domingo. 09.02.2025
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Sobreexpuestos

Sylvia Aguilar Zéleny

Sobreexpuestos

En 1973 nací.

En 1975 murió la abuela. Tengo una sola foto con ella, soy una bebé en sus brazos. Guardo su vestido de novia. Uso su nombre.

En 1980 me subí a un avión por primera vez. Vestía un conjunto de minifalda azul y mallas blancas. Me sentía una de las ángeles de Charlie. Mi madre me llevaba de la mano. Le dije adiós a papá desde la escalera. “Adiós, papá, adiós”. No lo volví ver hasta once años después.

En 1983 el tío Enrique me regaló una Polaroid. Nunca había visto algo igual. La foto, unos segundos y la imagen en tus manos. Retraté mi perro, el librero del abuelo, la señora de la tienda de la esquina, la tienda de la esquina, una mosca atrapada en un betún, los zapatos del tío Enrique bajo la cama de mamá. “Me gusta cómo la cámara atrapa un momento justo antes de que desparezca”, escribí en mi diario.

En 1985 la ciudad tembló, vimos el edificio frente al nuestro venirse abajo. Es mi primer recuerdo del miedo. El miedo en serio. Los otros, en comparación, eran menores: la oscuridad, los insectos, los truenos. Todos opacados por una ciudad en ruinas. Mi maestra de sexto año, bajo escombros. Mi infancia, ya qué. Agarré la cámara de mi mamá, una Olympus. Tomé fotos. Una larga fila de escombros, edificios ladeados, baldíos donde antes había bancos, escuelas.

En 1986 mi madre se volvió a casar. El tío Enrique dejó de ser el tío Enrique. “Puedes llamarme papá”, me dijo. Lo intenté. No pude.

En 1987 nació un hermano y murió un hermano. En 1989 nació otro hermano y murió otro hermano. “¿Por qué se mueren los bebés?” le pregunté a mi diario. Los diarios no contestan, debía saberlo. Mamá se quedó con ganas de “la parejita”. “Tengo a Doris, sí, pero me quedé con ganas del niño”, repetía.

En 1991 me subieron a un avión y volví a la ciudad en que nací. Descubrí volar sola. Aterricé otra. No reconocía nada, tampoco a mi padre. Tenía años y canas y arrugas y tanta, tanta soledad. Nunca me llamó por mi nombre, me dio una estela de apodos como de pan dulce. Eran suavecitos. Me regaló mi primer cámara en serio. Una Canon de 35 milímetros. Me volví loca. Tomé tantas fotos. La mejor: él bajo un carro que arreglaba. Sólo yo sé que ese es su carro, esas sus piernas, esos sus zapatos. La sombra de un árbol lo cubre todo. Un velo apenas. Imagen perfecta de los noventas.

En 1995 me acosté con un compañero de la universidad, era la primera vez de ambos. Por supuesto, fue fatal. “Tienes que irte, va a llegar mi mamá”, me dijo. Llegué tarde a casa esa noche, el tío Enrique estaba en la sala, “creo que tu mamá anda con alguien”, me dijo, “si se lo hizo a tu papá ¿por qué no a mí?”. No tuve respuesta.  Le dije: “Yo cogí por primera vez hoy”. No tuvo respuesta.

En 1996 murió mi padre, apenas llegué a su funeral.  Volar porque se tiene que. Hacía apenas dos años se había vuelto a casar. Su mujer me dijo “eres igualita a él”. Miré sus zapatos, eran como ella, tímidos, pequeños. Creo que le sonreí.

De 1997 a 1999 estuve completamente enamorada.

En 1999, mientras todos creían que el mundo se iba a acabar al año siguiente, yo creía en el amor. Sonreía como una idiota cuando caminaba, cuando manejaba, cuando leía noticias en el perdiódico. Tomé más paisajes en ese año que en cualquier otro, atardeceres, amaneceres. Nubes y nubes y nubes. Dos lunas y un sol.

En 2001 tomé un taller de foto. Aprendí tanto. Aprendí, por ejemplo, que mis series de paisaje no decían lo suficiente de mí. ¿Dónde estaba yo en ellas? “¿Qué parte de ti, Dora, está en esas montañas?” Aprendí, también, a romperle el corazón a un novio por acostarme con el maestro. No tengo ni una sola imagen de él, del novio. Del maestro tampoco. De los zapatos de ambos, sí.

En 2002 dejé la casa de mi madre. Renté un departamento de dos recámaras. Uno era mi habitación, mi estudio y mi sala. El otro, mi cuarto oscuro. Cuánta revelación.

De 2002 a 2005 trabajé para una agencia de publicidad, el sueldo me permitía comprar equipo, viajar los fines de semana, tomar fotos por todos lados, leer sobre luz, sombra, color, asistir a talleres que hablaban de eso: de luz, de sombra y de color. Compré la mejor cámara que jamás había tenido.

En 2007, después de participar en varias colectivas, monté mi primera exposición individual. “Sobreexpuestos”, se tituló. Consistía en una serie de más de 30 fotos de zapatos de hombre y unas cinco o seis de zapatos de mujer. Zapatos bajo una cama, en un sillón, en el baño, sobre un tapete, al lado del refrigerador. Series en blanco y negro y en color, algunas con intervención digital. La gente me felicitó. “Estos zapatos son sus dueños”, dijo alguien, “Son prácticamente personajes”, dijo alguien más. Mis amigos me aplaudieron. Mis maestros me sonrieron. Mi madre, antes de irse, me dijo: “Te acostaste con todos esos hombres, ¿verdad?” Le contesté: “También con las mujeres, ¿sabes?”.

En 2009 me dieron esta beca y he tomado un avión. En mi bolsa llevo mi pasaporte, dinero, un libro con fotos de Nan Goldin y una dirección. En la maleta he metido la cantidad básica de ropa de invierno, mis dos cámaras bien seguras, lentes, filtros, el vestido de novia de mi abuela y una impresión pequeña de la foto de mi papá. “Estoy lista”, escribo en esta libreta, “porque cada vez que vuelo, aterrizo otra”.

Sylvia Aguilar Zéleny (Hermosillo, Sonora, México). Licenciada en Letras por la Universidad de Sonora. Maestra en Estudios Humanísticos por el ITESM y Maestra en Escritura Creativa por la Universidad de Texas.  Es autora de: Gente Menuda (Voces del Desierto, 1999), No son gente como uno (ISC, 2004), Una no habla de esto (Tierra Adentro, 2008), Nenitas (Nitro-Press, 2013). Su colección de cuentos Señorita Ansiedad y Otras Manías será publicada en otroño por Kodama Cartonera de Tijuana, BC. Vive, bicicletea, teje, escribe, traduce y da clases en El Paso, Texas.