martes. 18.02.2025
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CUENTO POR ENTREGAS

Antigua emoción (2)

El cuento de Bernardo Monroy por entregas. Encuéntralo aquí cada día, del lunes 14 al sábado 19 de marzo

Antigua emoción (2)

Cuando estaba vivo corría la década de los ochenta en México. En ese entonces lo único que quería era divertirme, volverme famoso, y de ser posible venderle mi alma al diablo.

Mi padre se dedicaba a la renta y venta de bodegas en diferentes puntos de la ciudad de León, Guanajuato, que había crecido bastante a raíz del terremoto de 1985, pues mucha gente de la Ciudad de México optó por vivir en provincia, ya que tenía miedo que si seguían en la capital un buen día se abriera el suelo a sus pies o los descalabrase una imagen de la virgen de Guadalupe de 300 kilos.

Ser adolescente en la década de los ochenta era ser víctima de la cultura pop: para nosotros, todo lo que nos mandaban los gringos eran lo bueno, y lo ruso, lo malo. El rojo era color no sólo de Satanás, sino de la hoz y el martillo. Todos soñábamos con agarrarnos a chingadazos a Ivan Drago, como lo hace Rocky al final de la cuarta película. Veíamos “Alf” y nos reíamos de su célebre frase “¡No hay problema!” Comprábamos dulces “nerds” e íbamos a tardeadas en las discotecas, donde tomar una cerveza o una cuba ya era convertirse en rebelde y trasgresor. No faltaba, eso sí, quien bebiera alcohol de un pepsilindro para ocultar su pecado ante sus padres y maestros.

Los adolescentes con padres de cierto nivel adquisitivo teníamos el atari, el game boy y por supuesto, el nintendo, y videocaseteras beta y vhs. rentábamos películas en video centro y videovisión. Por doquiera la arquitectura y la estética se basaba en peinados estrafalarios, looks andróginos, colores neón verde, amarillo, rosa, anaranjado y azul. Escuchábamos los más fresas “Rock en tu idioma” y los más rudos un heavy metal que llegaba a cuentagotas a México, pero que en Estados Unidos y Reino Unido ya significaba toda una contracultura.

Tenía 16 años. Mientras la gente de mi edad tenía como mayor aspiración viajar a la Ciudad de México y salir de la provincia para crecer profesionalmente (les aterraba la frase de los villanos de comedias adolescentes, que casi siempre eran profesores de prepa que le decían al puberto protagonista “You never leave this town!”) yo me quedaba sentado en mi cuarto jugando la saga de “Castlevania” en mi nintendo y viendo películas de la Cannon Films, mi productora favorita de esos tiempos y de toda mi vida.

“Castlevania” era supuestamente una saga de videojuegos de terror, y aunque era bastante divertida no espantaba en lo absoluto. Trataba de un hombre semidesnudo llamado Simon Belmont que se infiltraba al castillo del Conde Drácula y azotaba toda clase de monstruos con un látigo. Sí, parece trama de una película porno, pero ésa era la trama.

La Cannon Films fue la productora de cine en serie B más importante de los ochenta, digan lo que digan los intelectuales aburridos. La Cannon surgió a principios de la década y desapareció a inicios de los noventa. Sus creadores, los israelíes  Menahem Golan y Yoran Goblus. Su táctica de mercado fue simple: inundar salas de cine y videoclubes con cintas de acción de bajísimo presupuesto, que aunque no fueron un deleitable bocado para los mamones de los cineclubes de arte, sí marcaron la década, pues significaron punta de lanza para actores como Charles Bronson, Jean Claude Van Damme o Chuck Norris, quien con el surgimiento de internet se convertiría en algo así como el entrenador de Dios. La Cannon pasó por una situación económica bastante jodida y hasta fue investigada por el gobierno, desapareciendo para siempre. Sin embargo, nos dejó grandes clásicos: la película de “He-Man y los amos del universo”, “Yo soy la justicia”, “Breakin’”, “Desaparecido en combate”, “Un ninja americano”, “Lifeforce”, “Invasores de Marte”, “Invasión USA”, “Yo, el halcón”, “Contacto sangriento” y “Superman IV”. Sin Golan y Goblus, el cine ochentero hubiera valido para dos cosas: para nada y para pura chingada.

Por la mañana me sentaba a jugar Castlevania. Por la tarde, a ver películas de la Cannon. Por la noche sintonizaba el canal 2 y veía el único programa decente que ha hecho esa mierda llamada Televisa: “La Hora Marcada”.

Ahora, un paréntesis sobre “La Hora Marcada”: el programa de media hora se emitió a finales de los ochenta, y tomaba el formato de “Dimensión Desconocida”, es decir, una historia diferente por capítulo. En la serie destacaron directores como Guillermo del Toro, “El Chivo” Lubezki, Alfonso Cuarón y Alejandro González Iñarritu. Sus historias eran una clara versión de las emisiones gringas. Entre sus episodios más emblemáticos, destacaron el de un ogro que se hace amigo de una niña, el de unos zombis que se reúnen en un restaurante de comida rápida, o el de unos malandros que asesinan al hermano de un niño y décadas después vuelven para asustar en forma de fantasmas. Era mi sueño realizar un programa así, pero a decir verdad, no tenía ganas ni sabía cómo. No era más que un huevón sin talento ni amigos y no me importaba. Tampoco necesitaba sexo, tenía revistas porno y mi mano. ¿Qué más quería?

La muerte del primo Alfredo me sacó de mi rutina de holgazanería. Mi primo radicaba con mis tíos en Nueva Orleans, Louisiana. Lo veía en vacaciones, y desde siempre le había interesado la magia negra. Para su suerte, se mudó a una de las ciudades más mágicas del mundo. Me enseñó rituales vudú, elementos básicos de una misa negra y cómo hacer muñequitos para maldecir a alguien. A sus veintidós años era mi maestro, mi gurú y mi modelo adulto. Cuando me enteré de su muerte, a causa de un tranvía que le pasó por encima cuando salía borracho de un bar en Bourbon Street, me deprimí tanto que no salí de mi cuarto por una semana mientras mi padre iba a Estados Unidos al velorio, para darle el pésame a su hermano por lo sucedido con su sobrino. Regresó con un sobre manila para mí.

-Te lo dejó Alfredo. Dice mi hermano que era su última voluntad.

Me encogí de hombros y abrí el sobre. Se trataba de un fajo de hojas amarillentas y una carta mecanografiada.

-Chingada madre, pensé que eran dólares.

La carta decía que era el instructivo para hacer un verdadero pacto satánico. Invocaría a un demonio y le pediría lo que quisiera… pero a cambio del deseo cumplido venía consigo una terrible desgracia. La trama era exactamente la misma que el cuento “La Pata del Mono” de W.W. Jacobs.

Por cierto: yo también era un fanático de los cuentos de terror. Entre mis sueños guajiros que no cumplía por pasar todo el día viendo cintas de la Cannon, comiendo papitas, fumando marihuana, esperando la nueva emisión de “La Hora Marcada”, jugando Castlevania y masturbándome, todo eso no precisamente en ese orden, estaba leer cuentos de terror. Tenía poco de haber escrito un listado de mis cuentos de terror favoritos, y lo titulé “Cuarenta historias para morirse de espanto”. Ojalá pudiera adaptarlos a la pantalla chica, en una mezcla de film de la Cannon y episodio de mi serie mexicana favorita, pensaba.

Pero luego me arranaba en el sofá.

Me encogí de hombros y guardé las hojas de papel y la carta del primo Alfredo. Me puse a jugar Castlevania.

A principios del año me di de baja en la escuela. No tenía ganas de hacer nada. La ventaja de tener un padre con poder adquisitivo era magnífica. Mi mayor actividad consistía en ir a la Comercial Mexicana a comprar discos de acetato y regresar a sentarme en el sillón. Ni siquiera me gustaba ir al cine. La vida era soporífera y aburrida. Mi papá ponía a todo volumen la canción de Miguel Mateos, esa que decía:

-Dime nene, ¿Qué vas a ser cuando seas grande?

-¿Es indirecta? –le gritaba.

-No, huevonazo. Es muy directa.

Me encogía de hombros y seguía viendo películas de acción de Chuck Norris. Me sentaba a ver “Corre GC Corre”, un programa de concursos en el que los participantes debían responder preguntas de cultura general para ganar y el anfitrión era una botarga de gato morado. Oh, es verdad. No te estoy choreando. Neta, búscalo en Youtube si no me crees, chingá.

Una tarde vi el comercial de “La Chiquiti Bum”. Se trataba de una mujer que durante el mundial de México 1986 anunciaba cerveza Carta Blanca moviendo las tetas de forma tan hipnótica que no podías hacer otra cosa sino ir al supermercado para comprar un six pack de la marca en cuestión y luego masturbarte.

Eso fue lo que hice.

Después de doce cervezas ya estaba muy ebrio. A tal nivel que veía imágenes del terremoto en México y la tragedia nuclear en Chernóbil y me causaban mucha risa los cadáveres afectados por la radiación nuclear o los escombros. Me puse a bailar “Don’t you forget about me”. También vi “The last american virgin” y lloré con ese desenlace que desconcertó a millones de adolescentes ochenteros. Mientras todo a mí alrededor daba vueltas, me dirigí a mi librero, donde guardaba las hojas de papel amarillentas, única herencia del primo Alfredo. Una voz en mi interior, ésa que les dice a todos los malacopas del mundo que no le llamen a su ex novia y no se orinen fuera de la taza, me decía que no leyera en voz alta las palabras, que lo iba a lamentar. Me valió madres. Lo leí.

Estaba tan ebrio que no me di cuenta que la temperatura descendió en mi cuarto. Ni que toda la noche me vio un muchacho de mi edad, que había aparecido solo Dios, o Satanás, sabían dónde.

Me desperté con un charco de vómito en la almohada, doce cervezas a mí alrededor y un muchacho mirándome a los ojos. Vestía un traje negro, camisa rojo neón y una corbata a cuadros blanco y negro. Mi sorpresa fue tal que volví a vomitar encima de mi cama. Le pregunté quién era y me dijo que yo lo había llamado.

Lo intenté mirar a los ojos y notar su sonrisa, pero no pude.

No tenía ojos ni cejas, sino cuencas vacías. Dos agujeros que de alguna forma me miraban. Tampoco tenía labios ni dientes. Ni nariz. Cuatro agujeros tan negros como su traje.

-Buenos días –se presentó-. Soy Bazphemir. Demonio del quinto ejército infernal. Por lo general la gente me invoca para tener éxito. Tu primo nunca tuvo las agallas de invocarme, pero veo que tú sí.

No temblé. No tartamudeé. No trastabillé. Dije la verdad:

-Es que en realidad andaba pedo.

Bazphemir dejó escapar un bufido y se llevó las manos a su cabellera pelirroja.

-Oh, carajo. Carajo, carajo. Siempre es lo mismo con los adolescentes pendejos que andan invocando demonios. Se ponen borrachos con Caribe Cooler o alguna bebida de esas con cero grados de alcohol, se ponen a ver “El Exorcista” y recitan palabras mágicas con un latín todo masticado, peor que un cholo el inglés. Creen que invocar demonios es una cosa muy sencilla, luego allí voy yo de estúpido, subo a la Tierra y luego me dicen que no, que siempre no. ¿Sabes qué? ¡Chinga a tu madre! –escupió al suelo.

Bazphemir estuvo a punto de irse, pero lo detuve agarrándolo del brazo.

-Sí quiero vender mi alma…

-Debes saber que, aunque te cumpla lo que me pidas, tu deseo irá acompañado de una desgracia –me miró sin mirarme.

Bueno, qué más da, pensé.

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