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CUENTO

Embrión

Alfredo Carrera
Alfredo Carrera
Alfredo Carrera

Volvimos al puerto. La primera vez que estuvimos juntos aquí teníamos ocho años y éramos felices. En esos años todavía se podía andar en bicicleta sin miedo. Veníamos a ver los barcos, los extranjeros, las mercancías, las grúas. Ya no queda nada de eso. El puerto está abandonado, creció tanto que lo mudaron a unos quince kilómetros al norte a un nuevo complejo mucho más moderno. Acá se quedó lo inservible: unas naves y un barco encallado que primero funcionó como hotel y después como restaurante. No queda nada. No venimos en bicicleta. Estacioné la camioneta lo más cerca que pude, pasamos entre las rejas unidas por una cadena inútil. Carmen es ahora mi esposa y llora. Entonces era la única niña en el grupo, pero no importaba porque era más fuerte que nosotros. Hace dos meses sufrió un aborto y yo me tomé unas vacaciones, cerré el bar unos días. Creí que sería bueno venir. Quería andar por los caminos que nos unieron; a ella le pareció bien. Quería que dejara la derrota en otra parte, pero todo esto lo se, es el nido de nuestro fracaso. Lo hemos perdido todo, desde el hijo hasta nuestra ciudad. La arrastré por las carreteras para darle algo mejor, pero no pude. Pensé que quizá sería mejor quedarnos otra vez cerca del puerto, pedirle dinero prestado a mi padre, por última vez, para un nuevo negocio.

El bar no va mal, es lo primero que funciona. Sin que lo supiera Carmen, lo intenté traspasar sin éxito, algo maldito me sigue. En realidad lo intenté vender cuando ella ya no se podía levantar y sabíamos que era muy probable el aborto. El doctor me dijo que era cosa de días, que no lo hacía él porque era necesario que fuera de manera natural. Ella había pasado por un par de abortos espontáneos. Éste será el último, no nos podemos arriesgar más. Será la despedida. Un cierre.

Qué pendejo fui de traerla a donde fuimos felices de niños. Hasta que la vi llorar lo entendí, comprar el pequeño puerto o el barco o lo que fuera ya no me parecía tan inteligente. Antes de venir lo había visto en una página en Internet.

Fui al hospital para el legrado. Pedí ayuda a Esther, la mesera; ella me parecía la única amiga de mi esposa para que le hiciera compañía mientras yo intentaba limpiar la cama y la alfombra y tiraba las sábanas. Me moría. Yo parecía el abortado. No pensé que fuera tanta sangre. Que un humano pudiera tener tanta sangre. No supe en donde quedó mi hijo, tampoco pregunté en el hospital a mi vuelta. Me reconforta no haberlo levantado de la alfombra. Quizá se fue cuando hice bolas las cobijas.

Jamás va a desaparecer el aroma, jamás se va a ir el color. Por eso salimos de la ciudad apenas la dieron de alta. No le di la opción de volver a casa, dejé ahí a Esther. En los abortos anteriores el asunto había sido más simple, si se puede decir eso.

Mientras nosotros estamos aquí los amigos de la infancia seguro tendrán hijos y serán felices. Carmen se casó con la desgracia. De niño yo era el más rápido y, luego de ella, yo era el más fuerte del grupo, tal vez yo también era el más testarudo, de eso último se enteró cuando ya era muy tarde. Quisiera ofrecerle la opción de divorcio para que su vida cambie, pero estoy seguro que lo entendería como una carta de desecho, de mujer inútil. Alimenté durante los embarazos la esperanza de tener a una criatura corriendo por la casa. La primera vez buscamos tener un patio amplio con un perro y después, al primer cambio de ciudad, lo dejé a la suerte; pero mi entusiasmo no pude disimularlo. Mi madre, antes de morir me lo dijo, “le hace mucho daño y seguramente no podrá tener hijos nunca, es muy delgada”. El asunto se convirtió en una obsesión de los dos, consultamos ginecólogos y urólogos ninguno encontraba cuál era el problema.

Mi padre vive solo en la ciudad, nos ha invitado en muchas ocasiones a instalarnos en su casa y cuidarlo mientras se muere. Yo no sé si puede soportar más muertes. Carmen llora, no sé si por este último hijo, por los anteriores o por la vida en general. No puedo imaginar el dolor. Mi madre decía que lo peor del embarazo es cuando se acaba porque les quitan algo suyo a las mujeres, se transforma en los hijos de ambos padres, eso ni siquiera lo tiene mi mujer. Me tiene a mí que no sé cómo debo mirarla, cómo es la forma correcta de abrazar a una mujer así. La tomo de la mano para llevarla por todos lados. Ella tiene resistencia, pero cede. ¿Los hombres pasaremos por algo parecido? Ni siquiera quiero tocarla cuando se desnuda en el cuarto. Nos bañamos juntos porque esa fue la indicación del doctor, porque todavía podría haber otro episodio: su útero está destruido, desnutrido. Cierro los ojos imaginando lo felices que éramos cada vez que veníamos. Lo mejor que le puede pasar ahora es morirse. No digo nada y le sonrío, ella ni siquiera puede regresarme eso. La suelto de la mano y la llevo a rastras empujándola con mi brazo. Hasta que estamos tan cerca del barco veo que el mar, aunque está encallado es profundo. Sin pensarlo la arrojó al mar. Observo cómo lucha por no ahogarse, le quedan ganas de vivir después de esto. Le grito que está embarazada Esther, la mesera y que el hijo es mío. Ella abre los ojos para aventar su odio desde allá abajo, hasta que me obliga a arrojarle bloques de cemento y una red que encontré a la puerta de una de las naves.


***
Alfredo Carrera (Morelia, 1984). Ha publicado los libros de cuento Urbanodontes (Pictographia/INBA, 2013) y Amniótico (Paraíso Perdido, 2016); el cuento infantil de terror Los últimos días (Colibritos, 2010) y la novela juvenil Vida extra (Pearson, 2016). Ha sido becario del programa Jóvenes Creadores del FONCA en dos ocasiones. Obtuvo el IX Premio Nacional de Poesía Desiderio Macías en 2017.

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