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¡No a los sonrojos! | El deseo sexual femenino a descubierto en El Decamerón

Arely Valdés

¡No a los sonrojos! | El deseo sexual femenino a descubierto en El Decamerón

If you’re a strong female,
you don’t need permission (…)
Express your womankind,
fight for your right
Scheiβe—Lady Gaga

 

La gama de temas que los cien relatos de El Decamerón de Boccaccio ofrecen es amplísima, y decantarse por uno puede suponer un problema, y uno muy gordo, si se pretendiera acoger a detalle cada tema que salte a la vista. Para mí ha sido como estar frente a una gran barra de postres en un buffet. Elegir un bizcocho, significa no probar otro, y de comer dos o más, la desesperada ingesta al querer abarcarlo todo, me conduciría irremediablemente al empacho, con lo que mi pequeño intento de escribir algo para darle mi poquita justicia a la paciencia de Boccaccio, se iría al traste.

El pastel de varios pisos de la iglesia, por ejemplo, que había dominado el ambiente durante centurias, tiene mucho pan de dónde cortar. De aquí, del lado burlesco y anticlerical, de apetitos sensuales, pruritos por lo carnal y ganas de hacer al cuerpo florecer, es de donde me serviré.

La carga anticlerical, para evitar ahondamientos teológicos, puede verse resumida en la ingeniosa y pícara burla que Boccaccio da a la voz de sus personajes. Frailes, monjes y curas traicionan el voto de castidad con alguna inocente mocita y se toman las plegarias con la fiereza de un flato. Un judío se convierte al cristianismo para unirse a las ejemplares festividades del Papa y sus cardenales. En más de un relato, el fiel y aburrido (sexualmente) creyente, convertido en una causa infaltable para la continuidad de la narración, a costa de su dedicación al Señor de los Cielos, se ve ampliamente mofado por su mujer. Las monjitas se levantan los hábitos y dan rienda suelta a los placeres del cuerpo. Damas casadas, faltando al sagrado sacramento del matrimonio, como buenas hilanderas, urden con genialidad exquisita las más agudas mentiras para engañar al marido, sea éste bueno, celoso o un típico mercader de la época que nunca está en casa. Nótese cómo la mujer va ganando espacio en el juguetón terreno.

Quiero hacer énfasis, entonces, en las palabras que anteceden al arranque de El Decamerón, que Boccaccio coloca como a modo de dedicatoria:

(…) aunque mi apoyo y mi consuelo —si queremos llamarlo así— no valga mucho, paréceme que no debo negarlo a quienes más lo necesitan (…) ¿Y quién podrá negar que por pequeño que sea no convenga mucho más darlo a las amables mujeres que a los hombres? Ellos esconden en sus delicados pechos, pudorosas y avergonzadas las llamas del amor (…) A los varones enamorados nada de eso les ocurre (…) Por consiguiente, a fin de enmendar en parte las injusticias de la Fortuna, que fue más avara en ayuda donde menos obligado le era (…) quiero contar cien novelas (…) las ya mencionadas mujeres que las lean podrán recibir gusto y solaz, así como útiles consejos para saber lo que hay que evitar y lo que pueden imitar.[1]

Y quisiera también poner highlights más allá de las interpretaciones de numerología que se relacionan con el siete —la Creación, las Virtudes, los Pecados— sobre los personajes principales, donde el femenino es el más abundante, no sólo en un primer nivel de la narración. Si bien Pampinea, Filomena, Neifile, Fiammeta, Elisa, Lauretta y Emilia, se sonrojan aun al escuchar alguna picardía de sus compañeros, las mujeres de las que tanto ellas como Dioneo, Filostrato y Pánfilo novelan, se muestran desenfadas frente a los apetitos y alegrías que el autor ofrece a la carne.

En este personaje de El Decamerón aparece, además de habilidad para la infamia, el deseo sexual descomprimido. La mujer otorga y pide sin tapujos, con los que los caballeros también obtienen gusto de ello. Se desata las trenzas y la ropa, se enreda con el criado y el vecino; se vuelve sensual, atendiendo a las razones que le dicte el Eros.

Si pensamos en la literatura de siglos anteriores, las campañas de guerra de los cantares de gesta, las batallas tan épicas que el día se demora en acabarse y la centelleante armadura de los caballeros de la corte, pulida con sus principios, no tuvieron cabida para el tema del deseo sexual femenino. “Lo cual no significa que los hombres y las mujeres de la Edad Media no conocieran impulsos del corazón o embates del cuerpo, que ignoraran el placer carnal y el apego al ser amado, sino que el amor, sentimiento moderno, no era un fundamento de la sociedad medieval”.[2]

Poco más adelante, el deseo de la mujer, dando pasitos y avanzando con ansia de quitarse la capucha y explayar su excitación, con las amigas, los amores cortesanos, los traviesos Tristán e Iseo y la pasión de Abelardo y Eloísa fueron caldeando en el imaginario literario, el camino y el ambiente para que en obras como Sendebar el incipiente deseo pretenda llamar sin éxito al adulterio con soez descaro —aunque éste ya se hubiera producido en las cortes, por debajo del agua—, mostrándose ahí también la astuta capacidad del engaño femenino que alcanza un nivel de puya extraordinario mucho más tarde en El Decamerón.

Atendiendo con obediencia a su tiempo y situación, aparentemente no podía esperarse menos del desinhibido deseo sexual en el personaje femenino decameroniano. La crisis feudal abrió las puertas al comercio, lo que en un nivel cotidiano equivale a maridos de viaje y mujeres que se quedaron a cargo en el hogar con ganas de amar y ser amadas —o, en cualquier caso, glotonas necesidades de que les araran su campito.

La peste, por su mortífero lado, trabó problemas un poco más hondo. Asediada la sociedad europea medieval por la terrible enfermedad, que no tuvo piedad ni concedió treguas o preferencias a nadie, consiguió, aparte de escalofriante mortandad, que el pueblo parara de creer con fe ciega en Dios, quien aparentemente no hizo gala de misericordia, estuvo de vacaciones, o hizo oídos sordos de sus feligreses y sus cientos de misas y plegarias que rogaban por la salvación y el punto final del horror.

Las mujeres solas en casa, y con altas probabilidades de que la muerte tocara a la puerta en cualquier momento, sumadas, provocaron el florecimiento de la mentalidad femenina alrededor de su deseo: anhelar o temer un celestial o infernal más allá, se fue a segundo plano cuando las florecillas dando paso al fruto de la tentación, llenaron primero los ojos, después el corazón, satisfaciendo los amores que palpitaban galopantes abajo del ombligo. Carpe diem, dirían entonces; YOLO,[3] dirían ahora.

Si bien las siete principales damas narradoras, por la poca caracterización que poseen, llegan a lucir como simples móviles para la setenta novelas que les corresponden, se muestran recatadas, ríen con mesura, aprueban o desaprueban el comportamiento de sus congéneres dentro del novelar de sus compañeros y compañeras, y tienen aún la facultad de ruborizarse. ¿Por sentir pena, acaso, de escuchar en boca de otros, sobre las pulsaciones que tan bien se guardan entre las faldas? ¿O funcionan como ejemplo a seguir o antítesis de las mujeres sobre las que novelan?

Debo suponer que sí, se apenan. Aunque opine que los deseos sexuales femeninos, dirigidos a hombres, mujeres, animales o cosas —hay para todos los gustos— no deben de ser motivo de vergüenza o disfraz. Deben escucharse y atenderse cualquiera que sea el sitio de donde provengan. Sobre la segunda pregunta, un buen análisis estructural funcionaría para dar respuesta, del que me abstengo por ahora, para evitar empacho. Sólo me queda concluir que quizá estemos frente a la descendencia, quinientos por ciento menos dramática, de la mujer fatal, alejada de El Decamerón y sus damas de apetitos a flor de piel (y de mi antojo de pastel) por bastantes años.

 

[1] Giovanni Boccaccio, El Decamerón, Alianza, Madrid, 2010, pp. 14-16.

[2] Jacques Le Goff y Nicolas Truong, Una historia del cuerpo en la Edad Media, Paidós, Barcelona, 2005, p. 82.

[3] You Only Live Once.