Vestigios y un recuerdo
Diana Alejandra Aboytes Martínez
Los pasos de mi niñez dejaron eco en la primaria. Mi ayer escolar quedó muchos lustros atrás, sin embargo, guardo celosos recuerdos en color sepia.
Frente a la escuela, las ruinas de una iglesia que perteneció a la Hacienda de Veleros de tiempos de la revolución, nos causaba curiosidad y un puñado de temor. Se rumoraba entre los compañeros que desde lo alto de una de las ventanas, un hombre sin cabeza asomaba su cuerpo. Que a pesar de no tener rostro, extrañamente se sentía como si su mirada se clavara en ti si te tocaba observarlo. No sé qué tan cierto era, pero después de clase camino a casa, muchas veces me pareció verlo.
En los recreos, hablar del lugar era charla obligada. Y cómo no hacerlo, si desde el patio de la escuela sus viejos muros alcanzaban a verse, nos figurábamos que su espectro nos vigilaba.
Año con año se nos fueron acumulando las ganas de indagar sus vestigios. Para el sexto año era imperioso concretar la exploración. Decidimos ir en la primera oportunidad…
Una mañana, la emoción nos recorría el cuerpo. Las clases se suspenderían a temprana hora. Mis amigas y yo acordamos no avisar de ello a nuestros padres. Las ruinas y sus secretos nos esperaban. Supimos que ahí dentro había un conducto que comunicaba con otras iglesias de la ciudad. El plan ya estaba hecho: cruzaríamos por los túneles de Celaya.
Éramos como diez muchachitas caminando en terreno terregoso. Todas, temerosas pero decididas a la aventura. Nos detuvimos en el umbral, la mirada se nos llenó de arte. Los muros estaban vestidos de bella pintura sacra.
Seguíamos temiendo que el hombre sin cabeza se apareciera en cualquier momento, pero aun así, buscábamos en el piso la entrada al túnel. Poco a poco tomamos confianza y juntas entramos al cuarto contiguo…
Con los ojos llenos de asombro y la sangre hasta los pies, nuestros cuerpecillos inertes por el susto no reaccionaban a la señal de alerta. Tres tipos con el rostro desencajado por algún enervante, nos miraban sonriendo maliciosamente e intentando acercarse a paso veloz.
No puedo precisar en qué momento reaccionamos, pero me recuerdo corriendo con mis compañeras, aterradas y gritando auxilio. Nadie nos escuchó pero llegamos a salvo a la puerta de la escuela.
De ahí en adelante, no volvimos a hablar del tema.