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El árbol de las brujas: El vuelo de diez mil años

Alejandro García

El árbol de las brujas: El vuelo de diez mil años

“La tercera expedición”, una de las Crónicas marcianas, de Ray Bradbury (elogiada por Jorge Luis Borges en el prólogo a la edición Minotauro), es un cuento terriblemente hermoso. Fascina tanto al lector como a los personajes que se ahogan en el espejismo de su pasado —pero en el futuro año dos mil— en Marte. Cada uno de los expedicionarios empieza a vivir en completa soledad y exilio (fuera de la tierra) algún hecho de su vida anterior. Una infancia feliz, un hogar cálido, el saludo de los hermanos muertos. Esa vuelta a la matriz, al útero, así sea una vuelta simbólica, los aniquilará. El capitán John Black y dos de sus acompañantes retroceden a 1926 en Green Bluff, Illinois, de donde es originario el primero; sin embargo, es un pueblo que se parece mucho al de los otros dos, aunque entre ellos y el capitán hay una diferencia de treinta años. Black reflexiona demasiado tarde: “¿Y si los marcianos hubieran sacado este pueblo de los recuerdos de mi mente? Dicen que los recuerdos de la niñez son los más claros. Y después de construir el pueblo, sacándolo de mi mente, lo poblaron con las personas a quienes más querían los tripulantes, sacándolos de sus mentes” (Crónicas marcianas, p. 69).

Este procedimiento literario se instaura como símbolo y por lo tanto no tiene nada de inocente, de ahí la importancia de desmontar sus posibles significados. Por lo pronto, me recuerda los mecanismo regresivos propuestos por Laing como necesarios para una reestructuración consciente y crítica de la personalidad; el individuo retorna a sus diversos estadios, a sus segmentos y astillas mal soldadas que acaso lo torcieron y desembocaron en el ajuste diario.

La represión, el desgaste del principio del placer. Marte es —en el cuento— la búsqueda, la aventura. Pero la respuesta no se encuentra en el futuro ni en otro espacio, sino en el presente y el pasado (no como el paraíso perdido, sí como la entrada al infierno). Al hombre lo persiguen sus muertos, sus recuerdos, sus complejos, las cabezas de playa de la rebeldía y la felicidad vueltas íntimas costuras al parecer olvidadas. Lástima que sólo el capitán Black se dé cuenta y esto ocurra en el umbral de su muerte.

Ray Bradbury ha enfrentado en forma lúcida —y con trabajo— los anatemas contra la ciencia ficción: no es escapista por esencia y en cambio puede ser artificio y metáfora, símbolo y alegoría; es antropocéntrica: la crítica estalla frente a la tecnocracia y la deshumanización, la cosificación y la anomia. Su referencia latente es el hoy, como la lectura misma es un acto sólo acomodable con respecto a la realidad del lector (la famosa comunidad de evidencias): por semejanza o desemejanza, mas siempre relacionado con lo conocido, reconocible o imaginable. Sería un poco como las manchas de tinta que usan los psiquiatras: en ellas se vacía la vida del paciente, su caja de Pandora, su rechazo del vivir diurno, sus obsesivos arcángeles malvados presos por el principio de la realidad y las convenciones con toda su carga de filtros.

El árbol de las brujas (Copyright 1972; 1a. edición al castellano en Minotauro, Buenos Aires, 1980,; 1a edición mexicana en Hermes/Minotauro, 1987) es un libro ligero, divertido, casi emocionante, breve —140 páginas— y al mismo tiempo profundo. En él, llaman la atención dos ideas: “Recuerdos, eso son los espectros, pero los hombres-mono no lo sabían” (p. 64) y “Allá, en Illinois, hemos olvidado de qué se trata. Quiero decir los muertos, allá en nuestro pueblo, esta noche, diantre, nadie piensa en ellos. Nadie los recuerda. A nadie le importan. Nadie va a sentarse a conversar con ellos. Eso sí que es soledad. Eso es verdaderamente triste” (p. 117).

Si en “La tercera expedición” el encuentro es tardío, en El árbol de las brujas es a tiempo. Son los niños los que se enteran a través de ese mensajero llamado Mortajosario. Si en la prehistoria los hombres-mono lo ignoraban, los hombres “civilizados” lo han olvidado: curioso encuentro de extremos. Sólo la inocencia de la niñez puede rescatarnos del exilio, del engañoso rastreo en el futuro. Casi tres décadas después, la salida de Bradbury es opuesta: en el cuento, la muerte; en la novela, el rescate de la garras de la huesuda a través de la solidaridad, la aventura y el sacrificio viril. Se completa el símbolo: ¿a qué se apela sino al rescate de la esencia humana?

El libro narra la noche de las brujas (Halloween) de 9 niños en un pueblo de Estados Unidos. Más bien de 8, porque el líder, el paradigma, Pipkin, no llega a la cita. La muerte lo requiere (apendicitis).

Los 8 van a la casa más tenebrosa del lugar y ahí encuentran el árbol de las brujas y a Mortajosario, quien los guiará a la tierra ignota a rescatar a Pipkin y conocer el secreto del árbol de las brujas, vísperas de Todos los Santos. “Ahí está todo nuestro vuelo de diez mil años” (p. 131), a través de diversos ritos en torno a la muerte, hasta que se sabe el precio: cada uno de ellos debe donar su último año de vida para que Pipkin se salve. Y lo hacen. En las primeras páginas del libro está ya la ruta del viaje: ¿Dónde empezó todo?... ¿En Egipto cuatro mil años atrás, en el aniversario de la gran muerte del sol? / ¿O un millón de años atrás, junto a las hogueras nocturnas de los hombres de las cavernas? / ¿O en la Bretaña Druida al son del ssssbummmmm de la guadaña de Samhain? / ¿O entre las brujas de toda Europa... multitudes de arpías, hechiceras, magos, demonios, diablos? / ¿O sobre los techos de París, cuando criaturas extrañas se convertían en piedras y alumbraban las gárgolas de Notre Dame? / ¿O en México, entre los cementerios de velas encendidas y de muñequitos de caramelo en el día de los muertos? / ¿O dónde?”(pp. 3-4). Además del aprendizaje de los personajes, hay toda una lección de historia para el lector: el miedo de los hombres a sus propios muertos—¿recuerdos?— (embarrar de brea las puertas para que ahí se pegaran los malos espíritus); las tumbas egipcias y la diaria destrucción de Osiris por Tinieblas que despedaza al hermano y dispersa sus brillantes despojos por el firmamento sólo para que vuelva a reaparecer íntegro por la mañana; Samhain, el dios druida, que al segar el trigo convierte las espigas -los muertos pecadores- en bestias diminutas y las aplasta; las brujas ardiendo en las hogueras, por toda Europa, ante las condenas del Santo Oficio; la fiesta de los mexicanos, su risa con la muerte, comida y música en el cementerio, alfeñique con forma de calavera listo para comerse. Sí, una lección de Historia Universal, un viaje imposible, fantástico, verosímil.

Subyace al mismo tiempo, una silenciosa defensa de las tradiciones, un tácito alegato a favor de prácticas salvajemente calificadas de salvajes. No podemos borrar el pasado, ni podemos imitar al vecino porque no es parte nuestra. La esencia radica en las resquebrajaduras propias. Por eso los niños aprenden, en el viaje, que nada se borra de un plumazo, que el mundo adulto además de aburrido y fatuo es un error fatal y que el progreso no es lícito si se construye sobre la frialdad y el olvido. Acabemos: no es progreso.