Héctor: espuma generosa
Fidelia Caballero Cervantes
Las tardes eran el reflejo acelerado de mi vida. El frío montaba su escenario entre el humo y la soledad de la tierra que cada viernes nos rodeaba, antes de abarrotar el pick-up amarillo para irnos a llenar la Peña.
Espacio pequeño y alfombrado. Una barra de madera a la derecha y un ventanal que daba a la terraza a la izquierda. Al fondo: el escenario. Héctor, el espléndido anfitrión, intercambiaba botellas vacías por botellas llenas con la clientela que fiel llegaba cada fin de semana a ese lugar nuestro. Cerveza roja para la concurrencia, etiqueta negra para nosotros.
Yo conocía profundamente su corazón de generosa espuma. Cocinábamos en su casa los domingos, codo a codo; él solía golpear mi cintura con su cadera para indicarme algo, algo dicho a espaldas nuestras, algo de lo que había qué reírse; entonces volteábamos a vernos cómplices, unidos en la “maldad” que prosperaba cuando estábamos juntos. Los amigos seguían contando sus cosas sin sospechar nuestra mofa, el chiste que hacíamos de casi todo. No hacía falta nadie más en el equipo.
La cerveza era el pretexto, el amparo, la profecía, el ensueño, donde pintores, poetas, médicos, dealers, cavadores de fosas y migrantes, nos refugiábamos. El Tyson y la Laica estaban también ahí, haciendo como que miraban, haciendo como que le hablaban a la luna.
“Probé la plastilina, pero me intoxiqué… y no hice los monitos, por eso reprobé”, cantaba Arturo en la Peña, contoneándose hacia abajo hasta terminar en cuclillas, abrazado a su guitarra.
Es curioso cómo es la vida, ahora todo me parece encantador, desde acá, desde lejos, acampando en Internet y las masacres; ahora que nos alcanzaron las santísimas casas vacías y los “nadaesparasiempre”; veo todo convenientemente bello. Y es mera nostalgia, de ninguna manera significa que el encanto de ese mundo sea mejor al de hoy; porque después este mundo será el que falte, el que se añore, y diremos que fuimos felices aunque ahora no nos demos cuenta ni estemos seguros de nada. La vida es un estado mental.
En una ocasión volamos avioncitos de papel hasta el crepúsculo. Con páginas de revistas de moda que llegaban al buzón de Héctor en San Luis, Az., nos sentábamos a la mesa, serios, ensimismados, pensativos; él me explicaba paso a paso la fabricación de los aviones que había aprendido en la primaria, y yo muy atenta, como si estuviéramos confeccionando un arma letal o la vacuna para el insomnio. Luego salíamos a echarlos al cielo. “La piedrita, que no se te olvide la piedrita en la punta para que agarre más vuelo”, me decía. En ese entonces ya no estaba el Tyson; hacía unos meses Héctor lo había encontrado sin pulso cerca de la jaula de los pavorreales; inmóvil, gigante, con su gran hocico abierto. Siempre culpó al Rafa. A la Laica se la llevó Esmeralda “al otro lado”. Ahora estaba el Ness, un pastor alemán de sangre fría, malencarado, que él adoraba y yo odiaba; nunca pudimos llevarnos bien, pero disimulábamos frente a Héctor. A sus espaldas, el Ness me tiraba mordidas y yo lo amenazaba con la escoba. “No lo miren”, decía mi amigo, pero yo no podía evitarlo, su miraba de perro malo me seguía e incomodaba, entonces se daban los encuentros.
A Héctor siempre le gustó tener su Peña, su espacio, una segunda casa a la hora de dejar el consultorio; su lugar era siempre detrás de la barra, quería estar al tanto de todo, ver y atender, servir y divertirse; siempre con su botella de cerveza envuelta en una servilleta y su gran sonrisa blanca, sus pantalones de mezclilla desgastados, sus camisetas Polo, su ir y venir; siendo siempre humano y paternal, a pesar de sus defectos y sus vicios. Yo lo quiero mucho aún; lo recuerdo cuando veo pedazos de sol entre las hojas de los árboles de cualquier patio, cuando encuentro alguna alberca en veda, con el olor de los azahares y limones, cuando escucho a Mercedes Sosa, como la escuchábamos entonces: “para decidir, para continuar, para recalcar y considerar, sólo me hace falta que estés aquí con tus ojos claros”.
Si ahora me preguntaran a qué me remite la cerveza, qué se ha quedado entre el sabor, el color y el cuerpo de una buena bebida de malta y lúpulo, un nombre sería la respuesta. Un hombre: Héctor.
Fidelia Caballero Cervantes.- San Luis Río Colorado. Tiene publicados los libros “Give me five”, “Todos se están muriendo de algo”, “Duelo de dolor el beso”, “Toy” y “Una caja con gusanos”. Ha participado en diversos encuentros de literatura a lo largo del país y sur de Estados Unidos y ha publicado en revistas y periódicos culturales a nivel nacional e internacional. Fue becaria del FECAS (Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora). Radica en el Distrito Federal desde hace dos años. Es coordinadora del Festival Palabra en el Mundo en Sonora, de las Jornadas de Literatura “Abigael Bohórquez” en su ciudad de origen y del Encuentro Hispanoamericano Horas de Junio en Hermosillo, Sonora. Actualmente promueve el show poético-musical “Breve Plegaria a la Nada”, junto a otros poetas y músicos sonorenses.