martes. 01.07.2025
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Las tardes del escultor José Leimus

Edwin Yllescas

Las tardes del escultor José Leimus

Durante muchos años, José Leimus, el escultor, trabajó duro tratando de encontrar en la realidad una escultura que tenía grabada en el fondo de su cabeza. En realidad agotó las formas imposibles, incluso las posibles. Intentó todos los materiales. En realidad casi todos. Trabajó el bronce, la madera balsa, el yeso, el mármol, la piedra laja, y hasta el acrylite, una resina producida por la Mitsubishi del Japón. Decir que los trabajó sólo es un modo aproximado de describir el frenesí de algunas tardes de taller.

Sus esculturas, garzas, peces, tucanes, armadillos, patos de agua ―todo un zoológico de bolsillo― le habían dado la vuelta al mundo. Aparecían en los calendarios de la Solidaridad Internacional, en los panfletos comunistas, y en toda cosa que se les ocurriera, especialmente, a los noruegos, a los suecos, y a los alemanes. Fue la locura. Los grandes zoológicos europeos compraron sus esculturas para colocarlas en las jaulas de las fieras. Los zoológicos del Tercer Mundo se conformaban con poner un póster. Se pensaba que los tales pósteres tenían algún don curativo, o pacificador. Llegaron a creer que los hombres enfermos, o agresivos, podían encontrar paz y salud con sólo contemplar las esculturas o los pósteres de José el escultor. Sin embargo, Leimus, no estaba satisfecho.

Una mañana, Leimus despertó de romplón. Se fue al taller en el galerón ubicado en el traspatio de su casa. En unas cuantas maniobras se topó con un rostro que, lento, surgía de la piedra laja. Durante los últimos cuarenta o cincuenta años de su vida ―sin saberlo― lo había guardado celosamente en el fondo de su cabeza. Era su propio rostro. Lo moldeó una y cientos de veces más. Cada rostro se parecía más al otro, que era el mismo. Al llegar al 999, la máscara había ocupado el lugar de su rostro. Nadie, incluido el mismo José sabía cuál era el rostro y cuál la máscara. Se podía hablar, indistintamente, con cualquiera de los dos. Ambos decían lo mismo.  No decían nada.

Naturalmente, cuando montó una retrospectiva de su obra que ―a decir verdad― ya se limitaba a esa única pieza mil veces repetida, la tituló Rostro Revolucionario. Jamás quiso volver a saber del resto de su producción escultórica. Sus pescados, sus garzas, los calendarios y sus propiedades sicosomáticas pasaron al olvido. Según el último que lo vio, José Leimus estaba parado en una esquina. Preguntaba cuál fue su rostro y cuál la máscara.