Carretera 23
Filiberto García
Hace tiempo que uso estos camiones de tercera, o guajoloteros, como decían donde crecí. De buena gana no viajaría porque sufro de mareos. Siento dolores arriba del estómago y después el sabor de la comida avanza hasta llegar a la boca, le siguen los dolores de cabeza que dejan mi cara empalidecida. Ya probé muchos remedios, desde apretar monedas de cobre, chupar limón agrio, sentarme en periódicos, hasta medicamentos, que según los comerciales de la tele son muy buenos.
Viajo cada ocho días al Teul, pueblo que está como a ciento cincuenta kilómetros de retirado de donde vivo, lo hago porque soy vendedor de libros por catálogo y voy a los pueblos en busca de clientes. Nuestro trabajo dejó de ser negocio desde que aparecieron los ordenadores, a las enciclopedias ya no las quieren ni para que detengan la pata del sofá, las únicas personas que permanecen fieles son las amas de casa; de no ser por los recetarios, ya hubiera renunciado.
Deje le cuento esta historia, la platico a casi todas las personas que comparten el asiento de camión conmigo, para que la distancia sea más corta y en parte, para distraerme del mareo. Verá usted. El camión estaba casi lleno, con la revoltura de olores que se distorsionaban con el sudor de las personas provocando el tufo más agrio que nunca antes había olido. En esa ocasión ocupé el asiento del principio. El conductor era inmaduro, de escasos veinte años, con el pelo relamido, brillante por tanta gomina y una expresión amarga en el rostro.
Mi compañero de asiento en esa ocasión se durmió, con desgano vi hacia la ventanilla y entretuve al aburrimiento contemplando cómo florecían a la orilla de la carretera pequeños arbustos adornados con basura; bolsas de plástico, envases de agua, muñecas degolladas. El paisaje de la carretera 23 es desolador, especialmente en tiempo de frío, cuando el verdor desaparece y lo amarillo del pasto combina perfecto con lo descuidado del pavimento.
El autobús hizo un alto repentino en Santa María de la Paz, subieron dos jovencitas. Una era morena, con su par de lonjas asomándose pícaramente por encima de la pretina del pantalón, con el pelo chino y corto hasta la altura de los hombros. La otra era de piel apiñonada, de cintura estrecha y caderas dotadas, con el timbre de voz sensual, algo ronco pero sin borrar la dulzura femenina. También subió un viejo de sesenta años, parecía un wirrárika, con arrugas en la cara que contrastaban con la piel fina del cuello, con la cobija de lana que cubría los hombros y el sombrero tostado por los rayos solares, con bordes enmugrecidos por la tierra y el sudor.
El conductor parecía indefenso y, al no poder corresponder con alguna palabra, les perdonó el pasaje con la condición de que lo acompañaran y no se fueran a sentar hasta el fondo del camión. Ellas aceptaron y con el argumento de que bajarían rápido se acomodaron cerca del chofer. El anciano pagó el pasaje y pidió que le diera permiso de sentarse en los escalones, ya que también bajaría enseguida. El conductor lo recorrió con la vista, torció la boca y se negó moviendo la cabeza. El anciano insistió, señalándole las rodillas le explicó varias veces que no podía dar muchos pasos.
"No insistas abuelo, lárgate a los asientos de atrás, que no ves que traigo compañía inigualable. Respira el perfume de las señoritas, nada que ver con la hediondez de tu cobija, deberías bañarte maldito anciano porque la verdad causas mala impresión al pasaje”. Las dos jovencitas se vieron a los ojos y se burlaron a discreción. “No se porte mal muchacho, sólo estoy pidiendo que me deje ir en los escalones”.
El chofer al ver que la actitud contra el viejo resultaba graciosa a las dos pasajeras, no dilató en arremeter de nuevo, a pesar de que el anciano ya iniciaba el recorrido en busca de asientos libres. “De prisa, vejete, que tu presencia interrumpe la belleza de estas mujercitas”.
El copiloto del chofer se despertó y alcanzó a escuchar al colega, recorrió las cobijas y subió la maleta al guardaequipaje “Siéntese aquí y no le haga caso a ese cabrón, piensa que nunca llegará a viejo”. El anciano sonrió sin convencerse por completo, se quitó el sombrero y evitó invadir el asiento del copiloto.
El chofer se molestó. “Si de por sí me caías gordo, ahora con más razón mugre viejillo hediondo, viste lo que provocas, ya me echaste malo con el compañero”. El anciano agachó la cabeza pero el copiloto le tocó el hombro y pidió que ignorara las palabras del chofer.
La chica de piel apiñonada señaló el sitio donde bajarían, el crucero se apreciaba porque el tramo de la carretera era la última recta antes de llegar al Teul. “Chofer, yo bajo en la entrada del potrero que se ve junto al ciprés grande”, dijo el anciano apresurando los movimientos. “Para que se te quite voy a bajarte hasta el crucero donde van estas muchachotas. Se te hizo difícil irte a los asientos de atrás, ahora te aguantas y vas a caminar mucho más”.
Las jovencitas levantaron las cejas en señal de asombro, era aproximadamente un kilómetro adelante. Unos metros después de donde debía bajar el anciano, una camioneta negra se colocó frente al camión y comenzó a reducir la velocidad. El chofer hizo coraje y quiso rebasarla, pero otra camioneta blanca estaba en el extremo izquierdo, así que bajó la velocidad hasta detenerse.
De la camioneta bajaron hombres de aspecto montaraz, uno apuntó desde afuera con la pistola plateada al chofer, el otro vino directo a la puerta. Subió la escalinata y sin dirigir la mirada ni a las jovencitas ni al chofer, se quitó el sombrero, le saludó al anciano y tendiéndole la mano preguntó “¿Está bien patrón?”. El hasta ese momento anciano, se levantó, con movimientos tranquilos se quitó el maquillaje en forma de arrugas. Era un indio macizo, le calculo cuarenta años, con ojos negros y ceja tupida. Se deshizo del sombrero y de la cobija que traía. El chofer palideció al ver la escuadra que le apuntaba al cráneo. “Cuide sus modos, mocoso, que de no ser por su compañero y los menores que trae allá atrás, ya estaría muerto”.
El hombre bajó tranquilo. Frente a nosotros se formó un convoy de camionetas que fueron desapareciendo de la carretera. El chofer no pudo conducir más, el cuerpo le temblaba como si hubiera recibido ataques epilépticos, los pies se empaparon con los orines amarillentos que no cesaban de escurrir. Las jovencitas, a pesar de que faltaba muy poco para que bajaran, decidieron buscar asiento al fondo del camión. El copiloto tomó el volante sin reprocharle al compañero.
Diga si no es de soltar carcajadas, le conté a mi esposa mientras cenaba, pero ella ni puso atención por estar viendo las telenovelas. Después, mientras tomaba la ducha caí en la cuenta de que esa historia no tenía ni brizna de extraordinaria. De cualquier modo me gusta contarla para que la carretera 23 parezca más corta y se calmen los mareos.