Es lo Cotidiano

Sol

Rogelio Flores

Bebimos cervezas en la azotea. Creíamos que con cuatro botes que le robamos a mi papá sería suficiente para emborracharnos. No sucedió, o no de la forma que habíamos imaginado, y como no teníamos dinero, nos resignamos a bajar a casa. Antes, yo me recargué en la barda y miré a la calle. Entonces los vi. Pepe se dio cuenta y también se asomó. Una pareja salía del hotel de paso frente a nuestro edifico. Reían y cantaban, pero apenas podían caminar. Al parecer, ellos sí estaban verdaderamente borrachos y salían tras un encerrón.

˗Mira qué buena está esa vieja˗, le dije a mi hermano.

˗Sí, qué bizcocho˗, me secundó.

A la chica se le cayó su bolsa sin que se diera cuenta. El fulano le hizo la parada a un taxi que iba pasando y ambos lo abordaron. Pepe y yo nos vimos a los ojos, y sin decir nada corrimos como liebres bajando las escaleras, con la bolsa en mente. Al abrir la puerta del zaguán, vimos que otros chicos también corrían con el mismo objetivo. Pero nosotros estábamos más cerca y les ganamos el botín.

˗Oye cabrón, no te pases de lanza, esa bolsa es nuestra˗, dijo uno de ellos, un chavo lleno de granos que vivía en la misma calle, pero a tres edificios, a quien apodaban El Muégano. Pepe le respondió:

˗La única bolsa que es de ustedes, es la que me cuelga debajo del pito˗ y acto seguido, sujetó sus testículos con la mano.

˗No te pases de listo, o... ˗, respondió El Muégano bastante enojado.

˗¿O qué? ˗, dijo mi hermano.

˗No, nada, pero lo justo es que lo repartiéramos entre los cuatro˗, dijo el amigo del granoso, que yo sabía se llamaba Andrés.

˗Ah chinga–dije yo, envalentonado–, ¿por qué?

˗Porque nosotros también vimos cuando se le cayó la bolsa a la nalgona.

˗Pues sí, también vieron cuando se cayó, pero no son tan rápidos como nosotros y ya se la pelaron˗, sentenció Pepe, que era más alto y fuerte que ellos.

Humillados, los chicos se fueron con las manos metidas en los bolsillos, murmurando maldiciones. Temiendo que pasara una patrulla y nos comiera el mandado, Pepe y yo regresamos al edificio y abrimos la bolsa. Había chucherias, baratijas, una toalla femenina que Pepe me lanzó a la cara y algo de dinero. No mucho, realmente, pero parecía una fortuna para los adolescentes que éramos. Pepe tenía 17 años y yo 14.

˗¿Qué hacemos, güey?˗, me preguntó.

˗Vamos al Marqués˗, le respondí.

El Marqués era el cabaret del barrio. A nosotros nos gustaba más bien el rock, pero por ahí no había ningún lugar donde tocaran rock. Así que decidimos ir a bailar salsa y cumbias con las ficheras del Marqués. O eso quisimos, porque lo cierto es que no nos dejaron pasar por ser menores de edad.

˗Pero si ya hemos venido˗, le dijimos al de la puerta, un sujeto con el cráneo mal afeitado.

˗Ni madres, chavos, no pueden pasar, y mejor váyanse a su casa, no los vaya a atracar la pinche rata.

Y nos fuimos con rumbo a nuestra calle, pero antes, a Pepe se le ocurrió una idea.

˗¿Y por qué no vamos con las putas?

˗No manches, no nos va a alcanzar˗, le respondí.

˗Hagamos la lucha, a lo mejor nos hacen un descuento, ándale, vamos.

˗¿Cómo crees que nos van a hacer un descuento, Pepino?

˗¿Por qué no? Somos guapos y estamos jóvenes, nosotros si podemos darles la batalla que no les dan sus clientes: viejos y gordos.

˗Viejos y gordos pero con lana, que es lo que ellas quieren.

˗También quieren amor, amor del bueno, aquel que es una cosa esplendorosa y todos merecemos, aunque sea una vez en la vida.

˗No manches, Pepe, de dónde sacas tanta mamada, está bien, si tienes tantas ganas, vamos, pero vas a ver que no nos va a alcanzar.

Y en efecto, no nos alcanzó. Y eso que anduvimos por nuestra colonia, la Guerrero, y las calles de la colonia aledaña, la Tabacalera. Todas las chicas nos mandaban al demonio cuando les mostrábamos cuánto dinero teníamos; más aún cuando preguntábamos por un servicio doble. No fue sino hasta que íbamos de regreso, cerca del metro Revolución, que encontramos una oportunidad al abordar a una morena con acento costeño. Se llamaba Atzimba, o eso nos dijo.

˗Con eso que traen, apenas alcanza para un servicio˗, señaló.

˗¿Sólo uno? ˗, insistió Pepe.

˗Así es, chicos lindos.

˗¿Qué hacemos, güey?˗, preguntó mi hermano, con una mirada de añoranza.

Ante mi hueva y mi silencio, Atzimba sugirió con sabiduría:

˗¿Por qué no se echan un volado?

Y así, como nos miramos al momento de ver la bolsa tirada en la calle, supimos que estábamos de acuerdo.

˗Órale, pues. Pido águila˗, dijo él.

˗Y yo sol˗, secundé, sintiéndome un tonto.

˗Pues sí, cariño, ¿qué más podías pedir? ˗, terció Atzimba, quien se ofreció a echar el volado con alegría.

Cayó sol.

˗Dos de tres, ¿verdad?˗, dijo Pepe, con el rostro pálido.

˗Nel –respondí yo–, con ese fue suficiente.

˗No seas culero˗, lloriqueó.

˗No soy culero, Pepito, vas tú y solamente tú.

˗Pero tú ganaste.

˗No importa, tú eres el mayor y el que tenía más ganas, pero apúrale o me voy a arrepentir˗, dije muriéndome de los nervios.

˗No se diga más, caballeros˗, dijo Atzimba, y los dos se metieron a un hotel.

A Pepe sólo le faltaba silbar para caminar idéntico a los enanos de la película de Blanca Nieves. Yo entonces me recargué en un coche y prendí un cigarro, pero me sentí como un tonto de nuevo, porque aún no sabía cómo darle el golpe al humo del tabaco.


Rogelio Flores (Mexico, 1974), Es autor de los libros Adiós, Princesa y Roncanrol suicida. En 2009 ganó el Premio Palabras Malditas con el relato bíblico-policiaco, El Asno en la lejanía. Actualmente coordina el taller literario Doce saltos y cree con toda su alma en la sentencia de Raymond Chandler: “si no fuese duro, no podría estar vivo, si no fuera tierno, no merecería estarlo”.