Asesinos seriales
Federico Urtaza
Me gustan las series de tele, pero me cansan; al menos las que van encadenadas (expresión muy apropiada también aplicable al espectador).
Habría que tomar nota de su popularidad (otra palabra a propósito) frente a la experiencia de ver cine en una sala de cine (permítaseme la redundancia, pero es necesaria).
Declaro, confieso (con jactancia) que prefiero leer libros de papel y ver películas en un cine a oscuras; lo asiento para dejar clara mi posición, no para atacar (esfuerzo necio) las nuevas tecnologías nada más porque sí).
Recordando al otrora profético (y aún certero) Marshall Mcluhan subrayo: el medio es el mensaje.
Pues sí, no es lo mismo instalarse en una butaca, esperar que la oscuridad invada la sala, soplarse hasta 20 minutos de escandalosos "avisos comerciales" y luego experimentar la visión de una película, que apoltronarse frente a un televisor a una hora predeterminada, sintonizar el canal predeterminado, reconocer la música y las imágenes características de la serie adoptada, preparados con alimentos y bebidas y adminículos diversos (celulares, cortaúñas y vaya uno a imaginar qué más) para disfrutar a saltos un episodio articulado para insertar algunos avisos comerciales (útiles para reabasto, viajes al baño y vaya uno a imaginar qué más).
Claro que abundan argumentos que favorecen elegir la familiar pero controlada incomodidad que implica ver la tele, pero nunca derrotará razonablemente los que defienden ver cine en el cine.
Insisto, no soy enemigo de la tele, pero prefiero algo más gratificante.
Si bien las series responden al requerimiento aristotélico "prohibido aburrir", por hacerlo de manera tan rigurosa tienden a multiplicar la oferta de historias forzadas, improbables, delirantes, aparatosas y con frecuencia incoherentes pero estremecedoras.
A todos nos gusta una buena historia, pero como todo en la vida debe llegar a un fin, y esto parece incomodarnos y hasta angustiarnos. El final de un relato nos recuerda que todo ha de perecer (¿nota el lector mi pudoroso evitar la palabra "moire"?). Y la serie (que en su nombre lleva pecado) se compone de eslabones de una cadena con la que nos atamos a la ilusión de que se puede vivir digamos que una eternidad.
La prolongación de un tema casi hasta el infinito, sin embargo, sólo pospone el final; aquí literalmente podemos hablar de entretenimiento.
Además, la serie en tele nos salta y asalta (la luz, ya se sabe, va de la pantalla a los ojos y al cerebro); en el cine la luz va a la pantalla y el ojo mira lo que ahí sucede, con lo que el espectador de muchas maneras es más activo que frente a la tele que lo baña/bombardea.
Así las exigencias narrativas de la tele se limitan a un mínimo que asegure la atención sensitiva, que casi nunca intelectual y ni siquiera afectiva.
Las estructuras a las que recurren los escritores de series se apoyan en criterios de producción; no es extraño que con el auge de las series se haya empatado en una persona el escritor y el productor y hasta el director.
Se ha apostado mejor por los personajes que por las historias. Lo importante es que el personaje funcione.
Y donde no hay historia el personaje es escenografía, es un espejo donde se supone que veremos un reflejo fiel. El personaje, de esa manera, es reiterativo y esto está muy lejos de ser elemento de desafío para el espectador.
El personaje atrae la atención cual hoja al viento revoloteando en caída implacable hacia un mundo en llamas; ha dejado de ser aquél a quienes los dioses castigan, pero que se rebela contra su destino, pues ya no se rebela. Y eso es lo que vemos en la tele. El hombre ha muerto y lo suplen los personajes.