martes. 23.04.2024
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Lluvia de espejos

Julio Edgar Méndez

Lluvia de espejos

Era el nocturno arrebol de chipote enguantado. Un andariego blasfemo que abundaba en ocasos. Y aquella noche de fin de año cuando conoció el lado oscuro de la suerte, la horma de la vida le encajó dos pesares en el alma: No era suya la chica, ni podría cumplirle si acaso lograra seducir el polvo agarrotado de la jaula de esa ave tan joven, tan deseada. Todo el peso de una vida sorteada entre blancos y negros se le vino encima cuando ella le habló del Facebook, de Twittear y dejarse un Twitt de pocos caracteres en el alma, de postear y subir videos, de  shows on-line con su WebCam. Es fácil hablar de lo nuevo, lo difícil es conocer de lo antiguo. Y de eso, él conocía todo lo que hay que saber.

Ella tenía pareja, él  ya tenía hasta nietos, pero el calor de los cuerpos es un  termostato sin ojos. Ella, empujando apenas los diecisiete con todo el ímpetu de sus senos erguidos y él, arrastrando sesentaypico con cuerdas y clavos de hambre de vida, ginseng y vaselina. Pero el deseo apretujado entre ponchis-ponchis y Soles e Indios, no perdona al más tieso. Era una noche propicia, (¿hay de otras?). Era la sal de su alma, la piel del durazno. Era tan chica, tan bella; eran sus ojos, sus labios, almohadas abiertas al infinito horizonte de cama maldita. Todas sus décadas juntas querían hacer nido entre las piernas endurecidas de la mujer casi niña, a quien su novio miraba con ojos de briago sin chispa. El muchachito no era competencia para este lobo feroz de mares extintos, catador de Riojas y surfista de ladillas; recuerdos ganados en tantas batallas de sábanas, sin distinciones de clases, que él había encendido a fuerza de besos y embrujos de un hombre con todas las mañas sabidas y si no, inventadas.

Bailaron, se liaron las manos, cruzaron miradas de abajo hacia arriba, tocaron por unos instantes los cuernos de una luna impostora, ni siquiera preguntaron los nombres,  ella cabía entre sus brazos y él la alcanzaba por arriba de su medida.

Sería por curiosidad, sería el alcohol, sería el bulto imprudente que trepidaba a cada salto de los senos adolescentes, o el hambre en las seniles pupilas gastadas de ver a tantos y a tantas, pero la chica aceptó la propuesta. Su joven galán ni se inmutó con el “bye” de su pareja cuando ésta le dijo que se mudaba de antro. Ya estaba acostumbrado a los gustos cambiantes y arteros adioses de su novia. Sólo una advertencia le hizo:

-¡No vayas a matar al viejito!

Las orejas le zumbaron al sesentón y la cara se le llenó de roja tinta, no de vergüenza, sino de venganza.

-¡Hijo de la chingada!, -pensó- cuando te la devuelva ya no la vas a llenar ni con todos tus cuates juntos.

Salieron en busca de lo que hallaron: él, su destino, ella, su farsa. Cabalgaron la noche en un auto que fue de lujo hace veinte años, el orgullo de los Del Tuvo. En el motel de segunda los miraron con ojos de sueño y reproche.

-Pinche viejo cachondo -murmuró por lo bajo el portero- a ver si esta morra no lo deja muerto en la cama.

Gritos destemplados y falsos gemidos de puta pagada salieron de la tele, cuando la encendieron junto con las luces del cuarto. Las atenuaron antes de descubrirse antagónicos y, mientras la paloma se quitaba las plumas sin más trámite que sus ganas y sus alcoholes, nuestro Don Juan pedía una botella de vino. Tinto no había y a ella le daba lo mismo, así que fue de Ron el pomo.

Él era todo un seductor de oficio; la joven, una ignorante por puro gusto. La alcanzó en la cama justo antes de que ella tirara la última pluma de tela que le cubría apenas lo que con alegría atisbaba entre piernas. La abrazó, la besó en la frente, le lamió los párpados, le sorbió los labios. Sabía a cigarro, a sudor, a espanto de mujer ante un hombre con ojos sin prisa. Recorrieron juntos todos los valles, montes y cuevas que encontraron sin opuestas barreras.  Brindaron con dos, con tres, con cuatro, con diez tragos que ella no supo cómo fue que se resbalaron por todo su cuerpo. Empapada en alcohol, creyó que soñaba la lluvia de espejos que repetían cada retrato, mientras trataba de sobrevivir sin ahogarse en el mar del hombre experto, del hombre que nunca había siquiera soñado que existiera.

Fue su instrumento en ese concierto de sexo, fue delicia tras delicia, fue la noche robada al futuro que no volvería. Mil vueltas le dieron al ruedo, cien sombras les mandó la mustia luna para cubrirlos. Esa madrugada, inventaron su propia utopía. Una historia de cuentos contados a ras de un colchón entre ciento y diecisiete imposibles posturas y una ambulancia que recogió los restos del hombre más feliz de todos los muertos levantados en esa semana.

* JULIO EDGAR MÉNDEZ es Coordinador del  Taller Literario Diezmo de Palabras, fundado por el escritor Herminio Martínez, en Celaya, Gto. Ha sido publicado en  libros de narrativa y poesía. Ha ganado varios premios y reconocimientos en México y el extranjero, incluyendo el Concurso regional de literatura infantil en dos ocasiones.