengo”. Debía apresurarse, sabía que los federales no tardarían en llegar. Ansioso por llevarse algo de valor, sólo le quedó agarrar una pistola, fue por su costal para esconder el arma y huyó.

La penumbra es la atmosfera idónea para elevar las plegarias al cielo. La luz de las velas sobre el nicho debía iluminarles el camino. El cuadro de la Virgen de la Luz era testigo de que sus oraciones estaban hechas de buenas intenciones. Entre cada padre nuestro entreveraba un susurro con los nombres de sus familiares. Estaban el de su padre, su madre y su hermana, los tres perdidos en alguna parte de Estados Unidos, y aun con todos ellos, se atrevía a mencionar el nombre de él. Estrujaba con fuerza el rosario cuando lo pronunciaba. Le avergonzaba decirlo, no por estar casada con él, si no por no estar a la altura de su matrimonio. Dios le había puesto esa prueba y estaba fallando. Quizá por eso se ocultaba en la penumbra, para que los ángeles no se burlaran de ella. Jesús había sufrido en la cruz, soportó toda clase de vejaciones y murió resignándose a su destino ¿Por qué a ella le dolía algo tan simple como la vida con su esposo? ¿Por qué era tan débil y tenía que suplicar todos los días que Dios le diera fuerzas? Comenzó a correr una lágrima por su mejilla y se la puso en el rostro a la virgen: “Siente la cruz que debo cargar, amén”.

Lo escuchó abrir la puerta de la casa. Ella apagó las velas, encendió el foco de la cocina y fue a servirle la cena. Estaba colocando los cubiertos cuando él entró. La miró por unos instantes hasta que él apartó la vista para colocar su costal de botellas en el piso.

—¿Qué hiciste de cenar?

—Frijoles y nopales fritos.

Se sentó a la mesa y señalando una silla a su lado, le indicó a su esposa que se sentara.

—¿Cuánto dinero te doy a diario? –Preguntó sin dejar la vista del plato—.

—Cien pesos. –Respondió ella frotándose las manos—

—Cien pesos –repitió mientras le pasaba el plato a ella—te doy ese dinero porque es lo que recolecto con mucho esfuerzo en un día. Con eso te alcanza para comprar carne, no pinches frijoles y nopales.

—Amor, sé que te gusta comer carne, pero esta vez tuve que abonar la cuenta de luz, si seguimos así la van a…

Él saltó de su silla, tomó a su esposa por el cuello y le estrelló la cabeza en la mesa, sin dejar de hacer presión con sus manos.

—¡Ya hemos discutido muchas veces tu situación aquí, cabrón! Las sombras no hablan, nada más copian. Así debes ser tú: si te digo que quiero comer carne, quiero carne; si quiero que pagues la luz, la pagas ¿Entendiste?

Ella dijo que si y él la soltó. De inmediato limpió el desastre que había quedado en la mesa, se sirvió otro plato de comida, y dándole un beso en la mejilla a su mujer, le indicó que se sentara de nuevo. Le ofreció el alimento con una sonrisa y ella se reincorporó del piso para sentarse a comerlo.

—Sabes que esto es tú culpa, ¿Verdad? –Dijo sentándose junto a ella—Yo te alimento y te doy un techo donde vivir. Lo mínimo que pido es un poco de respeto a mi palabra, a las órdenes, pero sobre todo al silencio. Buscar la manera de sobrevivir requiere concentración y no puedo tenerla si te la pasas hablando para cuestionar mis decisiones. Siéntete afortunada que no te considere una mascota, pero no te sientas mal, ya se me pasó el enojo, mi lástima es amor por ti.

Se dirigió a la puerta de la entrada con su costal y sacó la pistola de ahí para arrojar el costal al techo. Él partió a su habitación mientras ella seguía engullendo la comida. Se preguntaba que si de no pagar la luz ella de verdad desaparecería como una sombra.

—Oigan, tengo un chiste buenísimo para estos momentos.

—¡Estaba hablando yo, perro!

—Ahorita no estés chingando, Manuel. Al rato nos cuentas tu anécdota. Suelta la sopa, pues.

—Llega un hombre con un doctor y le dice: “no entiendo qué pasa con mi cuerpo. Si pongo mi mano en el pecho me duele, si la pongo en el riñón también, sucede igual cuando la pongo en la espalda ¿A qué cree que se deba?”. El doctor le contesta: “Es muy sencillo*, tiene la mano quebrada”.

 —¡Ja! Ahora sí te la prolongaste.

 —¿Me interrumpiste para esa mamada?

 —¡u´ta madre! Qué genio, pinche mal cogido. A ver, ya pues, dinos lo que nos ibas a contar.

  —Escucharon de la balacera de…

 —Mira, ahí viene éste puto.

 —¡A chinga! ¿Ese milagro que te dejas ver? ¿Vas a vender tamales otra vez o qué?

 —Salúdame, no dormimos juntos. ¿Por qué traes esa cara?

 Habían pasado dos días desde que él sacó el arma de aquella camioneta. Durante ese lapso de tiempo aprovechó los días para ir a venderla entre sus contactos. Nadie la quiso comprar. El problema no eran los compradores, pues se la ofreció a ladrones, asaltantes y personas cuya baja autoestima necesitaba de un arma para sentirse bien. Lo malo estaba en que solo había una bala en el cargador y nadie quería tocar un arma cuyo único disparo se usaría para probar si funcionaba. El asunto fue a peor cuando alguien le dijo que lo que vendía era una magnum 44, una pistola con munición difícil de conseguir.

 —¿No ha llegado El Jari? –Contestó ignorando las palabras de sus amigos—

 —No, carnal. Anda pelado. Ayer picó al Sagu y lo andan buscando. De pendejo sale de donde esté en más de un mes.

 —De verdad que ustedes son unos ojetes. Pa’ siles vuelvo a contar algo en la vida.

 Hizo una seña a los tres que estaban con él para que lo acompañaran a una calle menos transitada. Una vez ahí les mostró lo que llevaba.

 —Necesito venderla ¿Saben de alguien que la quiera comprar?

 —¡No chingues! Esa madre está enorme ¿De dónde la sacaste?

 —Eso no importa, lo único que sé es que necesito volverla dinero.

 —Yo nada más te digo que si los polis te agarran con esa chingadera vas unos añitos al bote, mi buen.

 —¿Por qué crees que intento venderla? Ya déjate de pendejadas y mejor recomiéndame alguien que quiera comprarla. Tú debes saber.

 —Yo la neta ya no sé nada. Ya no ando en la banda, ni nada de eso. Trabajo y casa nada más, we.

  —Tírala, no le juegues al verga. No hay mejor forma de sacar feria que chingándole en negocios derechos.

 —No seas payaso, ahora resulta que todos ustedes son unos santos.

 —Al chile no, pero tampoco queremos reincidir en la mal vivencia. Ya abrieron la puerta de la fábrica, deja le llego.

Soltó un escupitajo al suelo cuando los dos le dieron la espalda. No toleraba que personas como ellos se hubieran atrevido a cuestionarlo. Conocía su pasado y detestaba que lo hayan olvidado. Ya no se acordaban que apuntando su navaja en los cuellos sacaban dinero para comer, que habían engendrado a sus hijos a consecuencia de inhalar agua de celaste con sus mujeres. Sólo son decadentes que olvidan que están en el lodo, pero cuando la vida apriete de nuevo, el lodo se volverá arenas movedizas y se lo tragará otra vez y se darán cuenta que lo único que los salvará será su pasado nauseabundo, la soga que siempre está junto a ellos para salvarlos. El lodo se siente bien, él ya estuvo ahí, subsistió vendiendo comida afuera de las fábricas o las escuelas, se engañó a si mismo diciendo que tenía una vida digna. El tiempo se encargó en no darle la razón. Sí, tenía una casa, pero no podía costear hijos para compartirla; tenía un baño, pero no una regadera; tenía para comer, pero sobras de lo que vendía. Estos detalles se fueron acumulando como granos de arena en un reloj, hasta que el peso de tanto lo sumergió en la realidad: tenía una vida miserable y quería algo mejor. En eso no había nada de malo.

—Entonces… ¿La vendes?

 Manuel seguía junto a él. No sabía mucho de su vida, mas lo poco que conocía era que no tenía antecedentes penales. Por eso le pareció extraña la pregunta.

 —¿A poco la quieres, Manuel?

 —Yo no –respondió en voz baja—, pero a lo mejor mi primo te la compra. Anda urgido por una de esas. Tiene feria, seguro te da lo que quieras por ella.

 —¿Dónde lo encuentro?

 —Si tienes donde apuntar te paso su dirección…

Estaba atribulado, él no lo decía, pero lo notaba. El pasar de los años había vuelto la palabra una forma de expresión limitada entre ambos. Para entender lo que pasaba con su esposo era necesario observar sus gestos. Miraba el reloj constantemente mientras movía las piernas con vehemencia. Su entendimiento no daba para distinguir si era la rapidez del tiempo o la lentitud del mismo lo que lo tenía así. Era obvio que solo contemplaba un síntoma del verdadero malestar. Hubiera dado sus pocos objetos de valor para que Dios abandonara su mutismo y se manifestara ante ella con los secretos de él. Cuanto envidiaba los privilegios de Moisés y Abraham. Entonces lo notó, un acto fugaz que bien pudo relacionarlo con un milagro: la miró. Duró lo que tarda un parpadeo, pero fue suficiente para que sintiera el peso de su mirada sobre su rostro. Había más. Escondía el movimiento de sus piernas debajo de la mesa y procuraba comer despacio el alimento para disimular su nerviosismo. Era la señal que necesitaba para hablarle, quería obtener respuestas a lo que estaba sucediendo Ella no quería cometer el error de Dios, su silencio también era un pecado, una que rayaba en la indiferencia y dio pauta para que existieran otros pecados como la herejía. Al ser el padre su acto se condona; al nosotros ser sus hijos su acto se sufre. Ella no quería su ejemplo, debía hablar. Con las palabras a punto de salir de su boca, él se levantó con el último bocado todavía en la boca.

 —Ya me voy –habló mientras se ponía su chamarra—

 —¿A dónde? Son las dos de la madrugada.

 Él no respondió nada, se pasó el bocado e hizo un buche con un vaso de refresco.

—¿Fuiste a vender los costales de botellas que había en el techo?

—Sí, pero...

—Bueno, al rato me das el dinero.

 —¡Espera! ¿A dónde vas? Tienes que decirme lo que pasa.

 —¿Qué pasa de qué? Yo no tengo que darle explicaciones a las sombras.

Abrió la puerta de la casa y salió. Ella se quedó al borde de las lágrimas, estrujando con sus manos una bala.

Todo era claro, tenía que hacerlo rápido, sin pensarlo. Un disparo en la cabeza y el temblor que empezó en sus manos terminaría. Vender el arma no era la solución para tener una mejor vida. Probablemente le darían por ella dos mil pesos, dos mil doscientos si tenía fortuna. Billetes que se terminaría en una semana. Era necesario un golpe más grande, uno que pudiera darle a su vida beneficios a largo plazo. Matar al primo de Manuel era la solución a su problema. Le dijo que tenía dinero, que estaba en una situación difícil y que necesitaba un arma cuanto antes. Sólo una mala persona requiere de una pistola para salir de un problema. Él no lo era, de hecho, llegó a pasarle por la cabeza que lo que estaba por hacer era una especie de purificación social para erradicar la maldad. Pronto se retractó de ese pensamiento, él no era una buena persona y lo que estaba por hacer lo corroboraba. Debía ser un trueque, le pareció una idea más correcta. El asesinato no lo cometería por venganza o codicia, lo haría por necesidad. Le quitaría la vida a ese hombre y pondría la suya en su lugar. El acto sería infame, pero su causa era justa. Su dinero caería en manos de pobres, quizá eso le condonaría al muerto unos años en el infierno. Era mejor eso a que siguiera viva una mala persona. Mataría por algo bueno, aunque no entendía por qué sus manos no dejaban de temblar.

 Tocó en la casa que le había indicado Manuel. Después de un rato fue él mismo el que le abrió la puerta. Le pareció raro que estuviera ahí si vivía en otro lado. Pasó a un recinto en penumbras, donde la única luz era la que dejaba una puerta entreabierta al fondo de un pasillo. Siguió a Manuel, que se dirigía hacia allá sin haberle dicho algo y antes que entrara a la habitación lo detuvo.

—Mi primo está herido, te lo advierto desde ahora. Hace unos días unos putos rafaguearon a él y a su carnal cuando iban en su camioneta. Su hermano murió, pero a él me lo entregaron unos amigos de la ministerial. Los doctores ya vinieron a curarlo, aunque aún… no se ve bien. Habla como si estuvieras frente a una persona normal y te vas con una buena lana.

Su mano derecha empezó a temblar tanto que tuvo que meterla a un bolsillo del pantalón. ¿Acaso era el mismo hombre al que le había robado el arma? Entró. Frente a él, acostado en una camilla de hospital, había una persona en bata. Sus brazos y piernas estaban repletos de heridas, cuyas suturas resaltaban por el rojo vivo que las delineaba. Algunas gazas que sobresalían de su pecho tenían un color amarillento, parecían colocadas ahí para detener una infección que no paraba de pulular. Sus antebrazos estaban picoteados, señal de que el doctor que lo revisó no era tan competente en colocar agujas intravenosas. El rostro estaba tan dañado que las vendas no eran lo suficiente largas para ocultar todas sus laceraciones. Sólo el ojo izquierdo se dejaba ver con nitidez, atento al huésped que había llegado a verlo.

—Él es de quien te hablé. –Introdujo Manuel—tiene un arma para la munición que tienes.

—A ver –respondió el herido con una voz estertorosa—enséñame lo que traes.

Sacó el arma del bolsillo de la chamarra y se la mostró. Puso rígido su brazo para evitar delatar sus nervios. Ahora que lo contemplaba más de cerca ya no tenía dudas, era el balaceado al que le había robado el arma. En ese mismo instante pudo haberle disparado, lo tenía a unos centímetros de distancia, pero no lo hizo. Primero debía saber dónde ocultaban el dinero y eso sólo lo sabría hasta el momento de la transacción. Había que esperar el momento preciso, rogando a la suerte que el herido no lo recordara.

—Se ve buena ¿Sí dispara, verdad? Aunque me veas así no me gusta que me hagan pendejo.

—¿Qué pasó, jefe? Si yo le vendo algo es porque es cosa buena. Yo no soy estafador.

—Ándale pues, de todos modos se ve jodona. Si hay algún pedo le digo a Manuelito que te reclame. ¿Cuánto quieres por ella?

—Dame dos mil doscientos.

—¿Tan poquito? Se ve que eres nuevo haciendo tratos con gente como yo, pero como quieras. Manuelito, dale lo que necesita el compa.

 Manuel, que observaba todo en una silla detrás de ellos, se dirigió a una gaveta, pero antes de que él pudiera observar lo que sacaba, el herido empezó a toser.

—Ahora vas a ver lo que le pasa a la gente que le gusta robar a moribundos.

En cuanto él escuchó eso, levantó el arma para soltar una descarga sobre el herido. No funcionó. Un dolor agudo en el abdomen lo hizo gritar de dolor. Manuel le había encajado un cuchillo que sacó de la gaveta. Su reacción fue inmediata, le dio un codazo en la cabeza que hizo que cayera al suelo noqueado. El herido contemplaba todo, sometido a la cama por la gravedad de sus lesiones. “Sin testigos”, fueron las palabras que fulguraron como un instinto en su cabeza. Se sacó el cuchillo que aún tenía enterrado y como si se estuviera desplomando, cayó encima de Manuel con el filo penetrando su corazón. Cuando se reincorporó, el rostro del herido había cambiado: de la boca escupía espuma, su ojo era una vidriosa esfera carmesí y su cuerpo había llegado a tal nivel de tensión que sus heridas se habían vuelto a abrir.

—¡Perro!, ¡Maldito! ¡Te mataré!

Sacudía su cuerpo con la intención de atrapar al asesino de su primo. Él nada más tuvo que esperar a que se agotara, una vez que esto sucedió, sometió sus últimas resistencias y le clavó el cuchillo en el pecho. Su herida comenzó a punzar con fuerza, la adrenalina que había amainado su dolor dejó de correr por sus venas. Puso su mano ahí como un intento de controlar la hemorragia. Abrió la gaveta de donde Manuel sacó el cuchillo, Encontró lo que buscaba y salió de la casa como pudo.

Ella estaba en la cama. El sonido del cerrojo abriéndose y un golpe seco disipó el sueño que la vencía. Se levantó, encendió la luz de la habitación y vio a su esposo en el suelo. Estaba pálido, empapado en sangre y pese a ello sonreía.

Lo logré, ya tengo el capital... viene lo bueno

Corrió a socorrerlo. Notó de inmediato que estaba perdiendo sangre, arrancó un pedazo de su blusa y empezó a presionar la herida. Sintió como se empapaba la tela, como la sangre ya tocaba sus dedos, haciéndolos más sensibles al tacto de la llaga. No podía llamar a una ambulancia porque no tenía un teléfono en casa. “Dios mío, dame fuerza”; repetía una y otra vez. Sólo quería evitar que se lastimara, por eso removió la bala del arma cuando estaba dormido. Procuraba su bienestar, no pensó que esto pasaría.

—Voy… voy a comprarme una moto, no volveré a usar camiones. Mientras más… más… rápido te muevas… mejor el negocio.

Tenía que limpiar la herida, recordó que tenía un poco de alcohol y algodón en el baño, fue por él y al abrir la camisa vio una llaga tan grande que entendió que necesitaba sutura.

—Le enseñaré… a todos… hasta puedo… dinero a montones

Acercó su vista a la mano izquierda, la tenía firmemente cerrada. Con sutileza logró que la abriera: sostenía dos billetes de doscientos y uno de veinte. Una vez limpia la herida entendió que necesitaba ayuda, no tenía un teléfono para llamar a emergencias, la única opción viable era salir a la calle para pedir ayuda a los vecinos. No lo hizo. Tampoco lloró, su vida con él siempre había sido llanto, comprendió que debía dejar de ser así. Miró la imagen de la Virgen, su rostro seguía lastimero y cabizbajo, como en todos los cuadros donde aparecía ella. Desde niña tuvo que escuchar que ese era el rostro de una mujer que se compadecía por los pecados de la humanidad. Eso era una mentira, su cara representaba a la figura de una mujer fracasada, que no pudo evitar que su hijo se dirigiera al matadero. Ese pequeño, pero grave error, sería el distintivo de su divinidad. Su castigo sería ser contemplada por su otrora estirpe como un ser en eterna desdicha. Era el precio que Dios le hizo pagar al no saber cuidar a su descendencia. En ella no pasaría eso, ya no podía hacer nada para salvar a su esposo, pero podía engendrar una segunda oportunidad para probarle a Dios que sí era digna de la cruz que le había hecho cargar. Él seguía respirando, le removió sus pantalones, ella se desnudó y se penetró. Las luces de la sala comenzaron a parpadear, estaban por cortarles la luz. El coito duró unos minutos, su aliento se apagó con un orgasmo, ella sonrió, las luces se fueron y desapareció entre las sombras.






***
Jorge Omar Muñoz Martínez (León, 1994). Licenciado en Cultura y Arte por la Universidad de Guanajuato. Obtuvo el segundo lugar en el premio Espiral de cuento (2017) y la mención honorifica en la modalidad de ensayo, en el concurso nacional de creación literaria de la UASLP (2018). Alumno del centro de creación literaria Xavier Villaurrutia (INBA 2017).

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