martes. 23.04.2024
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Descripciones | Los chicos perfectos

Sara Andrade

Descripciones | Los chicos perfectos

1.

Primogénito, chico responsable, deportista y artista. Batería, guitarra y poco piano. Calificaciones siempre arriba del nueve. Preferido del maestro de historia. Dentadura blanca y piel sin manchas. Cabello lustroso, chamarra de cuero que huele a loción prestada. Pestañas perfectamente rizadas y manos grandes que sostienen todo con seguridad. Voz que sabe lo que dice y cuerpo de un hombre más grande y maduro. Aún así, sabe manejar ese cuerpo mejor que muchas personas. Irradia seguridad y confianza.

Es el orgullo de una larga familia de líderes religiosos en el centro del país. Comenzó a dar palabra a la edad de 15 años y ha salido a todas partes de la república; una vez fue a Colombia y a Ecuador. Se sabe vestir bien. Pantalones perfectamente planchados, zapatos brillantes y elegantes que combinan con el color de sus calcetas. Camisa opaca que huele a perfume amaderado. Todo en tonos azules y caquis. Sobrio pero juvenil. Se remata el conjunto con un cabello bien peinado y una sonrisa que dice que se siente a gusto con lo que es. Se baña todos los días y dos veces cuando sale a jugar futbol. No tiene novia. La única experiencia religiosa que conoce es la oración. Pero sabe que sus padres esperan que se case y que tenga hijos cuando acabé la universidad. Un pastor debe dar la imagen de familia perfecta. Un pastor debe ser muchas cosas y él no tiene problemas en ser todo eso. Es un natural. Es el señorito perfecto.

Sólo tiene un problema: sus rodillas.

En unas vacaciones familiares a Playa del Carmen, el pequeño cayó en una zanja húmeda y profunda que iría a ser un estanque zen. Había salido a explorar los misterios tropicales del hotel cinco estrellas y se había colado por debajo de una lona que decía “En construcción” y no “No pasar”. Él nunca desobedecía letreros. Ese lado del hotel se iría a convertir en la zona Relax Oriental para adultos el próximo verano. Y solamente los constructores, los gerentes y el pequeño perfecto se habían aventurado a pasar más allá de la lona. Cayó resbalándose por la pared lodosa del pequeño estanque que aún así era más alta y ancha que el niño de siete años. Su rodilla izquierda fue a dar a una piedra lisa que yacía en el fondo y toda la pierna derecha quedó torcida por detrás de su cuerpo. Lo encontró la mucama del edificio de las Lunas de Miel y fue quien lo sacó de esa trampa destinada a contener peces koi. No lloró y no se quejó. Su madre lo abrazó durante 10 minutos mientras sollozaba y agradecía a Dios que no hubiera pasado nada más grave. El hotel se disculpó por la falta de advertencias e invitó a la familia a una cena a su restaurante más caro. Fue su primer y último accidente. Pero sus rodillas no volvieron a ser las mismas.

Años después, cuando quedó postrado a una silla de ruedas para siempre, me contó que durante el tiempo que estuvo en la zanja, claramente escuchó la voz de Dios que le decía que no iría a pasar nada. “Pero veme” dijo con una mueca irónica “Esa voz era yo mismo aferrándome a la idea de que todo iba a estar bien. Nada más”.

2.

El más chico de cuatro hermanos. Callado, demasiado callado. Nació con un leve retraso mental. Sin embargo, después de varios años de terapia, su limitación no se nota casi nada. Es observable cuando lo miras detenidamente. Y ves cómo se balancea de un pie hacia el otro, hacia atrás y hacia adelante, desenfocando un poco la mirada.

Es atractivo. Tiene los labios grandes, la nariz bien perfilada, ojos muy grandes y brillantes. Más alto que todos sus hermanos. Con la piel del color de la madera barnizada. Trae el cabello bien peinado, el gel brilla bajo la luz de los escaparates del cine. Un rizo se mece inquieto en su frente. Es ancho de caderas y de hombros. Podrían decir que es gordo, pero no es así. Es muy grande. Sus largas manos, sus zapatos del número 9, más de un metro con setenta de estatura, son la prueba de eso. Su cara, no obstante, tiene el gesto de un niño pequeño, perdido.

La gente parece no notarlo. Ha pasado casi toda su vida perfeccionando el cómo desaparecer. La cabeza gacha, los ojos en el suelo, movimientos discretos que no quieren decir nada. Su ropa parece cuidadosamente escogida, como si hubiera pasado horas seleccionándola. Jeans oscuros, tenis azul marino, camisa color vino bajo un suéter ligero de algodón. Encima de todo, una chamarra de beisbol en colores neutros.

Luego de que todo el ruido y movimiento del cine han dejado de captar tu atención, te das cuenta de que el chico lleva en las manos una caja de zapatos color blanca. La tiene bien apretada contra el pecho, los nudillos se le han puesto casi blancos. Sea lo que sea que tenga en la caja es realmente importante.

Luego te percatas de que está mirando con intensidad hacia afuera. Diriges tu mirada hacia dónde la dirige él y te fijas en dos novios que fuman muy juntos el uno del otro. Entre una calada y otra, se abrazan y se besan. Se ríen. El novio se parece mucho al muchacho que hasta hace un momento captaba nuestra atención. Es su hermano. Probablemente unos tres años mayor, con el cabello un poco más claro, pero el mismo atractivo, los mismo labios gruesos que se empeñan en estar pegados a los de su novia.

Volvemos la mirada a nuestro muchacho. Los mira curioso, con un poco de tristeza. Nos preguntamos si alguna vez ha tenido novia. O si alguna vez ha sentido esa clase de amor por alguien. Aprieta la caja de zapatos con más fuerza. 

Una clase de empatía, que solemos experimentar cuando vemos documentales de niños huérfanos, nos invade. Queremos pararnos, darle un apretón en los hombros y decirle que todo estará bien. Pero sólo somos espectadores. Interrumpir no es una opción.

Ese sentimiento que nos oprime el corazón no dura mucho. Del baño (por fin nos damos cuenta de que esta afuera del baño de chicas) sale una muchacha, pequeña, de cabello largo y negro y algo le pregunta. En respuesta, él se lanza y la abraza como si hubieran pasado diez largos años en los que apenas tuvo noticia de ella. Su novia se suelta incómoda, pero lo toma de la mano. Nosotros sonreímos con tranquilidad. Nos sentimos orgullosos de que esté acompañado y alejamos de nuestra cabeza la idea de que se siente solo.

Entramos a nuestra función. Olvidamos todo lo que sucedió hace un par de horas. Cuando salimos de la sala, ya es de noche, el cine está más tranquilo. Es hora de retirarnos. Pero un sonido nos hace voltear.

Es el sonido de muchas monedas al caer. Y nos damos cuenta, sorprendidos, que la caja de zapatos del muchacho ahora está abierta y vacía en sus manos. Bajo sus pies, monedas de varias denominaciones yacen tristemente. Él se agacha y las comienza a recoger con lentitud. Su novia, de pie, con los brazos cruzados, lo mira exasperada.

3.

Cuando sonríe lo hace desde el alma. Por eso todos se detienen para verlo de cerca. Cuando decimos “sonríe desde el alma” no queremos hacer una alegoría o dar a entender que su sonrisa es realmente bella. No. Su sonrisa realmente viene de su alma. Y toda ella, viéndose reflejada en sus labios, parece llena de nobleza y humildad.

Son cualidades que no solemos toparnos. La gente simplemente carece de ese tipo de nobleza y humildad.

Él sonríe con los ojos, con la boca, con la cabeza entera. Incluso su cuerpo parece irradiar una luz que no es común. No es un juego de luces, no es que el sol le esté dando de frente. Es uno de esos casos en los que podríamos decir que el interior se refleja completamente en su exterior.

No es particularmente atractivo. Es ancho de espaldas y muy alto. Casi tan alto como un adulto de mediana edad. Su cara es redonda, también su nariz y sus cejas son largas y espesas. Hay algo que no sabemos describir. Algo que nos hace voltear a verlo.

La primera vez que lo vemos estamos despistados, en medio de una sala que funge como comedor. Estamos frente al buffet y nada nos parece apetecible. Posiblemente porque hemos pasado un mal día o porque el ruido de la gente nos irrita. Hemos estado más tiempo de lo necesario frente al buffet, sin elegir nada.

Vamos a tomar un plato y nos topamos con una figura, unos 20 centímetros más alta y mucho más ancha. Dos pasos para atrás. Una cara sorprendentemente simpática nos sonríe y nos deja pasar. 

No es particularmente atractivo pero queremos acercarnos un poco más y estudiarlo. Averiguar de dónde proviene esa extraña luz, catalogarla y, si podemos, guardarla en un frasco hasta el fin de los tiempos.

Eso es lo que sentimos cuando lo vemos por primera vez.

Sus movimientos son muy estudiados y, sin embargo, naturales. Se nota rígido, con la espalda bien recta y el cuello erguido sin parecer pedante. Puede que lo hayan educado así. Sentarse como un soldadito, caminar con propiedad, sonreír con el alma en los labios.

Su ropa se ve gastada y de no muy buena calidad. Jeans genéricos, tenis blancos bien amoldados a sus pies, rompevientos color gris que parece una segunda piel. Se sirve arroz con suma delicadeza. Queremos verlo más de cerca y observar el movimiento de los huesos de su mano derecha.

Se sienta con su madre. Y notamos una semejanza que nos abruma. No en lo físico, sino en la luz que irradian. Su madre, en cambio, se ve cansada, opaca, como un foco cubierto de polvo o de grasa en un restaurante que lentamente ha caído en el olvido. No obstante, un aura sonriente la rodea. Los dos comen en silencio.

Luego de una semana ajetreada, nos topamos de nuevo con este gigante de sonrisa metafísica. Saludos, movimientos elocuentes, quedadas en el jardín del hotel. Nos sentamos muy cerca y vemos cómo el horizonte y el cielo se confunden en una manta oscura y titilante.

Las confesiones empiezan y una tristeza que no imaginábamos se dibuja entre sus ojos y su nariz. La vida, nos enteramos, no ha sido amable con él.

Silencio.

En la oscuridad, que apenas se ilumina con unas farolas lejanas, nos percatamos que estamos muy muy cerca de su cara. Él mira el suelo todavía callado. Notamos su cabello despeinado y con rastros de gel seco, sus mangas remangadas, su boca un poco torcida, sus pies bien plantados, la piel de su nuca estirada y suave.

Dice algo del mar, de su hermano, de viajar a Saturno, de correr un maratón. Y vuelve a sonreír.

Y vuelve todo a brillar.

Nos gustaría tenerlo en un frasco, entero, sentado y con una sonrisa en los labios, completamente feliz, porque, nos damos cuenta mientras devolvemos la sonrisa, que hemos encontrado algo verdaderamente bello.