martes. 24.06.2025
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Alejandro García

—Murió, ¿no lo sabías?

—No.

Justicia divina, pienso y sonrío, luego río plenamente, pero un calor me ha invadido con fuerza y mi piel hierve a la altura de mis cachetes. Claro, bromeo y algo toca a mi puerta.

—No cambias. Aún te da risa la muerte. ¿Te acuerdas cómo nos fastidiabas con historias de muertos y te burlabas, mientras nosotras insistíamos en que respetaras a los que se nos adelantaron?

—Sí.

—Entre más cercanos a nosotros estaban, más te reías. Claro, no tan cerca como para que el llanto nos impidiera sentir tu reto y tu transgresión. No tragabas lumbre, aunque hubo veces que se te pasó la mano y a punto estuviste de meterte en líos. Abusabas de que te queríamos bien. Todo para que te fueras a otra universidad.

Cierto, quería irme, escapar, poner tierra de por medio. Había jurado que no iba a engrosar las filas de los profesores endogámicos y sentía cierto desasosiego tal vez provocado por mis prejuicios y rencillas de la infancia, por la lucha entre la culta Guanajuandros y el pelado Leondres, cuantimás si eras de Salsipuedes, que ni siquiera podía llamarse municipio.

—Tenía un extraño mal. Varias veces pareció superarlo. Le empezó en un pie. Una especie de espolón. La operaron y salió adelante. A los cinco años reapareció más grande y doloroso. Después fue en la espalda. Aguantó el tratamiento y volvió a vérsele trabajar y con proyectos a futuro. A los tres años recayó. Un tumor en la cabeza, dijeron era triquina. No podía operarse. La última vez que la visité no me conoció. La hubieras visto. No te hubieras reído como ahora.

—Disculpa.

Ángeles. El mundo se desgaja, las capas tectónicas oscilan y trepidan. El pasado. Cuando llegó a clase me pareció tonta. Tenía unos tremendos ojos de gato. Un maestro decía que más bien eran de búho. Él no los vio como yo, de eso estoy seguro. Eran de gata comodina. Se sentaba en la primera fila, por eso me sorprendió cuando en Clasicismo se fue a la última butaca, al rincón izquierdo. Me ganó mi lugar. Eso lo pagaría con sangre, juré. Le tocaba exponer, razón de más para hacerla picadillo. Llevaba un trabajo en impecable mecanografía. ¿Cómo hacerle una crítica? Pronto mostró las costuras. Después de la segunda página apareció una fotocopia. Empecé a reírme, con prudencia, haciéndole explícito mi descubrimiento del delito académico, aunque no tanto para que el profesor se desquitara conmigo y terminara su peligro en ruina mía. Siguió leyendo con envidiable sangre fría. Aumenté el tono de mi risa. Comenzó a codearme, aprovechando que el profesor se tapó los ojos con la mano, apretando entre pulgar e índice su frente, como queriendo contagiarnos el cataclismo intelectual. Pasó a los pellizcos, aunque hábilmente disfrazados dentro del balanceo del cuerpo acorde con el ritmo de su lectura. Terminó y partió clase. El profesor la felicitó por el desarrollo del tema. Entonces sólo había enciclopedias. Le pedí una copia del trabajo y por fin rió y la complicidad se hizo total. Me apretó la pierna y luego me golpeó la rodilla con el puño.

—Tuvo una rara muestra de confianza, se acordó de ti. Dijo que te debía una explicación. Que te extrañaba. Fue raro, porque siempre tuve la impresión de que le provocabas miedo por lo menos. Algo impedía que se te acercara. Siempre fuiste rudo y torpe y ella débil y muy sensible. Eras un oso en un campo de petunias. Le pregunté a qué venía eso después de tantos años. No respondió. Volvió a ser la misma. Dijo que tenía que curarse y vivir. Sus ojos brillaban y yo la abracé y le dije que así sería. Nunca pudimos ser cercanas, pero allí estaba.

—Ah, mira.

Cada que la encontraba le decía felicidades y los demás se sorprendían. Flasheaban sus ojotes y luego soltaba la carcajada. Siempre me la haces, infeliz, pero me la vas a pagar. Pagué. Me tocaba exponer. Me preparé con cuidado, porque como no me gustaba la clase, tenía que demostrar que mi ortodoxia iba más allá del respeto a las formas de griegos y romanos. Era una actitud frente a la vida, pero en la academia debía cumplir y tener con qué defenestrar los cánones y el equilibrio rígido. Ángeles llegó primero. Debí suponerlo. Ocupó mi lugar. Fue el primer descontón. Me robó la base territorial. Es para que no escondas los acordeones en tu banca, compañero. Allí debí pedir cambio de fecha, fingirme enfermo, desertar del curso, por lo menos decirle a la chamaca felicidades, contrarrestar el mar de indicios en contra, pero uno es tonto para medir las consecuencias y la juventud lo hace a uno pusilánime. Todavía le dije yo no traigo fotocopias, yo investigo. Soltó la carcajada.

—No fue mi mejor amiga. Creo que fui correspondida. Era muy medida para hablar. Decía poco de sí misma y de las personas que le interesaban. Cuando enfermó se ensimismó todavía más. La recuerdo con su cabeza rapada. Así continuó con su trabajo y se negó a usar pelucas. Siempre he sido fea, qué más da. No pasa de que asuste a uno que otro que quiera enseñarme sus vergüenzas en alguna calleja y quién quite represente una saludable enseñanza para alguna alma perdida, se burlaba. A lo mejor hasta hago mi vaquita al cielo. Se dedicó a decir a quien quisiera escucharle que le iba a ganar al colega que acababa de recibir diploma de diabético juvenil.

— Ah, cabrón.

Acercó su cara a mi oído y dijo, fíjate bien lo que vas a decir, compañerito, porque si lo dices bien seguro me enamoro de ti. Me apretó el brazo. Luego me dio un ligero beso en el lóbulo de la oreja. Caramba. Allí estaba el profe y ya no podía salir a pedir auxilio a los rurales. Me había fundido. Lo demás fue para ella coser y cantar. No articulé más de dos o tres ideas, mis fichas se hicieron chicle y desaparecieron de mi vista, quién me mandaba no haber redactado el trabajo, si lo traía perfecto en la memoria, pero dije no, luego ella va a decir en voz alta que me lo fusilé de la enciclopedia y va a dejar la semilla de que todo lo demás vale un puro carajo. Dije tres veces Aristóclates, cuatro Planctón y no sé cuántas que el clasicismo era cosa del demonio y que Lichístrata había cerrado las piernas para que Hosmero escribiera a la posteridad. Y Ángeles reía y el profesor la seguía con los ojos y le festejaba las risas. Sólo terminé porque ella misma lo fue tejiendo, de tal manera que al final el maestro dijo bueno pues ustedes busquen la información, porque aquí a nuestro poeta Protemeo hoy los buitres le devoraron la lucidez y los zopilotes la sensibilidad. Y usted, Angelitos, siéntese aquí adelante, porque allá atrás se desperdician sus ojos y no dudo que distraiga a los imberbes. Viejo hijo de la gran puta.

—Estuvo muy enamorada del Pardo Juárez, ¿te acuerdas?, ¿o llegó después de que emprendiste la huida? Formaron una buena pareja. Coincidíamos en oficinas, en el súper, en algún restaurante y una que otra vez en actos culturales, pero como al Pardo Juárez lo que le interesaban eran los perros, pues tuvo que atender a la parejita de pastores alemanes. Y lo hizo de buena manera. Después vinieron los hijos. Tuvieron problemas, como todos, pero ella los solventó o por lo menos nunca dijo algo sobre ello cuando por extraños azares del destino me consultó por teléfono sobre los ingredientes del mole barroco o sobre la desparasitación de la alfalfa. Y siempre que pudo impartió sus seminarios a ejecutivos, una vez que se convenció de que su vena iba por allí y que la mercadotecnia culta dejaba más que la resistencia solidaria con los salvadoreños o con los cubanos. Llegaron a solicitarla del extranjero y se dio el lujo de decir que aquí ganaba lo mismo sin moverse, aunque en más tiempo.

—¿El Pardo Juárez?

Salió del salón como bólido y no asistió a clases durante toda la semana. Lo peor no era el coraje, qué bueno fuera, lo insoportable era el cachondeo, había dejado sus patotas en mi sensible humanidad y eso era chicloso, como si una promesa se columpiara sobre mí, pero sólo yo me diera cuenta. El milagro ocurrió. Tuve que ir a Salsipuedes y mi alma subió a los cielos cuando la vi en el asiento 28 de las fieras rojas de cuatro llantas que llegaban a mi terruño. Por fin la vi bella y supe de qué pie cojeaba mi desasosiego. ¿Hola compañero, por qué no fuiste a clases?, me dijo y reía y sus ojos eran más grandes que la flama que en mí vivía. Me senté junto a ella y le dije felicidades y ciertamente no era una fotocopia. Volvió a reír. Sentirla era algo temible, algo ígneo y no quiero ser mamón, pero así son los asuntos del amor. Y no fue necesario mucho cuento, porque los hados dieron su anuencia y la pude besar y cobrarle con mis labios y mi lengua su descaro. Y su saliva fue letra de cambio y mi abrazo el armisticio que era necesario sellar para poder ganar la revolución ahora que había aliados y los límites se veían enormes y las fuerzas más. Cómo hablar de una distancia que se sintió tan corta, de un tiempo fugaz en que acaricié la felicidad. Pero los tramos se acaban, se agotan y el boleto sólo cubre cierto kilometraje comercialmente convenido. Dijo, podríamos llegar a tanto si fuéramos a la frontera, pero Dios quiso que en cien kilómetros sólo se anunciara el festín que nos aguarda. Felicidades, compañero, ojalá nos toque una vía más larga en la próxima. A lo mejor hasta en el camión nace una linda criaturita. Y se fue. Nos vemos el lunes en la clase, no faltes.

—El día de su entierro dieron la nota en el informativo de la mañana y me acordé de ti y es que mi marido se rió porque en la televisión hablaban de un cojo que había abandonado su prótesis con tal de cruzar el límite. El relato era chistosísimo, la migra sorprendió a las víctimas del pollero al salir de una de las casas que las cubren por una noche o hasta el cambio de turno y se dio la diáspora y patas para qué las quiero, pero uno de caminar torpe pudo escudarse en los demás y salió en punta y uno de los de la migra se le lanzó a las piernas y sólo le atajó una y con sorpresa pudo comprobar que se quedaba la extremidad inferior en sus manos. El cristiano-mexicano avanzaba a brincos de un solo pie y aprovechaba para sacar fuerzas del misterioso Ponto de arena y escapaba y sólo se veía en close up la pierna, la evidencia y luego la escena del cojo capturado unos cientos de metros adelante.

—Cojo pendejo.

A la escuela no volvió. El profesor pedía su presencia para poder promediar. Sin ella no alcanzábamos ni el panzazo. Pero yo sí la vi otra vez y la volví a besar. Fue en el jardín de las Estatuas. Entonces era ya una especie de leyenda entre nosotros. No había alguno que supiera de dónde había venido y la administración aducía que su papelería estaba incompleta y que como era recomendada de la encargada del Departamento Escolar pues no tenía alguna dirección o teléfono para escribirle o hablarle. Especulábamos si venía de Irapittsburg de los Garrapatos, de Penjambursgo de las Cachetonas, de Guanawashington de la Presa del Caldero maldito, de San Frankestein de las Hijas de las Poquianchis, de Siladelfia de los Pipirisnais, de Ocampbul de los Conejos. Le dije, compañera, la CIA y la KGB la buscan para que dé cuenta de unas fotocopias, felicidades. Casi se cae de la banca de la risa. Las cambié por fichas, respondió pronta, y tergiversé los nombres. La clave es Planctón. ¿Usted sabe de eso, no? Y luego me echó a su bolsa: enseñan más sus besos, compañero, ingren, aunque usted se la pase en el espejo, allá se lo haiga. Mi torpeza habitual me impedía dominar la situación, arrancar del último punto, de la última estación. Ella me ubicó. Me dijo ¿y luego?, la última vez me besabas con deleite, con ternura, con afán de ganarme y ahora me miras como a rata de laboratorio. Y me besó. Fue una tarea ardua esa de tatuar imágenes en la cara del otro con labios y lengua. A quién le importa. Di gracias a la suerte, a la última banca y a mis fichas hechas Babel. Mi gula tuvo su premio y su castigo. Casi llené. De pronto se detuvieron las caricias de aquel noviazgo sin compromisos. Se paró. Se va el último camión a mi rancho. Qué quieres, el campo es el refugio de las enamoradas. No me busques. Yo te encuentro. Expones por mí en la clase del martes. Demuéstrale al profesor que así como besas y eres mi héroe, eres también el caballero que andará por los caminos cobrando afrentas. Sé a ti y eso es bueno, muy bueno. Adiós.

—¿Por qué ella? Por qué no se murió Severiana y su docena de gatos o Casianita, la más cabrona de las represoras en los años de luchas sindicales, ya de perdis Mateo, aquel que prometió un cambio y se convirtió en la bisagra que nos corrompió y nos entregó a las asociaciones sindicales. Si lo vieras hoy, está más joven, creo que le abrieron la panza y le encontraron una barrica de brandy Presidente. Se van los mejores. Se murió el maestro Compián. Hablaba muy bien de ti y varias veces les arrebató la palabra a los activistas para reclamarles que, primero, no te criticaran en ausencia; segundo, que no habías abandonado ninguna actividad destinada y que siempre habías sido claro en que sólo desde fuera podrías escapar a la muerte en vida y tercero, que ya quisieran tener tus agallas y tu inteligencia y vieras cómo la raza se ponía de pelos parados y se iban con la cola entre las patas porque se trataba del Maestro. Con decirte que se murió don Lyons, el lingüista de la Facultad, el único, a pesar de que vendía tortas de jamón y huevo cocido. Decía que te habías ido lejos para no pagarle una deuda de doce pesos.

—El día de mi titulación dijo que los burros me iban a extrañar.

La carretera pasa velozmente. Es el único respiro que me permito. Salimos en un precipitado y feliz y académico encuentro Burgundia y yo, escapamos a las palabras visionarias del decano. Nadie nos retiene para preguntarnos por nuestra estancia o por nuestros gastos. Me cuenta de aquellos años de presupuesto generoso a la Universidad de Culiacas acas acas en que después de cada examen profesional iban a comer a un buen restaurant y se atendía a los invitados a cuerpo de rey. Le digo que sigo siendo el incurable marginal desinteresado que deja a un lado las relaciones públicas y se siente mejor de autofinanciarse cuando se trate de amigos. Creo que esto le gusta. Me dice que me da un aventón a Mazachussets. Acepto que me lleve, ya que es su ciudad de residencia, así no la desvío y me acerca a Zacatetatapachiland. De otra manera estaré llegando al mediodía de mañana, si bien me va. El trayecto es un recorrido más que por viejos recuerdos, por lo que han terminado siendo nuestros mutuos amigos, condiscípulos, colegas. Es curioso, algunos de menor edad que yo han muerto ya. A Burgundia le debo de llevar como cinco o seis años y está viva, lo siento ahora que recobramos el hilo de la conversación. Lo pienso mientras ella toma la palabra. En realidad después de una confusión en la salida de la ciudad que me regresó a la Burgundia desorientada desde hace dos décadas, maneja con verdadera arte. Tuvimos un tiempo de gran empatía, después dejamos de vernos muchos años. No sé si haya habido nubarrones entre nosotros por terceras personas. La amistad regresa a su nivel. El viaje es cómodo.

—Tú sabes que a mí no me gusta la idea de la muerte, por eso te burlabas de mí y me provocabas. Ella prefería huir y sacar tierra de por medio. Ahora, ya adulta, sigo sintiendo gur gur por la muerte. No me la explico y pienso en mis hijos y en mi esposo. Es más, me pienso yo misma con una agonía prolongada. Al final ella les pedía que la dejaran morir y cuando el daño cerebral fue irreversible apareció el instinto y se sacaba las agujas con sueros y medicamentos y entraba en pánico ante la aparición de médicos y enfermeras. Era alta y muy bien formada. Al final era un molotito de 30 kilos y sus quejas se escuchaban en todo el vecindario. El Pardo Juárez hizo caso a los padres y la entubaron. El sufrimiento se prolongó y nos tocó verla fuera de sí, en una pena que no se merecía. No te rías. Allí sufre el que padece la enfermedad y el que lo ve. Te lo juro. Algo en su interior le decía que las visitas éramos sus amigas o habíamos representado algo bueno para ello y a menudo sus ojos se llenaban de lágrimas.

—No me río. Te escucho.

No la volví a ver. El recuerdo quemaba. La escuela quedó fuera de combate y yo con ella. El azar tiraba los dados en sentido contrario. Decían que las ojonas no eran para mí, que esas rancheritas los buscaban grandotes y pendejos y que yo, aunque no era lo primero, en lo segundo capaz que si no pasaba mi curso de clasicismo me unía al séquito de posibles. Nada sabían de lo esencial y de lo profundo para mí de todo aquello. Nada tenía entre mis manos, sólo una aventura que había subido de tono y de promesas, pero cuáles promesas, más bien de acertijos a resolverse dentro de la sorpresa y del encuentro. Se recuerda una lengua, un gesto, un ligero rondar de saliva en torno a tu boca, pero el conjunto no puede ser explicado y menos la sensación. Se puede decir me tiemblan las piernas, siento un toque eléctrico en el estómago, la bruma me abruma y el dulce me ha atorado la amargura. Y después nada. Así vagué. La compañía en mi caso es pírrica, navego a la soledad y allí podía volver a sufrir el dejá vu. Era la ternura, el plan ciego de la piel, bitácora sorda del olfato, el vía crucis mudo de los ojos, la insensible queja del oído, el gracejo intenso de mi nariz.

—Cuando se acordó de ti, creí que la cosa había terminado, pero regresó al tema. Me dijo seguramente Wenceslao se burlaría de mí. Sabría que estoy enferma y se daría su tiempo para quedar bien entre ustedes, sus amigas, y soltaría la risa con el humor negro que lo viste de pies a cabeza. Me hubiera gustado no tenerle miedo. He tenido que aprender a reírme de los despojos en que voy quedando. Dios quiera que él esté bien. Me hubiera gustado que me distinguiera entre todas ustedes y que me hubiera dedicado siquiera unos minutos sólo a mí. Después enmudeció y me dijo que era mejor que me fuera, no tardaría en llover y eso enfermaba. Me besó con una intensidad que yo desconocía en ella. Nunca más volvió al tema. Si no te encuentro, es posible que no lo hubiera recordado. Si fuera mi madre diría que necesita una oración. No sé.

—¿Sentiste cuchi cuchi?

Entramos a las cercanías del mar. Se huelen la sal y la herrumbre, el vertiginoso trabajo de la naturaleza. Los cuatro carriles desahogan la manejada. Sólo hasta Mazachussets se pone un poco más pesado el tráfico. Burgundia se doctoró en abril en el ColFil, trabajó su tesis sobre Ana María Matute. Me comenta sus peripecias con uno de los jurados, hombre de gran fama, que primero se puso de modo y luego interpuso todos los obstáculos, terminando con lo más obvio, no tenía el grado de doctor y pese a sus glorias no podía estar en el tribunal. Fue antes, por aquella época estudiantil que mi popularidad y mi soledad fueron en ascenso y me rodeeé de finísimas personas como Burgundia y ella, Anunciación me sacaba la vuelta, y el color de la piel nunca presagió el dolor de mis profundidades, el tamaño de mi herida. Se la tragó la tierra y los jardines y los camiones sólo corroboraron la ausencia. Terco soy y pensé que la tirada de dados era alta pero no ingrata y no podía contravenir la voluntad de los predestinados. En una reunión, ya en vías de ponerme melancólico, Anunciación vio el momento propicio y me jaló para una zona solitaria. No me malinterprete, compañero, es que tengo que decirle que hace unos día fui a Huanimarete de los Suspiros y me enteré de que se murió Ángeles. Se había casado, zaz, era madre, zaz, de nuevo pariría, zas. Me hundí, le pregunté si estaba segura, sonrió y lo atribuí a su nerviosismo. Se fue sin contestarme. Muchos años después me enteré de que Ángeles seguía viva y con hijos. Dios mío, por más que lo intento, a la falsa soplona no la puedo perdonar.