miércoles. 09.10.2024
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El siglo de la historia

Al siglo XIX se le llama, entre otro, “el siglo de la historia”. Fue, entonces, que los métodos de investigación científica del pasado fueron creaedos, cuando fue establecida una “perspectiva histórica”. Tal vez sea exacto que el XIX ha fundado métodos científicos de estudio histórico (aunque ninguno pueda responder qué tipo de método “científico” es el que excluye a priori el milagro de la historia. Un método objetivo debe constatar; no sabría en ningún caso excluir una serie de hechos como “imposibles”. Investigaciones recientes han probado, por ejemplo, la posibilidad de “incombustibilidad” del cuerpo humano, evocada antes por cientos de documentos hagiográficos. Sin embargo ahora el método histórico los elimina al primer instante, tomándolos por “imposibles”. Sucede que el hecho ha sido verificado. ¿Qué pasa entonces con la “objetividad” de este método?). Lo que sí es seguro es que no se puede tratar de “perspectiva histórica” en este siglo XIX, durante el cual la gente creía que el progreso era una invención reciente y que, en todo el pasado de Europa, sólo algunos grandes sabios –Euclides, Galileo, Newton, Lavoisier- realmente habían contribuido al crecimiento del saber humano.

Nunca la solidaridad con los esfuerzos de conocimiento del conjunto de la humanidad había sido tan débil como en el siglo XIX. Tener una “perspectiva histórica” significa darse cuenta de todo lo que nos liga al pasado, es conocer todos los escalones del progreso científico. Mientras que en el siglo XIX, la gente creía que la “ciencia” empezaba con ellos. Todo lo que había sido hecho antes –con muy raras excepciones- era ignorado. Creían muy seriamente que la Edad Media había sido una edad oscura. También creían, y no menos seriamente, que la ciencia había empezado con los griegos, que la medicina y las ciencias naturales eran, antes del XIX, enciclopedias llenas de supersticiones; y así con todo lo demás.

Un siglo que cree seriamente que el verdadero “progreso” empieza con él, no es más que un siglo carente de una perspectiva histórica. Por lo demás, es algo extraño: cuando la mayor preocupación del XIX era la historia, ningún juicio histórico sobre este siglo ha sido justo. No se trata de “errores” o de un estudio insuficiente de los documentos, sino de una incapacidad orgánica de entender la historia, de darse cuenta de la solidaridad existente entre todos los esfuerzos dirigidos por la humanidad hacia el saber.

La perspectiva histórica es una creación de nuestro siglo que pone un final a la primacía de la historia. Sólo en nuestra época se ha entendido “el progreso”; éste empieza con las sociedades prehelénicas y nunca se acaba (y, para algunos, no es más que una decadencia ininterrumpida).

Es sólo hasta ahora que es entendida la función creadora de la Edad Media; que es precisada la noción de Renacimiento; que es delimitado el modesto papel del siglo XIX en la historia de las ciencias (lejos de marcar una cima, el XIX no podría ser comparado, en materia de ciencias, con el siglo de Euclides, o con el siglo XIX: aislado en la grandeza de sus descubrimientos, en la riqueza de sus conocimientos, en la superioridad de su comprensión.

Teoría y novela

La novela pura es una tontería, igual que la poesía pura. Una gran creación novelística ilustra, en gran medida, los medios de conocimiento de la época, el sentido de la vida, el valor del hombre, las conquistas científicas y filosóficas del siglo. Citemos por ejemplo la obra de Rabelais, de Sterne, de Balzac, de Tolstoi, de Dostoievski: sería absurdo prohibir la “teoría” en su obra novelística, absurdo demandarle a un novelista, únicamente, descripciones y eventos. Novelistas así, puros, han existido. Se llaman Zola, Goncourt, Maupassant. Novelistas que han evitado generalizar, filosofar, violentar la realidad en nombre de una idea o de un ideal. Ninguno de los otros grandes creadores novelísticos, de Rabelais a Thomas Mann ha renunciado un solo instante a su dignidad humana, a abordar los problemas del conocimiento y de la moral, de la “teoría”. Por supuesto, esta “teoría” daña a la obra cuando se le tira por montones, medio digeridas, como en Balzac, o cuando es relevante de un profetismo extra-artístico, como en Tolstoi. Pero la “teoría” no siempre se manifiesta en una obra como elemento autónomo, independiente de su economía íntima. En los mejores casos (Rabelais, Sterne, Butler, Stendhal, Proust), está difusa en toda la sustancia del libro. “Teoría”, es decir, inteligencia, dignidad humana, valor frente al destino, desprecio de los truismos. ¿Por qué los escritores rehuyen esta visión de la novela? Reflejar una época no sólo bajo su aspecto social, sino también bajo su aspecto teórico y moral; dicho de otra manera, reflejar los esfuerzos contemporáneos en dirección del saber, los intentos de valorar la vida, de resolver el problema de la muerte; en resumen, ¿por qué huyen su responsabilidad, por qué dudan en crear hombres nuevos, hombres viviendo en 1930 no sólo con sus instintos, sino también con su inteligencia?

Una gran obra no sólo ilustra la sociedad contemporánea, sino también y sobre todo, las fronteras del saber alcanzadas por el hombre, sus victorias teóricas.

Mircea Eliade

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¿Cuáles son las relaciones del lenguaje con  las criminales falsedades que se le ha hecho expresar y exaltar en ciertos regímenes totalitarios? ¿O con la enorme carga de vulgaridad, imprecisión y codicia que arrastra en la cultura de masas en las democracias? ¿Cómo reaccionará el lenguaje, en el sentido tradicional de código general de las relaciones efectivas, ante el apremio, cada vez más acuciante, cada vez más integral, de los códigos más exactos, como las matemáticas y la notación simbólica? ¿Estamos saliendo de una era histórica de primacía verbal, del periodo clásico de la expresión culta, para entrar en una fase de lenguaje caduco, de formas “psicolingüísticas” y, acaso, de silencio parcial? Éstas son las cuestiones que he querido plantear y precisar.

Tras ellas se encuentra la convicción de que la crítica literaria, particularmente en su concubinato actual con la académica, no constituye ya un menester particularmente interesante ni responsable. En su mayor parte no hace sino complacerse con los valores académicos o periodísticos y con el uso de hacer declaraciones elaboradas en el siglo XIX. Los libros sobre libros y ese género floreciente aunque más nuevo, los libros sobre crítica literaria (un alejamiento en tercer grado) seguirán manando, qué duda cabe, en grandes cantidades. Pero cada vez está más claro que la mayoría constituye una especie de deporte para iniciados, que es muy poco lo que tiene que decir a quienes pregunten cuáles son las posibilidades de coexistencia e interacción entre el humanismo, la idea de comunicación culta y las formas actuales de la historia. La brecha entre el tratamiento académico, retorizante, de la literatura y las posibles significaciones o subversiones que puede tener la literatura en nuestra vida real pocas veces ha sido tan amplia desde que Kierkegaard señaló por primera vez su irónica magnitud.

  La crítica moderna más viva, la de Georg Lukács, la de Walter Benjamin, la de Edmund Wilson, la de F. R. Leavis, sabe que esto es así. Dentro de su propio estilo de enfoque cada uno de estos críticos ha hecho del juicio literario una crítica de la sociedad, una comparación —utópica o empírica— del hecho y la posibilidad dentro de las acciones humanas. Pero incluso sus logros, y es obvio que mucho de lo que aparece en las próximas páginas se debe a ellos, empiezan a parecer algo trasnochados. Procedían de un pacto literario que hoy está en entredicho.

La novedad o la naturaleza especial de nuestro actual estado de conciencia es el otro tema principal de este libro. Me doy cuenta de que los historiadores están en lo cierto cuando dicen que la barbarie y el salvajismo político son inherentes a los actos humanos, que ningua época ha sido inocente de catástrofes. Sé que las matanzas coloniales de los siglos XVIII y XIX y la destrucción cínica de los recursos naturales y animales que las acompañaron (el exterminio de la fauna es quizá el epílogo lógico y simbólico del de la población nativa) son realidades profundas del mal. Pero creo que no carecería de hipocresía quien aspirase a la inmediatez universal, quien buscaras la imparcialidad en todas las provocaciones de toda la historia y de todos los lugares. Mi propia conciencia está dominada por la erupción de la barbarie en la Europa moderna; por el asesinato masivo de los judíos y por la destrucción, con el nazismo y el estalinismo, de lo que trato de definir en algunos de estos ensayos como el genio particular del “humanismo centroeuropeo”. No exijo ningún privilegio especial para esta abominación, pero se trata de la crisis de una esperanza racional y humana que ha moldeado mi vida y que me concierne de manera inmediata.

Sus tinieblas no brotaron del desierto de Gobi o de las selvas húmedas del Amazonas. Surgieron del interior, del meollo de la civilización europea. Los gritos de los asesinados podían escucharse en las universidades; el sadismo estaba una calle más allá de los teatros y de los museos. A finales del siglo XVIII Voltaire columbraba confiado el fin de la tortura; la sombra de las matanzas por razones ideológicas no tardaría en disiparse. En nuestros días los lugares sagrados de la cultura, de la filosofía, de la expresión artística se han convertido en un escenario de Belsen.

No puedo aceptar el fácil consuelo de que esta catástrofe fue un fenómeno puramente alemán o una calamidad accidental centrada en la persona de éste o aquel gobernante totalitario. Diez años después de que la Gestapo hubiera salido de París, los compatriotas de Voltaire estaban torturando argelinos o torturándose entre sí, en algunos de los mismos calabozos policiales. La mansión del humanismo clásico y el sueño de la razón que animaba a la sociedad occidental se han derrumbado casi en su totalidad. Las ideas de adelanto cultural, de racionalidad inherente mantenidas desde la antigua Grecia y todavía válidas en el historicismo utópico de Marx y en autoritarismo estoico de Freud (ambos acólitos tardíos de la civilización grecorromana) no pueden ya sostenerse con mucha confianza. Los alcances del hombre tecnológico, en cuanto ser sensible a las manipulaciones del odio político y a las propuestas sádicas se han prolongado considerablemente hacia la destrucción.

George Steiner